Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie Ferrarella

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Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella Omnibus Julia

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4

      A AUDREY la despertaron muy temprano los húmedos lametazos de Tink. Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba tumbada en el sofá.

      —Vaya —se quejó, le dolía la espalda y el cuello.

      Tink dio un ladrido y le sonrió.

      Ella suspiró y miró por la ventana. Todavía estaba amaneciendo.

      —Bueno, supongo que no está mal que empecemos el día tan temprano —le dijo al animal—. Dame unos minutos e iremos a correr, te lo prometo.

      Se levantó del sofá y fue dando tumbos hasta la puerta. Dejó que el perro saliese a hacer sus necesidades y ella se lavó los dientes, se puso un chándal y zapatillas de deporte y fue hacia la puerta.

      Tink la estaba esperando al otro lado, sonriendo de oreja a oreja.

      Audrey buscó su correa y se la puso.

      —Bueno, tenemos mucho trabajo por hacer —le dijo, haciendo una lista en su mente—. Lo primero, iremos a correr.

      Echó a correr despacio, en dirección contraria a su antigua casa. Hacía fresco, pero el sol ya brillaba entre los árboles. Se cruzaron con otras personas que iban corriendo, con otros perros.

      Tink parecía encantado. Y ella esperó llegar pronto al mismo estado. Llegar al punto en el que dejaba de pensar, en el que la necesidad de respirar, y el sonido de su propio corazón, la brisa en la cara y el ritmo de sus pies golpeando el suelo, lo eran todo.

      Quería estar en paz.

      Si corría lo suficiente, si se cansaba, podría por fin estar en paz.

      Esa mañana lo consiguió, así que corrió hasta que le dio un calambre y tuvo que parar. Se dejó caer en un banco enfrente de la heladería, con Tink a sus pies. Audrey intentó estirar la pierna sin levantarse, porque la otra pierna se había quedado casi sin fuerza.

      La gente estaba empezando a salir a la calle. Un par de niños que iban al colegio se detuvieron a acariciar al perro. A Audrey le pareció ver a una mujer que conocía del colegio de Andie, pero no estaba segura.

      Cuando por fin se le pasó el dolor, se levantó y dio un par de pasos.

      —Nos hemos superado mucho esta mañana —le dijo a Tink—. Creo que voy a tener que volver a casa cojeando. Espero que tú también estés cansado.

      Fue avanzando despacio, y no llevaba mucho andado cuando se detuvo un coche a su lado.

      Un adolescente salió de él. Era Jake, el amigo de Andie.

      —¿Señora Graham? ¿Está bien?

      —Ha sido sólo un calambre, Jake. Estamos bien.

      Él dudo antes de preguntarle:

      —¿De verdad ha venido a vivir por aquí?

      —Sí.

      —¿Quiere que la llevemos?

      —Jake —lo llamó el conductor del coche—. Tenemos que ir a clase.

      —Tenemos tiempo —le contestó él—. De verdad —añadió, mirando a Audrey.

      A ella le dio la impresión de que quería hablarle, así que aceptó. Jake se subió al asiento de atrás y ella fue delante, con el perro a su lado, sentado en el suelo. Jake la presentó a su amigo como la madre de Andie. Audrey les indicó dónde vivía y les agradeció que la llevasen.

      Al llegar delante de la casa, Jake silbó, impresionado.

      —Guau. ¿Vive aquí?

      —Trabajo aquí —respondió ella mientras salía del coche.

      —Andie está muy disgustada con su vuelta —comentó Jake.

      —Lo sé. Y lo siento, pero tengo que intentar arreglar las cosas con ella, Jake.

      Él asintió.

      —No sé si la perdonará, pero… la verdad es que no es feliz viviendo con su padre y su novia.

      —Ya lo imaginaba, pero gracias por confirmármelo, y por ser su amigo. Y siento todo lo que pasó el otoño pasado. No tenía derecho a involucrarte a ti también.

      Audrey se había emborrachado en una fiesta y había montado todo un numerito. Andie había llamado a Jake para que las llevase a casa. Él, que por aquel entonces todavía no tenía el carné de conducir, había tenido un accidente con el coche de su tío cuando llevaba a Audrey, que estaba inconsciente, al hospital. A ella le seguía pareciendo un milagro que los tres hubiesen salido ilesos.

      —Mi tío dice que fui yo quien tomé la decisión de ir.

      —Pero fui yo quien te hizo tomar esa decisión. Lo siento.

      —Ya lo sé. Recibimos su carta.

      —Bien. Gracias por traerme. Si Andie o tú necesitáis algo, ya sabéis dónde estoy. Vivo encima del garaje. Podéis venir cuando queráis.

      Jake se montó en el coche y Audrey observó cómo se alejaba. Luego, fue cojeando hasta su apartamento.

      Estaba sentada debajo de un árbol en el jardín delantero, estudiando la casa, la situación de los árboles más grandes, las plantas y flores existentes, la valla que separaba la propiedad de la del vecino, pensando en qué hacer con lo que había allí y qué añadir, cuando sonó el teléfono.

      Tink levantó sólo la cabeza para ver de dónde venía el sonido, y volvió a bajarla al ver que era su teléfono.

      Ella todavía estaba riéndose al pensar en lo cansado y tranquilo que había estado después de la carrera cuando respondió.

      —¿Dígame?

      —No me digas que de verdad te está divirtiendo el trabajo —le dijo Simon Collier en tono sorprendido.

      Ella sintió que algo recorría su cuerpo.

      ¿Placer?

      ¿Al oír su voz?

      No podía ser.

      «Por favor, no», pensó.

      —¿Tanto te cuesta creer que pueda estar divirtiéndome? —le preguntó, esperando que su tono de voz no la delatase.

      —Me parece, al menos, bastante improbable, dadas las tareas que te he mandado. Sobre todo, la relacionada con cierta criatura salvaje —le dijo él.

      —Me estaba riendo del perro —le explicó.

      —No puedo creerlo. Tiene el cociente intelectual de un arbusto.

      Audrey no quería volver a discutir acerca de la inteligencia del perro y de su lucha por el control.

      —Me estaba riendo porque es divertido

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