Candela en la City. Carla Crespo

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Candela en la City - Carla Crespo HQÑ

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masculina en Inglaterra durante más de ciento cincuenta años. Es la colonia de los caballeros. Y yo soy uno.

      —¿Halfeti Leather? —inquiere mientras yo quiero que se me trague la tierra porque continúa olfateándome—. Bergamota, piel… —enumera.

      —Eh… sí, tío —respondo apartándome con disimulo—. Esa es. Regalo de la última Navidad.

      —Muy bien, muy bien, así me gusta.

      —¿Qué haces aquí? —No es que me extrañe verlo de copas, él es un espíritu libre, pero prefiere ir a otro tipo de locales y suele salir más por el Soho.

      —Me encanta este sitio —explica—. Los cócteles son mágicos. Con esas increíbles mezclas de sabores y efectos que traen. Ah, ¡la coctelería y la perfumería son dos artes emparentados! Y —añade bajando la voz y señalando a un tipo alto y delgado que viste de traje y que perfectamente podría ser empleado en una firma de auditoría como yo— he quedado con un «amigo», trabaja en una multinacional aquí en la City.

      Esa última aclaración cuadra a la perfección con mi tío Waldo y, como está acompañado y no me necesita para nada, decido que es el momento perfecto para despedirme y volver con mi nuevo equipo. Al fin y al cabo, los he traído aquí para conocerlos un poco mejor.

      Me doy media vuelta, me siento y entonces me doy cuenta de que no estamos todos.

      —¿Y Candela? ¿Está en el baño?

      Merry y Pippin se miran el uno al otro, incómodos.

      —Esto… —Pippin se rasca la cabeza, pensativo.

      —Pues verás…

      Me fijo en que su copa está vacía y que ha dejado unas libras encima de la mesa.

      —¿Se ha… se ha largado?

      Sacudo la cabeza, incrédulo. ¿Se ha marchado sin decir nada? Se suponía que el hecho de salir a tomar algo todos era para charlar y conocernos un poco más ahora que íbamos a ser un equipo. Puedo entender que no le guste este ambiente, que ella no suela beber, pero, si dices que vas a venir no puedes luego largarte sin más.

      Trato de disimular. No quiero que Merry y Pippin piensen que me importa que Candela se haya marchado. Porque no me importa. En absoluto.

      —¿Otra ronda, chicos?

      Ambos me responden con una sonrisa de oreja a oreja. «Bien. Tal vez no sea tan malo que nos hayamos quedado solos. Ahora podremos disfrutar de una noche de chicos», me digo a mí mismo.

      Joder. Noche de tíos. A lo mejor no fue tan buena idea. Siento que la cabeza me va a estallar. Yo no suelo tener resacas, pero seguirles el ritmo a esos dos fue complicado. ¿Me estaré haciendo mayor?

      Me siento en la cama. Tengo la boca pastosa. Y mucho curro por hacer. Y no tengo ganas de ver a Candela. Yo no soy de los que van por ahí recriminándole las cosas a la gente, pero sé que, si la veo, irremediablemente, saldrá a relucir el hecho de que anoche se largó. Tampoco quiero hacer que se sienta incómoda. Ya lo hice ayer y no era mi intención.

      Cojo el móvil, que estaba cargando en la mesita de noche, y miro la hora. Son las siete de la mañana. Lo mejor será que me dé una ducha, me tome un café y encienda el ordenador. Tengo muchos asuntos pendientes que puedo resolver desde casa y, aunque les dije que hoy quería tener una pequeña reunión con ellos, podemos hacerla el lunes sin problemas. Tendré la cabeza más despejada.

      Sí, lo más conveniente es que hoy teletrabaje.

      De hecho, les prometí a mis tías Amelia y Abigail que iría a pasar el fin de semana con ellas. Puedo ir hoy y trabajar desde allí.

      Estar en casa un par de días siempre me ayuda a ver las cosas desde otra perspectiva. Y tampoco me vendrá mal descansar y desconectar un poco. Últimamente he estado bastante agobiado.

      Me levanto de un salto y voy al baño. Me desnudo y dejo caer la ropa al suelo. No tengo intención de afeitarme hoy, así que, abro la mampara de cristal y entro en mi espectacular ducha de piedra caliza. Abro el grifo y dejo que el agua caiga sobre mí, tratando de desconectar. Es lo que siempre hago. Cierro los ojos y pongo la mente en blanco.

      Sin embargo, hoy no lo consigo. Una larga melena ondulada de color castaño claro y dos grandes ojos marrones me persiguen. Candela.

      Trato de pensar en otra cosa, pero, aunque mi cerebro lo hace, hay otro de mis órganos que es incapaz de hacerlo.

      Miro hacia mi entrepierna.

      Joder.

      Cambio la temperatura del agua hasta que empieza a salir helada.

      Coño, qué frío.

      Dos minutos más tarde cierro el grifo, me enrollo una toalla a la cintura y salgo de la ducha, ya más calmado.

      Vale, mi asistente está buena, ¿y qué? Todas las tías con las que salgo están buenas, tampoco es para tanto.

      «En unos días se me habrá ido de la cabeza», me digo. «Aunque hayan pasado tres años y todavía recuerde ese maldito beso bajo el muérdago».

      Capítulo 3

      TÉ DE KOMBUCHA

      CANDELA

      Es sábado por la mañana y estoy desayunando en casa con mi compañera de piso, Fiona. Aunque, «desayunando» no es la palabra que definiría lo que estamos haciendo, al menos para mí. Miro la taza de té que me ha servido Fiona. ¡Es un horror! Admito que yo no soy una fanática del té, English Breakfast y poco más, porque para que vamos a negarlo, como buena española prefiero el café.

      —¿Qué horror es este, Fi?

      —Kombucha.

      —¿Cómo?

      —Té kombucha. En realidad, es un probiótico fermentado naturalmente a partir del hongo…

      —¡Puaj! —la interrumpo, tras darle un buen trago a la bebida, que encima mi amiga me ha servido fría, y escucharle decir que está hecha a base de hongos…

      —No te quejes —replica mientras se bebe el suyo—. Si no vivieras pegada a ese ordenador las veinticuatro horas del día y me hubieras ayudado a preparar el desayuno tal vez te estarías tomando un café.

      Suspiro. Ahora mismo mataría por un café bien cargado.

      Fiona y yo estamos sentadas en una pequeña barra de madera que colocamos hace un par de años en el lateral de nuestra diminuta cocina. En realidad, de mí diminuta cocina.

      La casa en la que vivimos pertenece a mis padres. Ellos viven ahora en Valencia, pero durante gran parte de su juventud vivieron aquí, en este mismo barrio. Los dos vinieron un verano a aprender inglés a Londres, como tantos estudiantes, y se conocieron trabajando. Como apenas tenían nociones del idioma empezaron desde abajo: mi madre era camarera de piso y mi padre friegaplatos. A pesar de la cantidad de inmigrantes que había en el hotel, eran los únicos españoles, así que se hicieron amigos.

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