Candela en la City. Carla Crespo
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Levanta la vista y señala algo que hay sobre nuestras cabezas.
Y sigue sin soltarme.
Me arden las mejillas y tengo dudas de si es por la humillación que acabo de sufrir, o porque sus manos siguen sujetándome con firmeza.
Me percato de que ya no hay nadie que nos mire, pero sigo sintiéndome abochornada.
—¿Te importaría bajarme? —insisto.
Pero él niega con la cabeza y apunta con el dedo hacia unas ramas de muérdago colgadas justo encima de nosotros. Lo miro con horror al percatarme de lo que pretende.
—¡No se te ocurrirá…!
No consigo terminar la frase. Antes de que me dé cuenta, acerca sus labios a los míos y deposita sobre ellos un suave y dulce beso que, muy a mi pesar, hace que un hormigueo me recorra el estómago. Entonces, me deja con delicadeza sobre el suelo mientras me susurra su nombre al oído. Después y, sin darme tiempo a replicar, se aleja de mí y se pierde entre los asistentes a la fiesta.
Capítulo 1
UN NUEVO GERENTE
CANDELA
Tres años después. A principios de septiembre.
Salgo del despacho del señor Coppack, uno de los socios de la firma en la que trabajo, apretando los puños y conteniéndome las ganas de dar cuatro gritos y un portazo para mostrar mi malestar. En vez de eso, me despido educadamente, cierro la puerta con cuidado y camino hasta mi lugar de trabajo, donde no puedo evitar que mi mala leche se escape transformada en un golpe seco sobre la mesa. Un par de colegas se giran al escuchar el sonido, mientras yo, avergonzada, disimulo y trato de parecer total y absolutamente concentrada en la lectura de los primeros documentos que encuentro, cosa complicada porque los seniors como yo nos sentamos todos juntos en una zona abierta en la que trabajamos en amplias mesas blancas y apenas estamos separados del que tenemos enfrente por una diminuta mampara naranja. La «pradera», como todos nos referimos a esta parte de la oficina, te deja completamente expuesto a los compañeros y yo suelo ser una persona muy discreta y no quiero que eso cambie, pero, joder, es imposible que me mantenga tranquila después de la bomba que acaba de soltarme. ¿Kenneth Anderson mi nuevo gerente? ¿En serio? ¿No había otro? Tiene que ser una broma. Una maldita broma pesada.
No consigo concentrarme en nada, así que decido que es el momento perfecto para salir de la oficina, pasear hasta el Starbucks más cercano a mi edificio y dejar que un café latte haga el resto. Me levanto y me pongo mi adorada gabardina de Burberry, comprada con mi primer sueldo en la empresa, hace ya tres años, cojo el bolso y me dirijo a los ascensores sin mirar a nadie porque no quiero que mis asistentes me vean, si lo hacen sé que van a querer comentar conmigo la noticia de nuestro cambio de gerente y yo… yo no estoy preparada.
Salgo a la calle y trato de respirar hondo, mientras cierro los ojos y dejo que el frío aire de Londres me ayude a recuperar la serenidad que he perdido hace unos minutos. Mis pulsaciones bajan un poco y, antes de emprender la marcha, admiro por un momento el impresionante edificio en el que tengo la suerte de trabajar. La verdad es que trabajo en un entorno privilegiado. La sede de Clifford&Brown, la firma de auditoría en la que trabajo está ubicada en Southwark, en plena City londinense. Si hay algo que me gusta del barrio es la mezcla de contrastes que hay en él: lugares como el teatro de Shakespeare o la Torre de Londres que te transportan al pasado y rascacielos como la torre Gherkin o el Shard que te recuerdan lo moderna y cosmopolita que es Londres. Además, me encanta el ambiente de bullicio y ajetreo que se respira en él y, aunque no es que yo sea una apasionada de la arquitectura moderna, me encantan los edificios que lo conforman y, sobre todo, me gusta toparme con el Shard casi cada vez que levanto los ojos al cielo. Cuando salgo de mi oficina, situada en un moderno y acristalado edificio que, con toda seguridad, también haya sido diseñado por algún arquitecto de renombre, puedo ver el famoso rascacielos al fondo. Me embelesa su diseño, aunque lo cierto es que no he subido nunca a disfrutar de sus vistas, ni mucho menos a tomar algo en el Aqua Shard, que bueno, tampoco es que yo suela ir de copas. No va conmigo y, además, no tengo tiempo. A veces me parece que soy la única. Me sorprende que tantos de mis compañeros salgan día sí día también de afterwork. Yo acabo tan tarde y estoy tan cansada que lo único que quiero es llegar a casa, cenar algo ligero y meterme en la cama. Con todo, no me quejo. Esto es lo que yo siempre he querido y, aunque todavía me queda mucho para cumplir mi sueño más ambicioso, sé que lo lograré si no me desvío del camino que me he marcado. Mis padres trabajaron muy duro para pagarme una buena educación y yo siempre les he correspondido esforzándome por llegar a lo más alto y no va a ser diferente ahora. Si he de hacerlo con Kenneth Anderson como mi gerente, pues que así sea.
Con determinación y una pizca de optimismo, emprendo la marcha en dirección al Starbucks. Me abrocho la gabardina y cruzo los brazos por debajo del pecho en un intento por aplacar el frío que siento. Levanto los ojos al cielo que, para variar, está encapotado y gris. Si hay algo a lo que una valenciana nunca puede acostumbrarse es a no ver el sol. Eso, junto a mis padres, es lo que más echo en falta, hace bastante que no los veo, últimamente he estado tan ocupada que no he encontrado el momento de coger un vuelo y volver a España para pasar, aunque fuera, un fin de semana con ellos. Sé que me entienden, y que no quieren que descuide mis obligaciones, pero a veces siento que volver a casa me recargaría las baterías…
Suspiro. ¿Desde cuándo me pongo tan melancólica? Bah, supongo que solo es porque hoy no está siendo un buen día. Nada más.
Cinco minutos más tarde salgo de la cafetería sujetando entre mis manos el café y emprendo el camino de vuelta. Tengo muchísimo trabajo y ya he perdido bastante tiempo en lo que va de mañana, pero confío en que la cafeína traiga de vuelta mi concentración. Doy un buen trago y espero a que el caliente líquido recorra mi cuerpo, siento una leve sensación de confort que se evapora con rapidez cuando me percato de que ya estoy de vuelta en mi oficina. Cojo aire y me dispongo a entrar. «Venga, Candela, tú no eres de las que se amilana», me repito como un mantra. Con la cabeza erguida y tratando de concentrarme en todas las gestiones que tengo pendientes hoy, cruzo la «pradera» en dirección a mi mesa. Estoy ya casi en mi sitio cuando veo que mis asistentes me hacen señas desde su zona de trabajo, en la otra punta de la sala, donde se sientan los juniors. Trato de ignorarlos, porque sé de qué quieren hablarme, pero cuando empiezan a armar escándalo decido que es mejor que vaya a ver qué quieren antes de seguir siendo el centro de todas las miradas.
—¡Menudo notición! ¿Te has enterado ya, Candela? —me gritan desde su mesa mientras me acerco a ellos haciéndoles aspavientos para intentar que se callen o, en su defecto, porque ya sé que eso no va a pasar, que bajen el tono de voz.
—¡Es un crack!
—¡El puto amo!
Me llevo las manos a la cabeza, escandalizada, no sé si por su opinión de Kenneth o por el hecho de que se expresen así en la oficina. A pesar de todo, esbozo una sonrisa, y es que es difícil no hacerlo cuando tienes a Merry y a Pippin, como todos los llaman, cerca.
Son mis asistentes y, a veces, me vuelven loca, pero lo cierto es que a la hora de la verdad son unos auténticos currantes. En realidad, se llaman Marc y Peter, pero nadie se refiere a ellos por esos nombres. Estudiaron juntos y son inseparables, como la memorable pareja de jóvenes hobbits, poseen unos cerebros privilegiados, pero también una capacidad innata para armar escándalo y ser el centro de atención. Como los medianos. Llevo un año trabajando con ellos y, contra todo pronóstico, los adoro. Siempre