En busca de un hogar. Claudia Cardozo

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fuera el momento propicio, organizaría sus asuntos para pasar una temporada en Londres, socializaría con jovencitas apropiadas y sus astutas madres, y escogería a la que pudiera desempeñar mejor el lugar que estaba dispuesto a ofrecer, el cual no era nada deleznable.

      ¿Un poco cínico? Quizá, pero honesto y práctico, dos cualidades de las que también se encontraba muy orgulloso.

      De modo que su incomodidad, a su parecer, era más que justa. Deseaba paz en los escasos momentos de descanso que podía permitirse, pero se veía en la necesidad de prácticamente escapar de casa como un adolescente imberbe por causa de su madre.

      Insólito.

      El sentimiento de culpabilidad daba paso a la ira y, curiosamente, eso le hizo sentir mucho mejor, aunque no por ello tuvo más cuidado en su cabalgata. Tal vez hubiera sido buena idea escoger a un caballo menos bravío para ese escape tan poco decoroso, y aún mejor, mantener la vista en el camino.

      Sin embargo, para cuando reparó en estos dos detalles tan importantes, era ya muy tarde; algo debió de asustar a Byron, que se encabritó, tirándolo de la silla, y nunca se enteraría de cuál fue la causa, porque en ese momento su más grande preocupación fue caer con el mayor cuidado, todo el que se puede tener en un momento como ese para al menos no romperse el cuello.

      Luego daría gracias al cielo por haber logrado caer en terreno blando, pero en ese instante lo único que deseaba era recuperar todo el aire que parecía haber escapado de sus pulmones, dejándolo con la respiración agitada y la vista borrosa. Su mente funcionaba a toda velocidad, la suficiente para identificar el espantoso dolor que empezaba a circular de su pie derecho a la rodilla, y, de no sentirse tan mal, hubiera encontrado una forma de incorporarse.

      Habría pasado valiosos minutos en ese trance, pero quiso la fortuna que cuando estaba a punto de desvanecerse, unos pasos ligeros se acercaron con rapidez a donde él se encontraba. No podía levantar la cabeza o articular palabra, pero escuchaba perfectamente lo que se decía a su alrededor.

      —¡Daniel, por Dios, olvida el caballo! Está mucho mejor que este pobre hombre.

      Suponía que con «pobre hombre», esa voz se refería a él, e intentó recordar cuándo fue la última vez que alguien lo llamó así.

      —Va a perderse.

      —Lo dudo, parece ser de la zona, encontrará el camino de vuelta a casa; ahora, ayúdame con él, vamos.

      El conde abrió y cerró los ojos hasta que empezaron a lagrimear, inquieto por el giro que estaban tomando los acontecimientos. ¿A quiénes pertenecían esas voces? Nunca las había escuchado.

      Eran jóvenes, mucho, eso era seguro; una pertenecía a un muchacho, el llamado Daniel, suponía, la otra era delicada, femenina y con cierto deje gruñón que habría encontrado gracioso en otras circunstancias.

      —Creo que se ha roto el pie —la voz era de la joven, y se oía casi a su altura ya.

      —Siempre pensando lo peor…

      —Y usualmente acierto, no lo olvides.

      El conde hubiera deseado poder hablar para decirles que dejaran de discutir y le ayudaran o al menos que simplemente callaran, porque sentía que su cabeza iba a estallar en cualquier momento.

      Pero no fue necesario que pensara más en ello, porque la cosa más sorprendente ocurrió a continuación.

      De pronto, mientras veía al cielo y sentía sus oídos zumbando, una visión se presentó ante sus ojos. Era lo más bello que había visto jamás, lo que le hizo pensar que tal vez después de todo sí que se había roto el cuello.

      Nunca, en todos los años de su vida, había contemplado unos ojos tan azules, cutis más terso y unos labios tan rosados. Ese ángel que lo miraba con el ceño fruncido, lo que le pareció un poco extraño, porque en su opinión los ángeles no deberían hacer tal cosa, llevaba sus largos cabellos apenas atados con descuido, y los mechones cayeron a ambos lados de su rostro cuando se agachó a su lado para verlo con más atención.

      ¿Qué debía hacer ahora? ¿Rezar?

      El ángel se acercó aún más, sin dejar de contemplarlo y cuando esperaba que empezara a recitar alguna letanía acorde a la ocasión, le hizo la pregunta más extraña:

      —¿Cuántos dedos ve?

      Tras pasar las últimas semanas en Londres con su abuela y primo, Juliet recibió la noticia de su visita al campo como una flor recibe el rocío en la primavera; no pudo sentirse más feliz ante la perspectiva de cambiar de aires y disfrutar de la paz que encontraría en las praderas, lejos de la ciudad.

      Si bien, gracias a que acababa de cumplir dieciocho años, su abuela había decidido postergar su debut en sociedad la temporada anterior, no tendría la misma suerte con la venidera y, además, tampoco se había librado de tener que departir con infinidad de amistades de la familia que visitaban la residencia Ashcroft. A muchos los conocía, claro, su abuela se encargaba de ello, pero no por eso le resultaban más interesantes.

      Una vez escuchó a escondidas cierta conversación sostenida por dos de sus tías lejanas, Dios la librara de que su abuela se enterara, en la que hablaban de ella, y aún le ardían las mejillas tan solo de recordarlo.

      Según estas, esperaban que tan pronto como hiciera su debut en sociedad, recibiera una buena cantidad de propuestas matrimoniales, y lo mínimo que estaba dispuesta a aceptar su abuela era a un conde. Después de todo, aun cuando su padre no fue un hombre de buena cuna, o lo que ellas consideraban como tal, ese detalle carecía de importancia cuando se tomaban en cuenta los antecedentes de su familia materna, su belleza, y lo que más le disgustó oír, su fortuna.

      Claro, como si la idea de que un hombre deseara casarse con ella solo por su apariencia y dinero fuera algo agradable para oír.

      A diferencia de otras jóvenes de su edad, a Juliet la idea del matrimonio no la sumía en ensoñaciones y suspiros; al contrario, a su parecer el casarse solo complicaría sus planes de volver a América.

      Cierto que no había tratado a muchos hombres, por supuesto, pero conocía a varios jóvenes que asistían con frecuencia a las veladas en la residencia Ashcroft y ninguno le había causado una gran impresión. Tal vez uno o dos le resultaron agradables a la vista y hasta simpáticos una vez que entablaron conversación, pero nada más.

      El único ejemplar del género masculino con el que se sentía plenamente cómoda, y a quien apreciaba con un cariño sincero, era su primo Daniel, y ya que lo veía como a un hermano, era lógico suponer que no podía incluirlo en sus cálculos.

      De modo que esa era su situación actual; pasaba casi todo el tiempo con su abuela y primo, que tenía por familia más cercana a un padre que viajaba casi todo el año, de modo que se había convertido ya en una presencia constante en su vida. Era difícil imaginar el día a día sin él, aun cuando la mayor parte del tiempo discutían, si bien sus disgustos no les duraban mucho tiempo; se parecían mucho y eso les permitía comprenderse con facilidad.

      La llegada al campo, a la propiedad de unas queridas amistades de la familia, que contaban con acres y acres de terrenos, amén de una casa de ensueño, fue muy bien recibida por Juliet, y el saber que no solo iría en compañía de su abuela, sino también de Daniel, fue un gran alivio; así tendría con quien divertirse.

      Los

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