Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie Ferrarella
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En cualquier caso, no era buena idea despertarlos a esas horas.
Entró en la casa, se dio una ducha rápida y se metió en la cama, agradecido de que fuese la suya y pensando que, aunque durmiese en ella también al día siguiente, el mundo no tenía por qué acabarse y que, probablemente, su humor se lo agradecería.
Golpeó la almohada varias veces hasta que adoptó la forma deseada, cerró los ojos y se quedó dormido en cuestión de segundos.
Y se despertó con…
¡Había sonado como si una bomba hubiese caído encima de su casa!
Se incorporó, con el corazón latiéndole a toda velocidad.
Debía de habérselo imaginado, porque la casa seguía en pie.
No se le había caído nada en la cabeza. No oía nada.
Sacudió la cabeza y volvió a tumbarse, y casi se había dormido otra vez cuando oyó un fuerte crujido justo fuera de su ventana.
—¿Qué demonios ha sido eso? —murmuró. Y se puso los pantalones del pijama que guardaba en el cajón de la mesita de noche para cuando Peyton estaba allí.
Bajó corriendo las escaleras y fue a la puerta principal.
¿Quién iba a querer bombardear Highland Park?
Salió gruñendo de la casa y se encontró con un grupo de hombres con cascos, un par de máquinas enormes y ruidosas y con su jardín que parecía haber sido bombardeado. Había ramas por todas partes. ¡Todavía no eran las seis y media de la mañana y alguien había bombardeado su jardín!
Fue hacia el tipo que estaba más cerca dispuesto a cantarle las cuarenta cuando oyó la voz de Audrey que lo llamaba y la vio avanzar corriendo hacia él. Lo agarró con fuerza para llevárselo. Movía los labios, pero Simon no entendió lo que decía.
—¿Qué demonios está pasando? —le preguntó, enfadado. Habría dicho algo mucho peor, pero estaba intentando mejorar su lenguaje por Peyton.
—¡Ven aquí! —gritó Audrey.
Él volvió oír el mismo estruendo que en la cama y una enorme rama cayó en el suelo detrás de él. Se dio la vuelta y la miró con la boca abierta. ¡Casi lo habían matado en su propio jardín!
—¿Qué demonios están haciendo, cortando ramas así, cuando hay gente por el medio?
—Están podando los árboles —espetó ella—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?
—¡Vivo aquí! ¡Es mi casa! ¡Pensé que alguien estaba bombardeando el barrio!
—¿Bombardeando el barrio? —repitió ella, haciendo que sonase como una ridiculez.
—Eso me ha parecido cuando me han despertado —añadió él a gritos—. ¡Podían haberme matado!
—Ya lo sé. He sido yo la que te he apartado —dijo Audrey.
Uno de los tipos con casco se acercó a ellos corriendo.
—¿Qué demonios está pasando? —le gritó a Audrey.
Simon se interpuso, decidido a parar aquello en ese mismo instante. No iba a permitir que nadie le levantase la voz a Audrey.
Ella debió de imaginarse lo que iba a pasar, porque se colocó entre los dos hombres y levantó una mano para que Simon no se acercase más al otro.
Él se quedó paralizado al notar la palma de su mano en su pecho desnudo.
Capítulo 5
PARA Audrey fue como si se hubiese quemado.
Bueno, primero se sintió aterrada y, luego, le dio la sensación de haberse quemado. Y no era una quemadura mala, pero buena, tampoco.
Mantuvo la mano en su pecho desnudo sólo el tiempo suficiente para detenerlo y lo miró a los ojos como solía mirar a su hija cuando se ponía cabezota. Luego, se volvió hacia el otro hombre y le dijo que ella se encargaría de Simon.
—Dile que se mantenga alejado de la zona de trabajo —dijo el obrero—. Supongo que no hay nadie más en toda la propiedad, ¿no?
—Por favor, dime que tu hija no está aquí —le pidió ella a Simon.
—No.
—Y que no… quiero decir… que no hay ninguna mujer en casa.
—¿Una mujer? —repitió él, arqueando una ceja.
—Simon, no seas tonto. Pensé que esa rama iba a caerte en la cabeza y, aunque estoy segura de que la tienes muy dura, no creo que hubiese soportado el golpe.
—Lo siento —dijo él, aunque sus palabras no sonaron a disculpa—. No todos los días está uno a punto de morir en su jardín, y luego lo acusan de acostarse con… alguien. Es cierto que me acuesto con mujeres, pero anoche, gracias a Dios, estaba solo.
—No hay nadie más —le confirmó Audrey al otro hombre—. Sólo él.
Y luego tuvo que volverse de nuevo hacia Simon, que estaba impresionante, sin camisa, todavía respirando con dificultad y con unos pantalones de pijama que se le sujetaban de manera muy peligrosa a las caderas, dejando al descubierto las bonitas líneas de su pecho y abdomen.
Audrey necesitó respirar hondo. Otra vez más.
Entonces se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente.
Al menos, ya había apartado la mano de su pecho.
La palma seguía quemándole, como si la huella de su piel siguiese allí.
Era su jefe.
Y era aún más atractivo de lo que ella había pensado. Y le había gritado como si fuese su hijo.
—Me dijiste que me ocupase de esto cuando tú no estuvieses aquí, ¿recuerdas?
Simon asintió.
—Me sugeriste que le preguntase a la señora Bee, ¿recuerdas?
Él volvió a asentir.
—Bueno, pues lo siento, pero he hecho lo que me dijiste que hiciera, y se suponía que tú no tenías que estar aquí esta mañana. Se suponía que no volverías hasta mañana por la noche.
Él pareció enfadarse todavía más. Seguía respirando con dificultad, todavía estaba impresionante, todo despeinado y con cara de sueño, y con toda aquella piel brillando bajo la luz del sol.
Audrey