Misteriosa Argentina. Mario Markic

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esa canción. Si estoy sola, me pongo a llorar. ¿Estuvo usted en el puente? ¿Vio el río desde arriba? ¿Si he vuelto yo al puente? No, ni me animo a volver. Por los recuerdos, ¿sabe? Era tan lindo todo No sé qué me sucedería. Él me cantaba la canción al oído”.

      No voy a hablar de las religiones populares, que en Corrientes tienen una potencia extraordinaria a partir del Gauchito Gil y San La Muerte, el santo pagano de los tumberos argentinos, pero sí de los mitos, co­mo el del Pombero, suerte de sátiro que persigue doncellas durante las siestas de fuego del verano y es solo uno entre decenas de duendes más o menos bribones que pueblan el imaginario correntino.

      Ahora está de moda decir que “Corrientes tiene payé”. Payé viene a ser como magia y, a la vez, embrujo. Así me lo explicó el historiador Jorge Díaz Colodrero en el amplio patio con aljibe de una casona de Goya:

      Es un hechizo que se materializa en un objeto. Y está la “payesera”, que hace el trabajo, la bruja. La payesera provee el talismán capaz de hacer prodigios. Por ejemplo, la pluma del caburé, que es un ave rapaz que se alimenta de otras aves más pequeñas a las que hipnotiza con su canto. Una pluma de caburé otorga una irresistible actitud de convocar el amor del otro sexo. Al varón que tiene una pluma de caburé le caen en los brazos las mujeres. Y hay payé para la guerra, sobre todo para salir victorioso en el duelo a cuchillos, que era muy común en el ámbito rural.

      Todas esas cosas provienen de la herencia del pueblo guaraní. En la zona rural el guaraní es el idioma coloquial dominante. En las ciudades, todavía se están formando los profesores para transmitirlo.

      Nadie dice que estuviera prohibido, pero era algo así como un idioma “vergonzante”. Idioma de gente baja, que venía de los indios: “Si usted habla guaraní, les advertían a los chicos −cuenta Díaz Colodrero−, no va a hablar bien el castellano”.

      De todo ello me habló en Goya el historiador, que me enfatizó, co­mo señalé antes, que cuando se desató la Guerra de la Triple Alianza la opinión pública estaba muy dividida:

      Había mucha gente que apoyaba a Solano López, y se entiende que fue una especie de guerra civil. Porque los correntinos, por cultura, por idioma, por raza, tenían más familiaridad con los paraguayos que con los porteños. Así que la guerra era cosa de los porteños. Fíjese que cuando Urquiza se pronuncia contra Rosas la única provincia que lo acompaña es Corrientes, y el estado mayor del Ejército Grande estaba integrado por treinta oficiales jóvenes correntinos. Sarmiento, que estuvo como periodista y cronista, porque hacía los boletines de la guerra, dice en uno de sus libros: “El idioma del estado mayor del ejército era el guaraní. Hablaban en castellano por cortesía cuando yo ingresaba”.

      El historiador también atribuye la idea de “República de Corrientes” a su condición mesopotámica, al forzoso aislamiento que causa el abrazo de los ríos Paraná y Uruguay, por la falta de puentes y caminos vinculantes.

      Por eso, muchas cosas de Corrientes se conocieron tarde en Buenos Aires, como el chamamé.

      No podía ser más humilde el origen de la música que, como el tango representa a los porteños o la chacarera a Santiago, identifica claramente a la correntinidad, porque, según Díaz Colodrero:

      El término significa algo que está sin terminar, como improvisado, algo no bien hecho. Según parece, un cantor paraguayo residente en la Argentina redactó los versos de una polca y se la mandó en una esquela a otro músico acá en Corrientes. Con cierta humildad le decía: “Te mando este chamamé para que lo examines y, si te gusta, para que lo toques”. Así parece haber sido el origen, como una cosa a medio hacer Sin embargo, nosotros estamos orgullosos del chamamé.

      A Corrientes le han pasado cosas muy singulares. Por ejemplo, en 1818, durante algunos meses fue gobernada por un personaje que provenía de Misiones y pasó como una ráfaga poderosa y fugaz en el escenario: el indio Andresito.

      Este señor, cuyo recuerdo aún aturde a los apellidos resonantes de la capital, entró con su ejército guaraní y puso a la provincia bajo la dominación del oriental José Gervasio de Artigas. “Andresito no es para nada querido en Corrientes −me aclaró Miguel González Azcoaga−, por lo menos en lo que respecta a la costa del Paraná. Su gobierno duró algunos meses, y aunque respetó a la iglesia y a los sacerdotes, hostigó a las familias más pudientes y mandó sus hijos a limpiar la plaza”. El director del Museo Histórico también precisó que, en los pocos meses que duró la usurpación del poder, motorizó ese tipo de revanchas, como meter presos a varios cabildantes; a otros, Andresito los secuestró y pidió rescate por ellos, “y fueron famosas sus borracheras y su manera despótica para ejercer el mando cuando estaba en ese estado”.

      Todo puede ocurrir en Corrientes.

      Es una pena que haya dejado de andar el “trencito económico” que aún se exhibe en Santa Ana, a quince kilómetros de la capital. Una verdadera reliquia ferroviaria. Era tan lento, que tardaba un día para recorrer algunos kilómetros. Viaje y aventura que narró excepcionalmente el periodista Rodolfo Walsh en la revista Georama, y del cual rescato un pasaje esclarecedor:

      El trencito paró junto al linyera que descansaba al costado de la vía.

      –Si venís de fogonero –le gritó el maquinista–, te llevo hasta Corrientes.

      El otro meditó antes de rehusar.

      –¿Sabe lo que pasa –dijo–, es que estoy apurado.

      Dicen que Corrientes tiene payé. Y eso significa que todos los que alguna vez visitaron Corrientes ya están como engualichados −tengan o no pasaporte correntino− y, más tarde o más temprano, volverán a esta tierra.

      4

      Laguna Brava y Corona del Inca

       En La Rioja, entre otras cosas, me sorprendieron dos: la historia de un angelito milagroso y el espectacular viaje hasta un fantasmagórico cráter ubicado a cinco mil cuatrocientos metros de altura

      La Corona del Inca es una de las aventuras más ambiciosas y desafiantes para todos aquellos que mueren por llegar con su vehículo bien lejos y bien alto, con una recompensa asegurada: se trata de un lugar remoto, solitario, virginal y sobrecogedor, que se alza a cinco mil cuatrocientos metros de altura.

      Para mí, es el premio mayor de una vuelta por el oeste riojano que debe incluir el Parque Nacional Talampaya, con sus formas de arenisca roja que parecen animales, monjes y piezas de ajedrez, y sus laberínticos pasadizos por el medio del gran cañón argentino. No es tan famoso a nivel mundial como el gran cañón del Colorado, pero es igualmente fascinante.

      El periplo incluye a Villa Unión como cabecera y, sin duda, una visita al cementerio local, donde tuvo lugar la extraña historia −una metamorfosis, diría− de Gaitán, el niño muerto que parece vivo.

      Y anoto también a la Laguna Brava −¡vaya nombre!–, a mitad de camino hacia la Corona del Inca, porque ese viaje, con sus abismos y colores, con sus peripecias, avatares y vicisitudes, es una aventura bien accesible.

      Villa Unión, en el oeste riojano, es un pueblo distribuidor; desde allí se puede ir en distintas direcciones, lo que le da características de estratégico.

      Sus vinos compiten con los de Chilecito, sobre todo el torrontés, aunque a menor escala, y hasta son más antiguos. Vale la pena demorarse un momento allí: cerca del poblado tiene lugares realmente hermosos como

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