Filosofía en la cocina. Francesca Rigotti

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Filosofía en la cocina - Francesca Rigotti

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      La uva pasa puede ser incluso lo mejor que hay

      en un pastel; pero una bolsa de pasas no es mejor

      que un pastel; y el que nos ofrece una bolsa repleta

      de pasas no por eso será capaz de hacer con ellas

      un pastel —por no hablar de algo mejor.

      L. Wittgenstein,

      Aforismos, cultura y valor, 1948

      Rara vez sucedía en el pasado que una mujer, apartándose de los hábitos femeninos, tomara la pluma. Y las pocas que lo hacían probablemente, para tomar la pluma, no soltaban los utensilios de cocina —cucharones, cuchillos y escudillas— porque no pertenecían a la clase de mujeres que acostumbraban a utilizarlos; es más probable que renunciaran a bordados o a laúdes, a devocionarios o a acuarelas. En nuestros extraños tiempos, en cambio, ocurre con frecuencia que la misma mano, generalmente femenina, pasa a lo largo del mismo día, de cada día, de la pluma o del teclado del ordenador al cuchillo que corta la cebolla o al cucharón que saca el caldo. Al menos a mi mano sí le ocurre. A veces hasta maneja el microondas para calentar un precocinado, aunque la práctica se mantiene dentro de unos límites decorosos.

      Los gestos de cocinar, tan familiares y aparentemente insignificantes, parecen asociados tan solo al arte o a la técnica de preparar alimentos crudos y cocidos. Pero lo que converge en la preparación de los alimentos es todo un sistema, un método, un procedimiento en el que se alternan momentos de análisis y de síntesis. Porque cocinar un plato es como escribir un ensayo y, viceversa, escribir un ensayo es como preparar un plato; es como si se utilizara la misma paleta de madera para dar vueltas a una salsa, si la punta es ancha y redondeada, o para escribir un texto si la punta es aguda y de grafito negro.

      En los dos ámbitos se puede improvisar o bien seguir una receta. El segundo sistema, tradicional y reconocido, por lo general evita sorpresas en la cocina y en el estudio: seguir un procedimiento metódico y respetuoso con la tradición a la hora de escribir un ensayo protege de las críticas de colegas y reseñadores; luego, seguir el esquema: introducción, status artis, trabajos ajenos, trabajos propios, tesis, pruebas, desarrollo, objeciones, consideraciones personales, resumen. Pero también se puede seguir el primer método, el de la improvisación. En este caso, se van echando pensamientos e ingredientes por analogía e inspiración; a riesgo de que el resultado sea poco digerible aunque tal vez muy original.

      Receta o inspiración que exigirán en cualquier caso la selección de ingredientes culinarios o de materiales culturales como base irrenunciable de partida. También en esta operación ocurre lo mismo: uno puede procurarse los ingredientes y materiales, en el supermercado o en la biblioteca, perfectamente preparados y envasados en cajitas de poliestireno recubiertas de celofán, o en forma de elaborados escritos, ensayos, artículos o libros ya publicados por otros. O bien puede cultivarlos, cuidarlos o meditarlos personalmente, lo que supone un esfuerzo mucho mayor, aunque el resultado es un producto indudablemente superior en frescura y originalidad. Una verdura que nosotros mismos sembramos y recogemos, una idea que producimos y cultivamos son materiales/ingredientes de calidad muy diferente a los preelaborados. Ahora bien, siendo realistas tendremos que resignarnos a echar mano de estos últimos, o bien a utilizar una técnica mixta: no podemos cultivar cacao en el jardín, ni podemos hacer nuestra propia traducción del chino ni mucho menos, ¡ay de mí!, del hebreo. En resumen, no nos queda más remedio que adaptarnos a las leyes del mercado y hacer de la necesidad virtud, tomando del árbol de la ciencia los frutos, ya sean frescos o en conserva.

      A continuación, los ingredientes y materiales han de ser transportados hasta la mesa de cocina o la mesa de despacho —y Dios sabe si pesan más las bolsas de la compra o las bolsas de libros—, distribuidos en los lugares correspondientes, cortados en lonchas o en tirillas, en daditos, en pedacitos grandes y pequeños, salados, marinados, aromatizados y adobados; clasificados, agrupados por temas, por autores, por épocas; resumidos, comentados, copiados... En algunos casos hay que ponerlos a la vez en grupitos separados, precocinados y prepensados en distintas secciones. Para preparar una ratatouille tendré que cocinar por separado pimientos, berenjenas, cebollas, calabacines y tomates, un ingrediente tras otro si estoy sola, todos a la vez si cuento con varios colaboradores (cosa que no ocurre), provisto cada uno de sartén y hornillo; si me dispongo, en cambio, a hacer unos raviolis o una sencilla tarta de manzana, deberé preparar por separado la masa y el relleno, pasta y manzanas cortadas en rodajas y rociadas con limón para que no ennegrezcan (aunque las manzanas de hoy en día ya no se vuelven negras, del mismo modo que los pimientos ya no pican ni las berenjenas tienen el sabor amargo de antaño). Para hacer un ensayo, una recensión, un capítulo de un libro o un programa de investigación, tendré que pensar en guardar en hojas o en fichas separadas partes ya unidas en una primera redacción, preparándolas anticipadamente y dejándolas allí para que reposen, como la pasta para las crêpes o la Kartoffelsalat que seguramente tanto gustaba a Heidegger.

      Finalmente, el placer de juntarlo todo, de extender la pasta de hojaldre o el texto, añadiendo rodajitas de manzana, pasas sultanas y piñones para el strudel, o metáforas, comparaciones y juegos de palabras para el ensayo. Y el placer de ver cómo en el horno o en la sartén o en la composición del texto sobre la página en blanco pensamientos y palabras se amalgaman y se funden en la forma acabada como el aceite y el huevo en la mayonesa, y producen el resultado final que se ofrece como comida al público o se guarda en el cajón o en el frigorífico para saborearlo solo en privado o sacarlo, pasado un tiempo, para una ocasión especial.

      De mi larga experiencia en los dos ámbitos —el de la cocina y el de la escritura de ensayos filosóficos—nació la idea de compararlos, idea que los hechos han demostrado después que no era tan peregrina. Ambos territorios, representados espacialmente por dos habitáculos, la cocina y el estudio, que normalmente tienen poco que compartir, han resultado estar bastante más próximos de lo que podíamos imaginar. Se ha visto, por ejemplo, cómo algunos cocineros se aventuraban a opinar en el espacio cultural-filosófico, del mismo modo que bastantes filósofos han cruzado, incredibile dictu, los umbrales de la cocina, física o metafóricamente, y han hallado en estos locales materia de inspiración para sus trabajos.

      Ninguno de ellos lo ha hecho de manera metódica: si Kant hubiese escrito la cuarta crítica, la Crítica de la razón culinaria que sus comensales le habían propuesto en broma que compusiera, dispondríamos ahora de un esquema con el que compararnos. Lo tendríamos asimismo si el poeta ático Atenión, en el siglo III a.C., además de pretender que había sido el arte culinario el que había elevado a la humanidad desde los bajos fondos de una alimentación bárbara de tipo antropofágico hasta las alturas de la actual civilización, nos hubiese proporcionado una representación más detallada de cómo concebía las relaciones entre filosofía y cocina.

      Pero desgraciadamente todos estos buenos propósitos se quedaron en agua de borrajas. Tal carencia de material orgánico sobre el tema incide naturalmente en el método del presente trabajo: mi crítica de la filosofía culinaria no puede avanzar de forma rigurosa siguiendo un esquema histórico completo. Son demasiadas las lagunas entre uno y otro período, demasiado esporádicas y fragmentarias las referencias. La naturaleza misma del material de investigación me obliga, pues, a una reconstrucción parcial que se apoya en un armazón más bien flexible, adecuado a su objeto.

      Que es el de las relaciones entre filosofar y cocinar, actividades humanas antiquísimas ambas, que a menudo han permanecido ajenas la una a la otra, debido entre otras cosas a la diferencia de sexo entre quienes practican la primera y quienes ejercen la segunda. Ámbito femenino por excelencia la cocina, aunque con importantes incursiones de elementos masculinos, sobre todo en la banda «alta» de sus prestaciones —la cocina sacrificial y la haute cuisine—; territorio puramente masculino la filosofía, a pesar de algunas significativas incursiones de elementos femeninos, siempre escasas y discontinuas.

      En

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