Misteriosa Argentina. Mario Markic
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Los padres de la patria, José de San Martín y Manuel Belgrano; las espadas más temibles, Juan Lavalle y Gregorio Aráoz de Lamadrid; el final sangriento de Juan Facundo Quiroga; el fusilamiento del héroe de la Reconquista y traidor de la Revolución de Mayo, Santiago de Liniers; el cura confesor y amigo de Eva Perón, Hernán Benítez; los poetas exiliados Rafael Alberti y Pablo Neruda; un joven Ernesto “Che” Guevara y el patriarca del folclore argentino, Atahualpa Yupanqui: todos ellos, con distinta suerte, atravesaron los senderos y las borrosas huellas del Camino Real de Córdoba; conocieron y vivieron en sus postas, dejaron su impronta en pueblos y aldeas, y son parte ya de su rica y antiquísima historia.
En ningún otro lugar como en Córdoba puede admirarse el viejo camino que vinculaba el Alto Perú, las ricas minas del Potosí y sus estribaciones hasta el virreinato con sede en Lima con el Virreinato del Río de la Plata y su boca de salida al mar, Buenos Aires.
Resulta algo insólito, pero es así. A pocos kilómetros de una ciudad capital que pelea con Rosario el segundo puesto de ciudad más populosa del país, la ruta 9 conserva la traza –con algunos desvíos por caminos vecinales− que exhibía cuando los criollos se comunicaban a diario con el Alto Perú.
La he recorrido y experimenté la maravillosa sensación de haber sido testigo de los avatares de la historia. Porque fue camino del indio primero, lo usaron después los conquistadores y, más tarde, los ejércitos libertadores. Fue escenario de las sangrientas luchas entre unitarios y federales. Y por aquí y por allá, en iglesias y capillas de piedra, pero también en tajamares, viñedos y grandes extensiones de tierra para el cultivo y la ganadería −o sea, en lo que fueron sus factorías−, los jesuitas dejaron marcado a fuego su poder religioso y material.
Silencio y soledad dominan ahora los polvorientos caminos, ya no hay retumbo de entreveros, ni ruidos de sables y lanzas.
En el Camino Real de Córdoba nos queda el sereno horizonte de las sierras chicas, el sonido cantarín de los arroyos, los días plácidos y perfumados, los pueblecitos aletargados donde sobreviven el color local y los relatos de transmisión oral, que cuentan sobre duendes, hierbas afrodisíacas y de lo buen vecino que fue don Atahualpa Yupanqui, que tan bien describió su querencia en los versos de una canción simple y emotiva:
Caminiaga, Santa Elena, El Churqui, Rayo Cortado…
no hay pago como mi pago, ¡viva el Cerro Colorado!
Los cordobeses han recuperado ciento ochenta kilómetros de la traza original que reúne a las postas de mayor valor histórico: catorce de ellas retornaron a esa antigua función de paraderos para admiración de los turistas. Los primitivos hoteles ahora son museos de información histórica y arqueológica.
El Camino Real tenía un “maestro de posta” en cada una de las paradas. Era el responsable de proveer caballos y postillones –jinetes auxiliares− a los viajeros.
Las primeras postas, cercanas a la ciudad de Córdoba, han perdido la gracia de la antigüedad, porque quedaron apresadas por las urbanizaciones, pero desde Jesús María y Colonia Caroya, a unos cincuenta kilómetros de la capital provincial, ya es otra cosa.
En Jesús María, famosa por su Festival de Doma y Folclore, que se celebra en febrero, está la estancia jesuítica San Isidro Labrador, con su iglesia, la residencia y las bodegas, que conservan la magia de las construcciones de la época.
El caserío creció alrededor de la estancia con españoles, aborígenes, esclavos, mestizos y criollos.
El lugar está bien conservado y nos habla del poder que tuvo la orden en los siglos xvii y xviii en esta parte de América: hay que imaginarse que los campos cercanos estaban repletos de ganado. Y otra cosa curiosa: la producción de vino se desarrolló a tal punto que su fama llegó hasta la mesa real de Felipe V en Madrid, quien degustó el Lagrimilla, un exquisito vino elaborado en Jesús María.
Caroya, que ronda los veinte mil habitantes, fue fundada por colonos italianos en 1878 y está a unos seis kilómetros de Jesús María. Pero, para ingresar, uno tiene que atravesar una calle de diecinueve kilómetros de largo flanqueada por plátanos: con razón, los caroyenses dicen que es la calle arbolada más larga del mundo.
También dicen que tienen el mejor salamín del planeta y sus alrededores, y también puede que sea cierto.
En la Casa Histórica de Caroya funcionó una de las estancias de los jesuitas, y a partir de 1814, la primera fábrica de armas blancas del Ejército de la Independencia.
Sin seguir exactamente la antigua traza del Camino Real pueblo por pueblo, un día luminoso de fines del invierno llegué a Villa Tulumba, un lugar inolvidable.
El pueblo, quieto. Abajo, las calles vacías, adoquinadas; arriba, las tejas de los techos en las casas antiguas, pero recién pintadas en tonos de color pastel. Los árboles estaban desnudos, pero la atracción era la arquitectura de esas casas bajas, de aspecto colonial. Con sus balcones con rejas y las celosías que resguardaban las ventanas. Los faroles, al atardecer, encienden los recuerdos. Y la iglesia del Rosario, claro, que, situada en el corazón de la villa, parece regir los destinos de Tulumba.
Según recuerdo, tenía un gran fresco en la cúpula con un ojo de luz en el centro, y en la sacristía, porque solo lo sacaban para Semana Santa, un Cristo doliente de madera, articulado y ensangrentado, de ojos verdosos y rostro mestizo: tal vez, el modelo haya sido alguno de los indios sanavirones. Y tiene un tabernáculo espléndido, con monograma de la Compañía de Jesús. Una pieza tallada en cedro paraguayo, considerada una obra maestra del barroco, que anduvo por cuatro iglesias antes de quedar en Tulumba.
Al lado, la placita lleva el nombre de José Márquez, el primer tulumbano que murió por la patria en el combate de San Lorenzo.
Aunque no está justo en medio del Camino Real, está cerca: Villa Tulumba, pueblo de 1675, tiene un aire muy especial con su luz, sus esquinas, sus rincones, ese plácido entorno. Deslumbrante y sencillo a la vez, sobre todo en Cuatro Esquinas, el lugar de encuentro y reunión de amigos y parada de muchos artistas plásticos que siempre están pintando en ese lugar.
Si fue muy importante en el remoto pasado −era el lugar de engorde de mulas, vacas y caballos que se llevaban al norte− y después languideció, curiosamente ese adormecimiento ahora la ha hecho resurgir con una “chapa” notable: como el pueblito que más se parece a sí mismo.
Por eso, supongo, cuelga, para que todos lo vean y que nadie osaría cambiar, un cartel –una artística mayólica− con una leyenda: “Lindo el nombre, bello el pueblo, buena gente, fragante el pan. Quien le ame por todo ello, deje las cosas como están”.
Recorrer sus calles implica conocer los mágicos senderos de la historia, admirar los paisajes de casitas coloniales que surgen del empedrado, introducirse en un mundo de dominio religioso, pugnas políticas y leyendas de misterio.
Está, por ejemplo, la casa de Hernán Benítez, porque aquí nació y vivió el cura que fue confesor y amigo de Eva Perón. Y la de los Reinafé, los hermanos que gobernaban Córdoba cuando mataron a Juan Facundo Quiroga.
Porque esas cosas tiene el Camino Real. Uno de los sucesos más conmocionantes en la vida política del país ocurrió cerca de allí, en un paraje polvoriento denominado Barranca Yaco, donde una partida encabezada por el gaucho Santos Pérez emboscó y asesinó al caudillo riojano Facundo Quiroga. Las nueve cruces que pusieron al costado del camino testimonian la masacre.
El temible jefe federal regresaba