Misteriosa Argentina. Mario Markic
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Dicen las lenguas y los libros que en esa casa de los Reinafé en Tulumba se urdió la trama del asesinato.
Lo velaron en la capilla de la posta de Sinsacate. La vi muy simple, austera y vacía, de nave única y espadaña de tres campanas. Aun así, estremece nomás entrar: el espíritu del Tigre de los Llanos parece ocuparla.
Sinsacate recibió a encumbrados personajes de la época colonial y de los tiempos de la Independencia: allí, por ejemplo, vivió José de San Martín cuando viajaba para hacerse cargo del Ejército del Norte.
Es una posta, acaso la más importante que queda en el país. Está construida con muros de piedra asentados en adobe, pisos de ladrillo y cubierta armada con maderas de algarrobo, acaña y tejas musleras.
El conjunto está formado por una larga serie de habitaciones cubiertas por una galería común soportada por pilares, y remata en el extremo norte con la capilla. En las habitaciones de la posta hay ahora recuerdos de la evolución histórica: se conservan baúles de los viajeros, acaso cofres; armaduras de acero, vetustas armas de fuego y, también, una pequeña colección de armas blancas.
Sinsacate está impregnado de magia y misterio. El circuito de las postas –o, como lo llaman en Córdoba, “el camino de la historia”– no presenta dificultades para recorrerlo y, en muchos de sus rincones, resulta saludable que se aparte de la bulliciosa ruta 9 para adentrarse en caminos vecinales donde reina el silencio en el aire y acompañan el polvo, el monte y la soledad.
En ese escenario más intimista, puede uno imaginar las recuas de mulas que iban a las minas de plata y oro del Potosí, y el trabajo sin descanso de los maestros de postas, de los aborígenes, los baqueanos y gauchos que llevaban las cargas, los arrieros, puesteros y comerciantes que aprovechaban las paradas para hacer negocios y, a la vez, ponerse al día con las noticias que llegaban.
Otra de las postas, cuando ya estamos a ciento ochenta kilómetros de Córdoba capital, es Villa de María del Río Seco. Allí nació el poeta Leopoldo Lugones, en junio de 1874.
Lugones fue el primero que, con pluma de periodista, describió el valor arqueológico −y turístico, se diría− de Cerro Colorado. En efecto la zona se caracteriza por las treinta y cinco mil pinturas que los indios comechingones y sanavirones hicieron en las cavernas del cerro, representando escenas de la vida cotidiana: costumbres, rituales, escenas de guerra, la representación del conquistador español montado a caballo y signos aún no descifrados. Imperdible.
No está lejos la posta de Santa Cruz, que también fue restaurada y puesta en valor por el gobierno de Córdoba. Se me apareció blanca, blanquísima en la luz dorada de la tarde. Con un viejo carro al frente, su galería, su inmaculada soledad, su techo de tejas, el aljibe… todo está allí, casi como entonces. Y la posta, tan paisajística que parece un cuadro.
Este paraje desolado fue la vía de escape trágica para el conde de Buenos Aires y penúltimo virrey del Plata Santiago de Liniers, que, cuando ocurrieron los sucesos de mayo de 1810, tramó una contrarrevolución desde Córdoba y llegó a dar forma a un ejército con cerca de mil quinientos conjurados antes de caer detenido a la vera del Camino Real. La historia posterior es conocida: Liniers y otros cabecillas fueron fusilados por orden de la Primera Junta. Volveremos sobre esto cuando el Camino Real nos aproxime al lugar de los hechos.
Entre posta y posta la distancia es de unos veinticinco a treinta kilómetros. La cosa funcionaba rutinariamente más o menos así: cuando un viajero llegaba a una posta, lo recibían con una comida −huevos, cabrito, cordero, carne seca y en algunos casos frutas secas o de estación− mientras los peones preparaban el recambio de caballos.
Por lo general, las habitaciones para el descanso eran apenas unos ranchos con techos de paja. El cargo de maestro de postas no era para cualquiera: tenía que saber leer y escribir, porque debía firmar los pasaportes del correo.
Su obligación principal era proveer caballos y tener dispuestos permanentemente dos postillones, que harían el viaje más seguro y por la huella adecuada. El postillón era un chico que acompañaba el viaje, guiándolo entre las postas; era auxilio y apoyo.
Antes hice referencia al poeta Lugones, que describió al mundo en 1903 el tesoro de Cerro Colorado. Y esta, prefiero insistir al respecto, es una visita imperdible para el viajero de hoy, porque, entre otras cosas, es uno de los centros arqueológicos más importantes de América del Sur.
Pero, además de eso, en un rincón de esos hermosos y profundos cajones levantó su casa argentina don Atahualpa Yupanqui.
Viajar por el Camino Real me permitió encontrarme con su historia. Si hay algo que siempre quise hacer, si hay alguien a quien hubiera querido conocer, es a ese hombre, y si hay un lugar que quería pisar, era esa, su tierra. En una palabra, “sentir” a Atahualpa Yupanqui y su mundo. Don Ata, que ha perdido ya su nombre artístico y el real. Que nació como Roberto Héctor Chavero, y se convirtió en el artista más importante del folclore argentino.
Y Cerro Colorado, que aún hoy es un pueblito lindo, sosegado, mínimo. El paisaje es bucólico: arroyos con lecho de piedras, aguas cristalinas y saltarinas que bajan de las sierras. En las orillas, montes de algarrobos, piquillines, quebrachos y matos.
La casa del artista está en la base del cerro. En el patio está su tumba sencilla, y a su lado, la de su amigo “El Chúcaro” –otro cuyo nombre de bautismo quedó en el olvido−, el gran bailarín de las danzas nativas.
Chavero mamó desde chico las tareas del hombre de campo, su psicología de silencios y soledades, el rigor del trabajo, la injusticia que rodeaba su vida. Los caminos llevarían a Yupanqui en la senda de las canciones anónimas y más antiguas, las que reflejaban el sentir de los hombres y mujeres de la Argentina profunda: el verdadero rostro de su patria. Sus experiencias, a partir de entonces, se hicieron universales, en versos sencillos, en el lenguaje propio de los humildes de la tierra, pero que encerraban hondos sentimientos repletos de sabiduría.
Puna, valles, sierras, toda esa inmensidad agreste cruzada por él a lomo de mula, hacia recónditos senderos detenidos en el tiempo: Don Ata anda y anda por la geografía generosa del norte argentino, y allí rescata coplas, descubre cantos y sonoridades y encuentra los motivos que lo inspiran. Yupanqui fue un paisano trashumante, dueño de una poesía despojada con la cual hizo una obra monumental. Su casa, con su río, ese refugio llamado El Silencio, en una altura desde donde se domina toda la quebrada geografía, parece ser un santuario.
Y es así nomás: el Camino Real enhebra poblados y parajes; es imperdible como paseo histórico, porque es como meterse en el túnel del tiempo, y recordar hechos y personajes que nos enseñaron en la escuela.
En la posta Pozo del Tigre, la última dentro de territorio cordobés y muy cerca de Santiago del Estero, se redactó el parte de la detención del ex virrey Liniers. Tres semanas más tarde, fue fusilado sin miramientos, lejos de allí, en otra posta del sudeste provincial. En esas soledades se para uno para cavilar bajo la sombra de algún sauce sobre este ingrato destino: cuatro años atrás, era el héroe, admirado y querido por todos, que había reconquistado Buenos Aires de las manos invasoras y ahora, un traidor que no merecía vivir. La ejecución se realizó para que no hubiera imitadores y para enviar un mensaje categórico: la Revolución no tenía regreso.
Por eso, la noticia corrió rápido por el Camino Real, el medio más veloz y efectivo para transmitir informaciones en aquel tiempo.
En otra posta, en lo que hoy conocemos como San Francisco Viejo,