Misteriosa Argentina. Mario Markic
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Es cierto, porque… ¿en qué piensa uno cuando se va a dormir con el viento soplando a doscientos kilómetros por hora? Yo mismo lo pensé, atemorizado en medio de la noche, tapado hasta la cabeza, escuchando el silbido en las salientes de los techos, sintiendo el batir de las ventanas, cuán solo estaba en ese mundo desolado y hostil: soñé que vivía en un gigantesco bloque de hielo que esa misma noche se desprendía y comenzaba a navegar como un barco errante y condenado.
La Base Marambio es la puerta de entrada al sector antártico que reclama la Argentina.
Antes de que los argentinos le pusieran el nombre de un militar que se animó con los primeros vuelos de reconocimiento en 1951, y que se habilitase la base en 1969, ese pedazo de tierra se llamaba “Isla del Diablo”. Pero atención: la parte plana, de meseta –donde está la base, con una docena de galpones rojos−, solo ocupa tres kilómetros de largo por uno de ancho. Y ahí está la pista, claro. Y el avión nunca se queda en la Antártida. Descarga, carga y se va, aunque en verano puede darse el lujo de apagar los motores, cosa que no ocurre, bajo ningún concepto, en invierno. Los fluidos se congelarían inmediatamente por las bajas temperaturas. Al respecto, debe tenerse en cuenta que si hay una temperatura de treinta grados bajo cero y sopla un viento de sesenta kilómetros, se produce una sensación térmica de sesenta grados bajo cero.
El agua, desde luego, no falta, pero es trabajoso obtenerla. Una pala mecánica trabaja todos los días cargando nieve y volcándola en un piletón de tres mil litros de capacidad que es calentado por una caldera. Por eso, el combustible es el oro en la Antártida. Si faltara, todos morirían de frío.
¿De dónde viene su nombre? Veamos. Del griego artkos (oso) derivó Ártico y anti-arkos (Antártico) al sur de la estrella polar, en la Osa Menor.
Todo es sorprendente en el continente blanco, en cuyo subsuelo se presume que hay desde petróleo hasta yacimientos de hierro, plomo, uranio y zinc.
La Antártida se formó hace quinientos millones de años. Era un todo junto con África, América, Australia e India, un inmenso continente al que científicos y geólogos bautizaron Gondwana. Cuando se originaron los continentes actuales, la Antártida conoció climas subtropicales antes de quedar establecida en el polo sur, donde se congeló. Sin embargo, hasta hace unos ocho millones de años, fue una selva, lo que explica la extraña presencia de aquellos furtivos cazadores de dinosaurios durante los largos días del verano. No por nada, durante la campaña de verano trabaja Rodolfo Coria, el descubridor del Argentinosaurus, el dinosaurio más grande del mundo. Él me anticipó que, en breve, espera tener anuncios sorprendentes para hacer.
Llegar a la Antártida es llegar al confín de la tierra. Al lugar más virgen del planeta. En ese mundo vacío, no hay dinero que valga, ni codicia, ni ambición, ni asesinatos, ni perros, ni mosquitos. Y decirle adiós es como despedirse de la infancia. Ese lugar extraño al que ya no se regresará jamás y al que, sin embargo, siempre se vuelve.
¿A qué vienen los que vienen a la Antártida? Son voluntarios, es cierto; militares, la gran mayoría, que obtienen un plus por el destierro, el desarraigo, la falta de todo durante un año. Y que, antes que nada, son sometidos a un riguroso examen psicofísico. Y habría que agregar que, sin embargo, van por un impulso vanidoso: es un desafío que afrontan pocos, una empresa épica que los convierte en héroes, luchando contra los elementos desatados y contra los propios fantasmas de la soledad y la locura.
Yo mismo, aunque solo pasé diez días de mi vida allí, experimenté algo de esa vanidad: fui protagonista de un hito de las comunicaciones en el continente helado. Estoy en la lista de récords y, la verdad, me siento muy orgulloso de ello.
Hay media docena de bases argentinas permanentes en la Antártida, y algunas más que operan temporalmente en verano. En Marambio, cada año una dotación de treinta y tres veteranos deja la posta a otros tantos que renovarán el desafío.
Cada dotación, cada camada, deja una frase que abrevia, desde lo emocional, la experiencia. Recordé una que dice: “No es raro que quieras irte de aquí; tampoco es extraño que quieras volver”.
Muchos países −entre ellos, la Argentina− reclaman la soberanía sobre territorios antárticos, pero ese es un tema congelado por el Tratado Antártico. La letra también prohíbe contaminar el continente y conmina a mantenerlo en su estado natural. Le ecología ha calado fuerte, porque la Antártida es la mayor reserva de agua dulce del planeta. Había perros allí años atrás, pero hubo que retornarlos al continente. Ese tratado prohíbe la introducción de fauna y flora, excepto para experimentos científicos, bajo estricto control.
No es fácil saber por qué hay seres humanos que viven en un lugar como este, aunque creo que es una combinación de motivos.
Los soldados son los únicos que se quedan a vivir todo el año; hay que ser joven y tener espíritu espartano para aguantar esas condiciones. La verdad es que la mayor parte del año no tienen mucho para hacer, fuera de asegurar la supervivencia a través de la comida, la calefacción y el funcionamiento de las cosas. Pero prestan ayuda a los científicos –biólogos, paleontólogos y otros− y apoyan sus estudios sobre recursos minerales, medio ambiente, observaciones glaciológicas, de la capa de ozono y la radiación ultravioleta. Eso hacen; además de sentar precedente de ocupación por si algún día se descongela el tratado y cambian las reglas del juego.
Un día, volví al continente americano.
Todo es rápido en la partida. El avión se estremece sobre el suelo nevado −la pista de ripio es corta, peligrosa− y, a plena potencia de sus cuatro motores, el avión carretea y levanta vuelo con lo justo. De hecho, los viejos aviones usaban cohetes descartables para ayudarse a despegar.
En la profunda meditación que promueve el vuelo de regreso, sobreviene una temprana nostalgia, se agolpan los recuerdos, todavía frescos, de la estadía. Como los del cura itinerante, por ejemplo, peregrino de la nieve, que recorre unos veinte mil kilómetros por mes, desde Viedma hasta el polo llevando un poco de espiritualidad a esa gente sola. O los del hombre que nunca se va, acaso porque ese es su lugar en el mundo.
Tal vez porque la Antártida, fría y solitaria, devuelve al continente hombres distintos, que quedan flechados tras el encuentro. Uno de ellos llegó al polo sur en 1965 –en la mítica expedición encabezada por el coronel Jorge Leal− y ahora estaba de vuelta, mirando viejas fotos ya amarillentas. Él era un anciano, pero no quería irse de este mundo sin regresar al otro, el que había marcado su vida como adulto.
Algo hay en la Antártida, un indescifrable misterio, una atracción que los engancha y no los suelta. El hombre que acompañó a Leal recordaba muy bien sus vivencias de 1965 en las cercanías del polo sur: “He visto fenómenos atmosféricos como en ninguna otra parte del planeta. El sol, poniéndose en el horizonte como un pilar de luz; he visto dos arcos iris en el horizonte; he visto nueve soles en el cielo, por un fenómeno que se llama parahelio; he visto auroras australes. He visto todo lo que tenía que ver en el mundo”.
Mientras el avión ronronea a velocidad crucero sobre el ancho pasaje de Drake, me viene a la memoria la frase que alguien colgó sobre un letrero en el comedor de la base: “Cuando llegaste, no me conocías, cuando te vayas, me llevarás contigo”.
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El antiguo Camino Real de Córdoba