Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie Ferrarella

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Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella Omnibus Julia

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a correr esta mañana y está agotado.

      —Me parece difícil de creer —insistió Simon, luego se quedó en silencio y Audrey oyó que anunciaban un vuelo por la megafonía del aeropuerto—. Es el mío. Tengo que irme. Sólo quería saber que todo iba bien, que no te habías hecho daño, ni te lo había hecho el perro.

      —No, estoy bien.

      —La señora Bee me ha dicho que esta mañana casi no podías andar cuando volviste de darle el paseo a Tink. Creo que han tenido que llevarte a casa.

      —Ah, no ha sido nada. Me dejé llevar y corrimos demasiado. Me dio un calambre, no fue culpa de Tink.

      —¿Estás segura? Porque no permitiré que ese animal le haga daño a nadie…

      ¿Estaba preocupado por ella? ¿O sólo buscaba una excusa para deshacerse del perro?

      —Tink no es malo. Y es inteligente, pero no sabe cuándo debo dejar de correr para no hacerme daño.

      —Está bien, si tú lo dices. Por cierto, ¿cómo va mi jardín?

      —Lo estaba estudiando. Me da la sensación de que hace años que no se talan los árboles…

      —¿Quieres cortar mis árboles? A mí me gustan. Son grandes, frondosos y verdes, ¿recuerdas? Eso es precisamente lo que quiero.

      —Sí, pero hay ramas que están justo encima de la casa. Si se cayese alguna podría causar muchos daños.

      —Está bien, tienes razón, pero no los tales.

      —Sólo quiero que los poden.

      —Está bien. Hazlo.

      —Harán mucho ruido. Tendrán que venir varios hombres, un camión…

      —Entonces, hazlo cuando yo no esté allí. Háblalo con la señora Bee, ella conoce mi agenda.

      —De acuerdo.

      —Y cuídate —añadió Simon, casi con preocupación.

      —Lo haré —y luego, sin pensarlo, terminó—: Nos vemos el viernes.

      Como si estuviese deseando verlo.

      Se sorprendió a sí misma.

      Él no pareció darle importancia, se despidió y colgó.

      Volvería a casa el viernes.

      Pero a ella le daría igual.

      Simon llegó a la puerta de embarque, pero, a pesar de que hubiesen anunciado el vuelo, todavía no estaban embarcando.

      «Qué rabia», pensó.

      Deseó estar en su despacho, en la ciudad, y en su casa, en vez de tener que esperar para subirse a un avión y luego pasar la noche en un hotel.

      Le sonó el teléfono. En la pantalla, apareció el número de la señora Bee.

      —¿Sí, señora Bee?

      —Está sentada sin hacer nada en el jardín, mirándolo todo. Ella y ese animal.

      Simon deseó estar allí para ver al perro tranquilo, tumbado en el césped, y a Audrey, probablemente cruzada de piernas a la sombra de uno de sus enormes árboles que iba a talar. Se imaginó a la señora Bee espiándola desde una ventana, con el ceño fruncido.

      Tuvo la sensación de que le habría gustado verlo.

      —¿Qué hay de malo en ello?

      —Es… extraño. ¿No averiguaste qué es lo que hizo para que la acogiese en su casa esa mujer a la que tanto le gustan los delincuentes y que a ti te cae tan bien?

      —¿Que le gustan los delincuentes? —Simon rió. La señora Bee era capaz de hacer parecer mala a cualquier persona que no le gustase.

      —Marion Givens es experta en meterse en problemas, y lo sabes. Y ahora te ha convencido para que contrates a una mujer que está en tu jardín reconociendo el terreno…

      —¿Reconociendo el terreno? ¿Piensas que va a robarnos?

      —Eso me parece.

      —Lo que va a hacer es arreglar el jardín, ¿recuerdas? Y tiene que estudiarlo antes si queremos que haga un buen trabajo.

      La señora Bee resopló con desaprobación.

      —Creo que ha encantado a ese animal.

      Simon volvió a reír.

      —No encuentro ninguna otra explicación a su comportamiento.

      —¿Crees en la brujería, señora Bee?

      —Por supuesto que no. Ya sabes lo que quiero decir. No es posible que lo haya conseguido con sólo chasquear los dedos, aunque eso es lo único que ha hecho desde que ha llegado aquí. ¿Cómo lo ha hecho?

      —No lo sé y no me importa, siempre y cuando funcione.

      —Bueno, pues yo no me fío de ella —dijo la señora Bee—. Y no puedo creer que tú lo hagas.

      —¿Te preocupa que me embruje a mí también?

      Eso era imposible, después de su primera experiencia con el matrimonio.

      Aunque no le importaría que Audrey intentase embrujarlo.

      —Te gusta —lo acusó el ama de llaves. Y maldijo a todos los hombres y a su falta de capacidad de razonamiento y fuerza de voluntad cuando una mujer bonita se les ponía delante.

      La señora Bee era la única mujer del mundo que se atrevía a hablarle así.

      —Intentaré mantener la cabeza en su sitio en todo lo relativo a Audrey, te lo prometo.

      —Y yo no voy a perderla de vista —dijo ella.

      —Está bien —contestó Simon, todavía divertido cuando colgó el teléfono.

      No necesitaba que la señora Bee lo protegiese.

      Sólo había visto a Audrey una vez y habían hablado de trabajo, y del perro.

      No podía estar enamorado tan pronto. Además, él nunca se enamoraba. Y ella debía de sentir mucho respeto por él, dada su reputación profesional. Eso le evitaba muchas conversaciones inútiles, le ahorraba tiempo y, a menudo, aburrimiento.

      Y, no obstante, la había llamado en cuanto había tenido una excusa, y estaba deseando volver a casa en vez de estar trabajando, aumentando su impresionante cuenta bancaria.

      Ésa era la única manera de mantenerse a flote, ya que en su vida no había otra cosa que no fuese Peyton.

      Aguantó otras treinta y seis horas más de viaje y luego decidió mandarlo todo a hacer puñetas y volver

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