Misteriosa Argentina. Mario Markic
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Misteriosa Argentina - Mario Markic страница 10
Antes de avanzar en el relato, es preciso aclarar lo de “angelito”. En el norte argentino, como herencia de la conquista española, y de acuerdo con una antigua tradición cristiana, si un niño bautizado muere antes de haber cumplido los siete años, como su alma está pura y libre de pecados, irá directamente al Cielo como angelito y desde allí intercederá ante el Señor para velar y proteger a la familia y a la comunidad donde vivía de enfermedades, pestes y otros males.
Para los creyentes, esta muerte se convierte en motivo de fiesta de despedida del angelito, una fiesta acompañada con oraciones, cantos, baile, juegos, comidas y bebidas. En ese tenor reza una copla santiagueña: “Cuando muere un angelito, en la tierra santiagueña no se llora, se baila. Las lágrimas podrían mojar sus alitas e impedirle volar hacia las alturas”.
En 1967, quince días antes de cumplir un año, Miguel Ángel Gaitán –hijo de Argentina Nery Olguín y de Bernabé Gaitán− murió de meningitis.
La leyenda empieza a desarrollarse siete años después, en 1973, luego de una violenta tormenta que se desató sobre Villa Unión y que, entre otras cosas, destruyó el túmulo de ladrillos y cemento que cubría el pequeño féretro del bebé.
El cuidador del cementerio descubre los destrozos y, al mirar el interior de la tumba, observa que el cadáver está intacto, como si Miguel Ángel estuviera dormido.
La tumba, por supuesto, fue reconstruida. Al tiempo, un día, el hombre comprueba que las paredes se habían caído misteriosamente, esta vez sin tormenta ni vientos huracanados de por medio.
Hubo una segunda reconstrucción de la tumba, pero los ladrillos volvieron a aparecer desparramados.
Fue entonces que los familiares decidieron dejar el cajón en el exterior.
Sin embargo, notaron que la tapa del ataúd había sido removida por la noche. La volvieron a cerrar una y otra vez, y aunque ponían objetos pesados sobre ella, como piedras y pesas de hierro, cada mañana aparecía removida. “Finalmente decidimos que Miguel no quería ser cubierto, quería ser visto”, me dice su madre, Argentina Gaitán, sin dejar de mirar el cuerpito y la cara como de plástico de su hijito.
Se trata de un bebé que se momificó naturalmente. Lleva más de cuarenta años muerto, pero desde 1990 la gente lo comenzó a considerar como milagroso, exactamente desde que el panteonero de Villa Unión le hizo una bóveda con vidrio. Esa fue la solución que encontró la familia para terminar con las tapadas y destapadas, y según expresa su madre, interpretando los deseos del angelito.
Al poder ser observado, la fama del niño milagroso se difundió por todo el país e incluso el extranjero.
La tumba es una urna de vidrio. Está repleta de flores de papel, de plástico, de estampitas y vírgenes.
El angelito, momificado, parece dormido. Lleva puesto un gorro blanco, que la madre cambia todas las semanas.
Desde aquella tumba que misteriosamente se derrumbaba y el féretro que se movía, todo ha cambiado. Ahora la cripta tiene dos plantas: el primer piso está lleno de juguetes. Y las paredes están repletas de placas de agradecimiento.
He visto cuadernos con anotaciones, diarios de chicas adolescentes. He visto familias que se inclinan ante la urna de vidrio trayendo osos de peluche y que obligan a sus chicos a mirar al angelito.
Todos se sacan fotos… y todos le sacan fotos.
Uno lee las cosas más insólitas. Hay papeles colgados donde un club de fútbol regional le implora que le vaya bien en el torneo, y hasta pide su intercesión un candidato a vicegobernador para que lo ayude en las elecciones.
Los adolescentes le piden por materias que adeudan en el colegio, aún de lugares tan distantes como Comodoro Rivadavia, y para recuperar amores perdidos en Eldorado, provincia de Misiones.
“Las ofrendas −me dijo Javier Reinoso, director de Turismo−, como para hablar fríamente, son como una contrapartida por los favores recibidos. Cuando el angelito hace un milagro o lo que la gente considera un milagro, ellos le dejan un juguete. Eso después va para las escuelas carenciadas de La Rioja; a esos lugares van a parar estos juguetes”.
Ahora, con el obvio permiso de ustedes, mis lectores, voy a apelar a las anotaciones de mi diario para contar mi viaje a Laguna Brava, y un poco más allá, hasta Corona del Inca.
He salido de Villa Unión de madrugada, cuando el sol está empezando a levantarse sobre los cerros del este para cruzarse hacia a las remotas soledades de la cordillera riojana.
La primera etapa del viaje es Vinchina, una localidad del antiguo poblamiento aborigen, que dejó un enigmático testimonio: en las afueras, asoma una enorme estrella dibujada en el piso con piedras rojizas, azulinas y blancas. No hay certezas sobre qué significa, pero muchos prefieren vincularla con cuestiones del más allá.
En ese antiguo sitio ceremonial de los pueblos milenarios, puntual, me espera Walter, el baqueano que va a guiarme en el ascenso, y de paso, me enseña las estrellas diaguitas. Explica: “Son cúmulos de tierra formados con piedra que fueron construidos por los indios: era su manera de agradecerle a la Pachamama por sus cosechas”.
Las estrellas son tres: una grande y dos más chicas. La grande es una figura de once puntas sobre un terraplén, hecha con piedras blancas, grises y rojizas y un diámetro de veintiocho metros.
El ascenso hacia la Cordillera será trabajoso y cansador.
La camioneta suma kilómetros y metros de altura zigzagueando en el imponente marco de la Quebrada de la Troya. Por aquí y allá asoman salientes en ángulo de noventa grados: los plegamientos son colosales. En el manejo hay que tener especial cuidado con los derrumbes que se producen cuando corre mucho viento o cuando llueve.
La caprichosa geografía sorprende en cada recodo del camino, la variedad de formas es algo indescriptible, y la imaginación vuela hasta concluir que un fantástico cataclismo ordenó las cosas tal como uno las ve.
Por cierto, es uno de los paisajes más hermosos de la Argentina.
Después de unos ochenta kilómetros de marcha hemos llegado a Jagüé, o Alto Jagüé, el último caserío del oeste riojano.
En este puesto hay que avisar a los guardafaunas que uno subirá hasta la Laguna Brava: “A las siete de la tarde, si alguien no ha regresado, salen a buscarlo”, aclara Walter.
Jagüé es un pueblo muy curioso. Toda la calle principal es como si fuera el cauce de un río; las veredas y las casas están a más de dos metros de altura de la calle. “Es que es un río −me reafirma Walter−, solo que ahora está seco. En época de lluvias, como enero y febrero, el agua baja por acá y a través de los años fue socavando el lecho más y más hasta lograr una diferencia de dos o tres metros de altura con los márgenes”. Es la primera vez que veo en un pueblo de la Argentina cuya calle principal es un río.
El punto culminante de altura es un camino de cornisa que llega a los cuatro mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. Da la sensación de que uno está en la puerta del cielo. La vista es como la paleta de un pintor: si uno mira hacia un lado, ve cerros verdes; hacia el otro, colorados, ocres, azules.
Este sitio endiabladamente hermoso se llama El Portezuelo y ahí va la camioneta,