Misteriosa Argentina. Mario Markic
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Enfundado en un buzo térmico de color anaranjado, embarqué con una sensación de inquietud y curiosidad.
En esos momentos uno tiene la sensación de que viaja a lo más recóndito del planeta, a la terra incognita, donde solo un puñado de argentinos conviven en una base militar lejos del afecto y el abrigo de la familia. Sueñan con eso durante todo un año, pensé, cuando el avión, después de cuatro horas de vuelo, hundió la trompa perforando la espesa capa de niebla para aterrizar. El procedimiento para hacerlo escapa a las reglas y a los manuales, y crea una atmósfera de concentración extrema en la cabina.
El avión se acerca con cautela y toda la tripulación está alerta. Los que van a bordo ven el cielo azul arriba, el cielo blanco abajo. El mar que apenas se adivina, en los desgarros de las nubes, con los témpanos gigantescos que la naturaleza fue modelando con los años. Es una imagen que parece irreal.
Desde el momento en que el Hércules rompe el velo nuboso, la consigna es “profesionalismo y mente fría”. Las manos tensas sobre los controles, los ojos bien abiertos, los sentidos alerta. Hay solo ochocientos metros desde el lugar del golpe con la tierra para que varias toneladas de metal se deslicen en la nieve y el barro.
El avión baja hasta sobrevolar el mar. La Base Antártica Gustavo Marambio –anteriormente Base Aérea Vicecomodoro Marambio− está sobre una isla pequeña, aunque es difícil comprobarlo porque todo está rodeado de hielo. Los veteranos antárticos siempre hablan de las malas condiciones climáticas que se dan sobre la base.
En efecto, la Antártida entera puede estar despejada, pero no Marambio, cubierta por una impenitente nubosidad. Al fenómeno local lo llaman “el capuchón”.
Como casi siempre el capuchón está sobre la isla, hay que ir volando a baja altura, mirando sin cesar la pared que se levanta del mar como un alto barranco y entonces, en el último instante antes de estrellarse, el piloto toma la altura necesaria para ver la cabecera y comprobar si han puesto los dos tachos con trapos embebidos en gasoil que arden como antorchas y señalan el comienzo de esa superficie imprecisa y blanca que llaman “pista”.
Cuando los ve, literalmente tira el pesado avión sobre la nieve y una vez que la rueda de nariz toca tierra comienza la difícil tarea de frenaje. Todo se hace rápido y como si fuera una emergencia: el avión se sacude, vibra con la fuerza de los reversores, hasta que se detiene muy cerca del borde de la isla, donde otro barranco señala el final de la carrera.
Uno baja y no solo siente frío −cuarenta o cincuenta grados bajo cero es lo normal− como nunca antes en la vida; inmediatamente después piensa que está abandonado a su suerte. Y todo se potencia cuando el avión rápidamente vuelve a despegar y se piensa: “Bueno, acá estamos, solos, a más de mil kilómetros del continente americano, rodeados por mares profundos y tempestuosos, donde nada parece amigable”. Uno comprueba dolorosamente que está parado sobre una enorme masa de hielo sin bosques, ríos o formas de vida compleja. Es un infinito desierto blanco.
Como dije, estuve dos veces en ese mundo extremo. La primera vez, en verano. Días largos, tan largos que no se puede dormir, con temperaturas apenas por arriba del cero y una luz transparente que dejaba ver a unos pocos pingüinos en la bahía cercana a la base.
El cruce no había sido fácil. El avión abortó –peligrosamente, los viví desde la cabina− tres intentos de aterrizaje, porque las nubes estaban al ras de la pista, de modo que tuvimos que regresar al punto de partida y volver al otro día. Y en ese segundo viaje, después de dos intentos fallidos, tuvimos que aterrizar en la base chilena Presidente Eduardo Frei −que está a una hora de vuelo− y esperar hasta que el capuchón se abriera; entonces sí, pudimos “hacer tierra” en Marambio.
Viajé con un importante equipo profesional y logístico, y tuve el honor y el orgullo de conducir la primera transmisión en vivo de la televisión desde la Antártida. Fue muy emocionante para mí y para la dotación de la Fuerza Aérea: por un momento tuvimos la idea de que no estábamos tan lejos de los nuestros y de que éramos parte de un hecho histórico.
La segunda vez fue en invierno. Juro que en aquellos días no se veía nada a tres metros de distancia y los vientos huracanados formaban remolinos con la nieve suelta, sobre un fondo oscuro y tenebroso: siempre era noche, y las temperaturas superaban los cincuenta y cinco grados debajo del cero de sensación térmica.
Todo se congelaba. Nos advirtieron claramente de algunas cosas esenciales. Permanecer a la intemperie poco tiempo, no salirse de las pasarelas con pasamanos que comunican las distintas instalaciones de la base y no dejar sin abrigo las manos ni las orejas. “Treinta segundos de exposición al frío son suficientes para que los lóbulos de las orejas se desprendan con solo un tirón no muy fuerte”, me alertó uno de los meteorólogos.
En invierno, salir a la intemperie significa exponerse a riesgo de vida. La última vez que estuve, me saqué el guante protector para despedirme del jefe de la base. La exposición, que habrá durado menos de un minuto, me trajo consecuencias: durante dos días estuve frotándome el arco que se forma entre el pulgar y el índice de mi mano derecha, paralizada por un dolor persistente.
La escasa luz nos hace vivir la angustia en carne propia: una tenue claridad se descorre a eso de las diez y media de la mañana y se va, con brutal decisión, alrededor de las tres de la tarde.
Marambio, es importante subrayarlo, es una isla. La parte alta, donde están la base y la pista de aterrizaje, es una meseta de doscientos cincuenta metros de alto, que tiene ocho kilómetros en su parte más ancha y dieciocho kilómetros de largo.
Las playas son de abruptos acantilados. Que se sepa, Marambio es el lugar de mayor acumulación de fósiles de toda la Antártida; por eso, no es casual que durante las campañas de verano haya, de modo permanente, científicos trabajando.
La primera vez que fui, encontré a un geólogo, al que le pregunté qué diablos podía investigar en ese mundo blanco. Me aclaró que allí se conservaba uno de los pocos perfiles completos del mundo del Cretácico y del Terciario. No por nada se habían encontrado en ese lugar el primer dinosaurio fósil y la primera flor fósil.
El geólogo me dijo, como si hubiera salido de un capítulo no publicado de El Principito: “El dinosaurio y la flor son importantes. No para datar la fecha de antigüedad: es por la delicadeza, por soñar con los procesos que se necesitaron para que ambos se conservaran. Por eso, yo como geólogo aquí busco un avance mirando el pasado. Buscamos lo distinto de lo normal”.
La Antártida tiene un lema: es difícil no volver. Uno de los hombres de la base, militar, llevaba más de veinte años en la Antártida. Quise saber el porqué y la respuesta fue contundente: “Porque aquí uno se mira más adentro que en ninguna otra parte”. Pensé entonces: Debe de haber algo enfermizo en él. No va a quedarse aquí para mirarse adentro. Pero no se lo dije. En ese corto silencio el hombre precisó su idea: “Encuentro en la gente mucha fe. Y eso me llena interiormente”. Definitivamente, era algo místico lo que lo impulsaba; lo que lo ataba y no lo dejaba ir.
La espesa capa de hielo que cubre a la Antártida enmascara sus dimensiones, su verdadero relieve. Todo es difícil, todo es frágil y provisorio. El clima cambia en cuestión de minutos.
Y todo es extremo, hasta el asombro de que es posible ver tres lunas y un sol que sale por este lado y se esconde por este otro y tomar contacto con una realidad única, los desprendimientos en verano de témpanos de noventa kilómetros de largo.
Una y otra vez me pregunté qué interés podría generar en un ente sociable como un ser humano esa inmensa desolación vestida de blanco; sin embargo,