Filosofía en la cocina. Francesca Rigotti

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Filosofía en la cocina - Francesca Rigotti

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tomé el librito de mano del ángel y lo devoré. En mi boca era dulce como la miel. Mas cuando lo hube comido se amargaron mis entrañas.8

      También en el Nuevo Testamento abundan extraordinariamente las metáforas alimentarias. Basta echar una mirada al evangelio de Mateo: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios»; «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia»; «vosotros sois la sal de la tierra», o «semejante es el reino de los cielos a la levadura que tomó una mujer, y la mezcló con tres medidas de harina, con lo que toda la pasta fermentó». O bien véase el capítulo XIV del evangelio de Lucas, enteramente dedicado a comidas y banquetes, o el pasaje sobre «Jesús el pan de la vida» del evangelio según san Juan: «Yo soy el pan de la vida. El que a mí viene jamás tendrá hambre y el que en mí cree jamás padecerá sed... Yo soy el pan viviente... Y el pan que yo daré es mi carne...».9

      Asomados a una ventana abierta sobre el jardín de la casa donde vivían cerca de Ostia, en la desembocadura del Tíber (Ostia viene de ostium, boca, desembocadura), Agustín y su madre Mónica hablaban entre sí dulcemente dirigiéndose con la mente a Dios: «Dirigíamos los labios de nuestro corazón [os cordis] hacia aquella corriente celestial que mana de tu fuente». Sus pensamientos vagaban, pensando en el Señor, «a la región de la abundancia indeficiente, donde tú apacientas a Israel con el alimento de la verdad [veritate pabulo]». Hambre, pues, como inquietud y deseo, que buscan saciarse en Dios, porque Dios es, escribe Agustín, «pan interior», y la «verdad es alimento».

      A su vez, los escritos de Agustín son para Gregorio Magno «harina de trigo»; mientras que los suyos son tan solo «salvado». Además, según Gregorio Magno, hay que alabar la ciencia cuando, en el «vientre del espíritu», prepara un banquete que «rompe el ayuno de la ignorancia» (ignorantiae jejunium). Si Gregorio hablaba de «vientre del espíritu», Alain de Lille habla de «paladar de la mente» (palatum mentis) cuando procede a descomponer teológicamente la leche en tres sustancias, suero, queso y mantequilla, que corresponden a los tres sentidos de la sagrada escritura: histórico, alegórico y tropológico (metafórico). El suero corresponde al sentido histórico, porque su sustancia es común y el goce que comporta es escaso; el queso corresponde a la alegoría, porque es alimento sólido y sustancioso; la mantequilla, finalmente, corresponde al sentido metafórico, que es la parte más dulce y más sabrosa10.

      Avanzando en el tiempo, encontramos al autor que probablemente más se extiende sobre el tema de la «literatura alimentaria», Dante, que divaga muy extensamente sobre la cuestión en la Divina Comedia, pero sobre todo en el Convivio.

      En esta obra, explica Dante, se ofrecerán al lector, como «manjar» espiritual e intelectual, catorce canciones, acompañadas del «pan» del comentario. Sentados a la mesa «donde se come el pan angélico» (la referencia no debe considerarse blasfema; a mí este pasaje siempre me ha recordado el dulce «pan de los ángeles» que se prepara con la levadura de vainilla Bertolini), los afortunados asistentes al banquete se alimentarán de manjares selectos, acompañando el condumio con pan, un pan purificado de «máculas mundanas» con el «cuchillo del juicio»; aunque siempre se tratará de un pan de cereal inferior («cebada») porque está escrito en vulgar, y no de trigo, porque no está compuesto en latín11.

      Dejemos ahora a Dante ocupado en «administrar los manjares» y hagamos un recorrido por algunos autores de la literatura europea que utilizan en sus obras metáforas alimentarias.

      Petrarca, en una carta a Boccaccio de 1359, compara su aprendizaje de los autores latinos con la ingestión de comida, cuando explica que ha devorado los autores clásicos12. Montaigne se presenta, en cambio, como cocinero que regala al lector con el fricasé que ha preparado («todo este guiso que voy garabateando aquí no es más que un registro de las experiencias de mi vida...»)13. Béroalde de Verville, autor francés del siglo XVII, utiliza abundantemente la metáfora alimentaria en su lenguaje narrativo invitando al lector a probar, saborear y digerir el texto, además de beber el contenido de su obra, con ricas variaciones sobre el tema de la bibliofagia14.

      Pasemos ahora a escuchar los consejos que Tomás Campanella, filósofo y autor de poesías filosóficas, extendiéndose sobre el tema de la relación entre comida y letras, propone al poeta. Campanella le aconseja que sea «cocinero en el verso», o bien que sazone escrupulosamente sus composiciones poéticas con sabrosas anotaciones. Por otra parte, Campanella se sirve en abundancia de este imaginario, que le hace exclamar, por ejemplo, en la composición poética Anima immortale:

      Mi cerebro en un puño apenas cabe, y devoro

      tanto, que cuantos libros contiene el mundo

      no alcanzan a saciar mi apetito voraz:

      ¡cuánto he comido! y, sin embargo, de ayuno muero.

      Cuanto más me alimentan del gran mundo

      Aristarco y Metrodoro, más hambre siento.15

      Campanella, un voraz lector de libros, un bibliófago y logófago como muchos de nosotros, para quien toda lectura es un banquete y una mesa preparada, de la que se toma el libro/plato con las manos para devorar páginas y páginas ensartando las palabras con el tenedor del ojo. O para quien la despensa adopta el aspecto de una biblioteca que, en lugar de libros, contiene productos alimentarios, como en la ilustración del primer volumen del Almanach des Gourmands de Grimod de la Reyniére, editado a principios del siglo XIX (figura 1): en vez de volúmenes encuadernados, aparecen en los anaqueles toda clase de provisiones, desde el lechón a los patés y salazones, toda clase de golosinas acompañadas de un buen número de botellas de vino de excelente calidad, licores, tarros de fruta en aguardiente, verduras en aceite y en vinagre. A modo de lámpara, pende del techo un enorme jamón16.

      Leer es comer y escribir es cocinar: estas son las imágenes de que se nutren las metáforas alimentarias. Y a veces la coincidencia llega tan lejos, hasta ese punto de frágil equilibrio en que la metáfora se hace realidad, que podríamos llegar a pensar que basta con comer las letras para aprenderlas.

      En este sentido nos encontramos con todo el aparato pedagógico que aconseja dar de comer a los niños dulces, galle- tas, pan y pasta en forma de letras, para que aprendan de manera rápida y fácil el alfabeto. Lo recuerda Horacio en la primera sátira:

      ... ut pueri olim dant crustula bandi

      doctores, dementa velint ut discere prima.

      «Crustula», costrones, golosinas con forma de letras del alfabeto.

      Lo repiten François Rabelais en Gargantúa y Pantagruel, cuando el joven Gargantúa es instruido por un teólogo en las letras latinas con la ayuda de formas hechas de harina, y Oliver Goldsmith, novelista inglés del siglo XVIII, en El vicario de Wakefield, en la escena en que el propio vicario visita una casa y distribuye entre los niños letras del alfabeto elaboradas con pan de jengibre. Por no citar un delicioso libro para niños, que a mis hijos les encantaba, en el que se cuenta que la perrita de la casa, Martha, aprende a hablar precisamente comiendo la pasta de letras que dejaban los niños17. Posibilidad que me veo obligada a contemplar con cierta aprensión cuando se me ocurre darle al perro la pasta de letras que ha sobrado de los míos. En cualquier caso, es un hecho que aún hoy a los niños les produce un placer especial ir pescando de la sopa las minúsculas letras del alfabeto hechas de pasta, o morder las crujientes galletas alfabéticas que en algunos países se llaman, no sé muy bien por qué, «pan ruso».

      Por fortuna el apetito de lecturas, a diferencia del físico,

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