Misteriosa Argentina. Mario Markic
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A un costado de nuestra camioneta, hay una pequeña caleta, donde la sal no ha logrado cristalizar el agua. Se llama El Golfito y brinda refugio a una poblada colonia de flamencos rosados que llega en diciembre, con el verano, para volar hacia otros rumbos en el otoño. Walter comenta:
Este viento es permanente, en invierno sopla más fuerte. Los antiguos del lugar cuentan que cuando algunos subían a estos parajes, que estaban vírgenes, la laguna producía un aterrador sonido. Bramaba, como dicen ellos, y ese sonido tan poderoso se llegaba a escuchar hasta Jagüé. Lo que hacía la laguna era rechazar a la gente, la asustaba. Y a la vez se producían temporales de nieve súbitamente, que impedían a los visitantes permanecer en el lugar. De allí quedó la idea de que era una laguna brava por sus humores con los forasteros.
A unos trescientos metros de la orilla, se pueden observar los restos retorcidos de un avión Curtiss C-46 que tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia en abril de 1964 y que es también protagonista de uno de los tantos relatos que pueblan de realidad y fantasía los fogones de los arrieros. El avión, apenas reconocible porque ha sido desguazado, había salido de Lima y traía en la bodega ocho yeguas árabes de pura sangre, todas preñadas. Se salvaron los seis tripulantes y solo uno de los animales, que se escapó y se convirtió en leyenda. Durante años se ha dicho en La Rioja y otras provincias cercanas que los caballitos que ganan las cuadreras son hijos de la yegua que cayó del cielo.
Al rodear la laguna, nos encontramos con un refugio de piedra, que usaron históricamente los arrieros que cruzaban con ganado la cordillera. A lo largo de la ruta entre la Argentina y Chile hay catorce de estas construcciones de piedra y argamasa −mezcla de cal y tierra−, techo curvo y anchos muros, de paredes gruesas, y sin ventanas. Son casuchas circulares que semejan nidos de horneros. El ingreso dibuja la forma de un caracol para evitar la entrada del viento.
Lo llamativo de ellos es que están impecables y fueron construidos allá por 1860 y 1870, cuando eran presidentes Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, cuyo padre, justamente, fue un experto arriero y baqueano y transitó durante muchos años por aquellos senderos y pasos cordilleranos.
Al lado de la puerta de entrada y a la intemperie, hay una tumba de piedra medio abierta, en la que se observa el esqueleto de un hombre. Tiene una cruz que solo reza “El destapado”. Los lugareños y trashumantes solo saben que fue un arriero que cayó muerto apenas salió del refugio. El cadáver fue sepultado precariamente y, cuando yo anduve por ahí, todavía se le veían las botas que usaba el finado. Todos los que frecuentan el refugio se persignan antes de entrar para no contrariar el ánima del difunto.
Y por más que manos piadosas una y otra vez intentaron ocultar a los ojos el cadáver, misteriosamente, siempre aparece destapado...
Si la experiencia de Laguna Brava es intensa, llegar hasta Corona del Inca es un desafío superior, y no está recomendado para cualquiera que quiera hacerlo.
Nunca hay que ir en un solo vehículo hasta ese lugar, siempre hay que asegurarse de notificar el ascenso en Vinchina y, dentro de lo posible, hay que llevar alimentos, agua, bebidas calientes, chocolates y un tubo con oxígeno. Esto último es de vital importancia. Todas las veces que he sobrepasado los cuatro mil quinientos metros me sentí muy seguro sabiendo que tenía a mano el tubo y la mascarilla con oxígeno puro, porque una de las peores consecuencias del mal de altura es la sensación de ahogo, a lo que le sucede, inevitablemente, el aumento de las pulsaciones del corazón y, finalmente, un estado de pánico que puede ser contagioso entre los miembros del grupo. Todo lo registré en mi diario.
A las tres de la mañana está todo oscuro, como boca de lobo, y el pueblo de Villa Unión duerme. El equipo de expedicionarios ya está convenientemente abrigado y las camionetas van con el depósito de combustible lleno, además de bidones complementarios.
Pelusa, guía de montaña, va en una camioneta; yo, en otra.
Hay un monótono asfalto por delante, y nadie en la ruta 76. Tengo buena luz hacia adelante, y adentro, solo el fulgor azul de los instrumentos: velocímetro, demás relojes del tablero y el necesario GPS.
Por handy, Pelusa me informa: “Ya pasamos lo que es la precordillera, estamos cerca del cañón de Santo Domingo. Con un poco de luz tal vez podríamos ver algunos zorros, no mucho más. Ahora, las plantas ya están siendo cada vez más petisas. Cerca de los tres mil metros vamos a empezar a ver guanacos y por arriba de los tres mil seiscientos, las vicuñas. Después, nada”.
Con Pelusa hacemos alusión a la noche que no se va, a la Laguna Brava que está más adelante y a la relativa comodidad del viaje, que llega hasta aquí mismo. De ahora en adelante, me anticipa, vamos a encarar una de las grandes aventuras que hay en la Argentina.
Pelusa viaja con el baqueano Aldo Ruiz, que recogimos en Vinchina, un poco más allá de Villa Unión, y con el profesor Jesús Cerezo. También es de la partida Reinoso, el director de Turismo de Villa Unión, que viene conmigo.
Recuerdo que cuando empezó a clarear hicimos una parada. A lo lejos se podía divisar la inmaculada claridad de la Laguna Brava.
Al alba, Jesús me enseñó el panorama: “A la derecha –indicó− tenemos los volcanes, el Bonete Grande, el Bonete Chico, y se ven unas puntas del volcán Piscis, que es el volcán apagado más alto del mundo. Hacia allá nos vamos a dirigir para llegar al cráter Corona del Inca. Después vamos a ver el volcán Reclus y, más a la izquierda, el Veladero”.
Por el frío intenso di algunas vueltas alrededor de la camioneta y eso me agitó un poco. Así fue como empecé a usar el tubo de oxígeno que Pelusa me había dado para casos como este. El sol empezaba a trepar en el cielo, pero la temperatura bajaba.
Íbamos solos, absolutamente, en un escenario desolado, magnífico y desmesurado para dos camionetas. El GPS marcaba más de cuatro mil seiscientos metros cuando estábamos aún a quince kilómetros del cráter. Desde hacía horas no había nada vivo a la vista, ni vegetación ni animales. Nos faltaba todavía cruzar unos riachos congelados y parte del pedregal, donde las camionetas sufrían mucho y había que ir esquivando piedras filosas, trámite que nos retrasaba considerablemente la marcha.
Después, hubo que hacer un culto de la paciencia. Primero, un pesadísimo arenal, que solo puede atravesarse con camionetas con tracción en las cuatro ruedas, y después se nos presentaron otro interminable pedregal y un río congelado. Los miembros de la expedición debían bajarse para guiar a las camionetas. Mucha piedra filosa y traicionera, una tentación para las pinchaduras.
Finalmente, llegamos.
Me bajo de la camioneta. La imagen del cráter me sorprende. Ante mi vista tengo un gigantesco embudo que parece irreal. Camino despacio hasta el borde, y aun así estoy jadeando por la altura.
El GPS marca cuatro grados bajo cero. Con el viento que corre furioso, la sensación térmica es de once grados bajo cero. Estoy flameando como una bandera.
Estamos a cinco mil cuatrocientos metros de altura. Nunca en mi vida estuve tan alto. El grupo de volcanes y el muro de nubes que los entretapa conforman un espectáculo fantasmagórico. Todo lo que vemos da la idea de la superficie de un planeta muerto. Abajo, el viento sopla sobre la Laguna del Inca y forma una pequeña marea. La temperatura es shockeante; las nubes se mueven, amenazantes. Resulta algo así como incómodo estar en el cráter, se tiene una sensación de expulsión. Nos sacamos las fotos de rigor; no siempre uno llega a destinos semejantes.