En busca de un hogar. Claudia Cardozo
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—Bueno, su esposo está muerto, así que sí, supongo que es viuda.
Juliet debió reprimirse para no girarse a ver a su primo con cara de pocos amigos.
—Muy gracioso.
—Reconócelo, fue una pregunta muy tonta. —Daniel odiaba perder una discusión, por pequeña que fuera.
—Olvídalo. —No contaban con tiempo para eso, habían pasado ya la mitad de la pieza—. ¿Crees en verdad que se recuperará?
—He oído que los huesos rotos no tardan mucho en sanar, no es para tanto, hicimos lo mejor que cabía esperar; ¿por qué te preocupas de este modo?
La joven estuvo a punto de perder el hilo de la melodía, pero recuperó pronto el ritmo.
—No me gustaría que muriera.
—Tampoco yo lo deseo, por supuesto, pero aun así creo que exageras; no lo conocemos.
—Lo sé. —Juliet volvió su completa atención a las teclas, guardando silencio.
Una vez que concluyeron la pieza, el señor Sheffield, un hombre muy entusiasta y amante de la música, aplaudió con tal ímpetu que se ganó una mirada ceñuda de lady Ashcroft.
—Extraordinario, el mejor concierto a cuatro manos que hemos oído, ¿verdad, querida?
La señora Sheffield asintió, sonriendo.
—Es una lástima que nuestra querida Charlotte no se encuentre aquí, hubiera disfrutado muchísimo su interpretación.
Juliet y Daniel se levantaron y, tras hacer una pequeña reverencia, se acercaron para agradecer los vehementes comentarios.
—Son muy amables, pero se trata de una pieza muy sencilla —mencionó la joven con humildad.
—Sí, es verdad; en realidad, creo que me retrasé un par de veces. —Daniel sonrió, abrumado; no le agradaba ser el centro de atención.
Lady Ashcroft hizo un gesto de negación, exhalando un suspiro exasperado.
—¡Tonterías! Ha sido perfecto, ya veo que tantas lecciones valieron la pena. —Se veía satisfecha.
Juliet y Daniel intercambiaron una sonrisa; su abuela mostraba en público un orgullo por sus logros que desearían se molestara en compartir también en privado.
—Si me disculpan, me gustaría retirarme a mis habitaciones; ha sido un día muy agitado.
—Por supuesto, por supuesto. —La señora Sheffield dio un golpecito amistoso en el hombro de la joven.
—Permiso.
Tras despedirse con un gesto cortés, dejó el salón y se encaminó a sus habitaciones, que se encontraban en el ala norte de la mansión, donde Mary, su doncella, tenía ya preparada su ropa de cama.
La saludó con afecto y, luego de preguntarle cómo había pasado el día, se preparó para dormir, dejando una vela encendida junto al lecho.
Tan pronto como la doncella se fue, se incorporó a medias para tomar un libro de la mesilla y retomó la lectura de la noche anterior, uno de sus grandes placeres.
Gracias a su padre, descubrió pronto el amor por los libros, y en su amplia biblioteca en América contaba con centenares de volúmenes a su disposición. Lamentablemente, desde su llegada a Inglaterra, su abuela había puesto algunas normas referentes a los libros que podía leer, lo que le enfurecía, pero aprendió pronto que discutir con ella no tenía sentido, de modo que fingía obedecerla a fin de evitar altercados inútiles.
Sin embargo, cada vez que le era posible, tomaba alguna obra de la selección con que contaba en la residencia Ashcroft, o Daniel lo hacía por ella, y la disfrutaba en la soledad de su habitación. En cuanto supo del viaje al campo, se encargó de guardar unos cuantos volúmenes en el fondo del baúl, con la complicidad de Mary.
Ahora, recostada en los almohadones, pasaba una página tras otra sin su habitual rapidez. Usualmente leía a una velocidad que quienes la conocían encontraban sorprendente, pero en ese momento no lograba concentrarse.
No dejaba de pensar en el pobre hombre que habían ayudado esa mañana, y en cómo se encontraría a esas horas, si habría recibido la atención apropiada, y estaba ya fuera de peligro.
Tras reparar en que llevaba varios minutos en la misma página, soltó un bufido que habría disgustado a su abuela. Daniel estaba en lo cierto, no tenía sentido que se preocupara tanto por ese hombre, después de todo, no le conocía, y según los señores Sheffield, se trataba de un hombre lo bastante importante como para poder recuperarse por sus propios medios.
De modo que decidió no pensar más en ello, y se enfrascó en su lectura con nuevos bríos, perdiéndose en las letras que tanto bien le hacían.
Capítulo 3
El conde Arlington tan solo soportó permanecer en cama por tres días, y esto gracias a la obstinación de su madre. Al cuarto, tomó de mala gana el bastón que el médico había insistido en que debía usar hasta completar su recuperación, y tras mucho luchar consiguió levantarse con el apoyo de su ayuda de cámara, lo que no le hacía ninguna gracia, pero no veía otra alternativa.
Como el hombre testarudo y metódico que era, según su madre, decidió que no haría ninguna tontería como bajar escalones o siquiera intentar salir de su habitación en el primer día; iría paso a paso, haciendo uso de la escasa paciencia de la que disponía, pero tendría que servir.
Así que primero se contentó con dar unos cuantos pasos alrededor de su dormitorio, tomando largos momentos de descanso frente a la ventana, incrédulo de lo débil que se sentía y cuánto le lastimaba apoyar el pie. Sabía que si el médico no le tuviera tanto respeto, lo habría tildado de insensato, y tal vez lo fuera, pero estaba en su naturaleza.
Al día siguiente, tras otra sesión de infructuosos intentos por permanecer en pie sin tener que apoyarse en Castle, su valet, tomó la que le pareció una decisión práctica, porque después de todo, él apreciaba la practicidad.
Como no le quedó más opción que aceptar su imposibilidad de caminar por unas cuantas semanas, decidió que eso no tenía por qué interferir con sus labores. Desde luego que no podía siquiera soñar con salir a cabalgar, pero sí que estaba en pleno uso de sus facultades mentales, así que bien podría permitir que le ayudaran para llegar a su oficina y encargarse de todos los papeles y correspondencia que tenía pendientes.
Los asuntos relacionados con la propiedad no escaseaban y sería agradable sentirse útil.
Tan pronto como tomó esa decisión, se sintió mucho más tranquilo y dispuesto a aceptar las órdenes del médico, las mismas que en un primer momento le resultaran intolerables.
La primera mañana que pasó allí, trabajando junto a Richards, su secretario, fue bastante productiva, por lo que repitió la rutina durante los siguientes días, y cada vez se sentía mejor.
Una de esas jornadas, mientras