Filosofía en la cocina. Francesca Rigotti

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Filosofía en la cocina - Francesca Rigotti

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practicada por la filosofía es lo que constituye el núcleo de esta obra, en torno al que giran a modo de satélites muchas otras observaciones. La afinidad tal como la propone el pensamiento de Wittgenstein, que no por casualidad ha sido elegido como lema de este libro. Cuando recurre a la imagen del pastel con pasas y de las pasas sin pastel que están reunidas en una bolsa, que no son mejor que un pastel aunque son lo mejor que hay en un pastel, Wittgenstein quiere decir que la filosofía ofrece lo mejor de sí misma en el momento en que mezcla, amasa y cuece todos los pensamientos juntos, en vez de mantenerlos separados como frases sueltas o como aforismos geniales pero solitarios; en el momento, pues, en que desarrolla su práctica de manera afín a la culinaria, aunque ambas artes se desarrollan por lo común en lugares diferentes y sin comunicación entre sí.

      Pero veamos ahora qué ocurre al abrir de par en par las puertas de ambos locales, el dedicado a la alimentación del cuerpo y el consagrado a la nutrición del espíritu —sala de refección y sala de estudio, cocina alimentaria y cocina filosófica— poniéndolos en comunicación y observando los intercambios de sentidos y de métodos entre el uno y el otro.

      Quiero expresar mi agradecimiento a algunos amigos que me han sugerido pasajes culinario-filosóficos: Dario Borso, Tonino Tornitore, Davide Sparti; a las bibliotecas que más me han facilitado el trabajo, la Biblioteca de la Universidad de Lugano entre otras, pequeña pero útil, sobre todo a su director, Giuseppe Origgi, que me sacó de grandes y pequeños apuros, y a la Biblioteca de la Universidad de Gotinga, especialmente la parte ubicada en el interior del hospital, mucho más silenciosa, agradable, recogida y accesible que la sede central. Por último, al equipo editorial de Il Mulino y especialmente a dos personas: Carla Carloni, por haberme buscado, solicitado y seguido, haciendo que me sintiera casi un autor importante, de esos que tienen agente editorial, y a Ugo Berti Arnoaldi por sus constantes mensajes, en serio y en broma, por vía epistolar y electrónica.

      Debo señalar que el capítulo octavo, «Exceso de comida y de palabras o el pecado de gula», fue publicado en una versión más extensa en Intersezioni, XIX, 2, 1999, pp. 157-183.

      Capítulo primero

      Saber y sabor

      Figura 1

      Bibliotheque d’un Gourmand.

      Portada del primer volumen de Grimod de la Reynière,

      Almanach des Gourmands, Maradan, París, 18043, 3 vols.

      1. Palabra y comida

      Conocer y comer, palabra y comida, dice Alves, están hechos de la misma pasta, son hijos de la misma madre: el hambre. Puesto que todos hemos pasado por esta experiencia, entendemos y usamos con naturalidad el lenguaje del conocimiento alimentario, de la palabra que es comida. Es el lenguaje que se sirve de expresiones como ganas de conocer, sed de saber, hambre de información. O bien expresiones del tipo: devorar un libro, tener una indigestión de datos, estar saturados de leer, estar hartos de lectura; o incluso, mascar algo de latín, rumiar una idea, digerir un concepto; o, por último, usar palabras dulces, reproches amargos, anécdotas picantes, comparaciones sabrosas.

      Las palabras son el alimento de la mente, según estas expresiones que confirman el hecho de que las ideas son comida; comida y alimento que entran y salen de la sartén de nuestro cuerpo a través del orificio de la boca, para ser después amasados por la lengua, digeridos por el estómago, asimilados por el intestino. Comer y conocer son la misma cosa, y las palabras y los alimentos coinciden en el lugar de salida de las unas y de entrada de los otros, en la boca, órgano común a ambas funciones, y en el instrumento que los elabora y los amalgama, la lengua: «Por una parte, la boca es el lugar físico (el umbral) donde se cruzan palabra y alimento; por la otra, el mismo órgano, la lengua, desempeña la misma función (amalgamar) respecto a los alimentos y a las palabras»1.

      Tras haber cruzado el umbral de la boca y haber sido amasadas y amalgamadas por la lengua, las palabras van a parar al estómago, contenedor real y simbólico en cuya forma se inspiran los alambiques de la alquimia, y allí se guardan. Se convierten así en parte de los conocimientos adquiridos, de las experiencias sufridas. Como tales se mantienen allí, como dirá Agustín, en el «estómago de la memoria»:

      Podríamos decir que la memoria es una especie de estómago del alma, y la alegría y la tristeza como una comida suave o amarga. Cuando esta comida de las cosas se confía a la memoria, es como si pasara al estómago, donde puede guardarse pero no saborearse [...].

      ¿No salieron, quizá, de la memoria a través del recuerdo como sale la comida del vientre de los rumiantes?2

      estómago que desempeña aquí la misma función que la boca y la lengua, que consigue conservar los recuerdos porque los ingiere, digiere y asimila; en resumen, los posee íntegramente hasta convertirlos en parte de sí mismo. Comer guarda relación con el recuerdo, observa asimismo Rubem A. Alves; de no ser así, ¿por qué razón diría Jesús a sus discípulos: «comed y bebed en memoria mía...»?3 Lo observa también, más carnalmente, Ernest Hemingway cuando, en París era una fiesta, pone en boca de la mujer: «La memoria es apetito»4.

      Pero si palabra y comida son una misma cosa, si la afinidad entre conocimiento, recuerdo y alimentación nos resulta tan familiar que nos permite comprender inmediatamente las expresiones que hemos citado más arriba, también nos resultará natural el «lenguaje alimentario» aplicado a la literatura, al arte y a la filosofía.

      Ya el poeta griego Píndaro decía que en su poesía había algo de comer, que su lírica era una bebida deliciosa y su canto (mélos) le parecía, gracias al juego de las asonancias, dulce como la miel (méli)5. Incluso algunos géneros literarios se expresaban en la antigüedad clásica con metáforas culinarias: la «sátira» tenía el significado de plato formado con varios ingredientes, de «plato combinado»6; la «farsa», en cambio, se relaciona con la idea del relleno, y originariamente designaba un breve entreacto cómico que servía de relleno en una representación seria7. Son frecuentes las metáforas de la escritura entendida como el arte de mezclar y cocer materiales crudos: reflejan la idea de que cocineros y literatos son artesanos que producen un revoltillo agradable para ofrecer como alimento a la boca o al intelecto, para saciar el hambre de los verbíboros.

      Pero es en la Biblia donde encontramos la fuente más rica de metáforas alimentarias, incluidas las dos escenas dramáticas relacionadas con la comida: la del pecado de Adán y Eva y la de la última cena. En cualquier caso, son tantas las referencias literales y metafóricas vinculadas con la comida en el Antiguo Testamento que no tiene sentido enumerarlas y exponerlas. Me limitaré, pues, a recordar un significativo pasaje de Ezequiel en el que aparece, con más fuerza que en ningún otro, la analogía entre comida y palabra.

      El Señor ofrece a Ezequiel, su profeta, un rollo escrito por dentro y por fuera, lleno de «lamentaciones, gemidos y ayes».

      Me dijo: «Hijo de hombre, come lo que encuentres, come este rollo; y después ve, habla a la casa de Israel». Abrí la boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: «Hijo de hombre, nutre tu vientre y llena tus entrañas de este rollo que te doy». Lo comí y fue en mi boca como miel por su dulzura.

      Me reservo la interpretación de este pasaje para la última parte del libro, la que está dedicada al pecado de gula. Por ahora, obsérvese tan solo que para retener las palabras

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