En busca de un hogar. Claudia Cardozo

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conde le dirigió una mirada socarrona a su madre, que tuvo el decoro de sonrojarse por su exabrupto.

      —Bueno, un mes no es mucho tiempo, claro —se apresuró ella a añadir, tras aclarar su garganta—; lo importante es que se recupere por completo.

      —Y así será, milady, en gran medida gracias a que se actuó con la debida premura. —El doctor dejó sus instrumentos y lo miró desde su altura—. Debe de estar muy agradecido al joven que lo socorrió.

      Robert pestañeó con rapidez, haciendo lo posible por comprender sus palabras.

      —¿Joven? ¿A quién se refiere?

      Su madre se adelantó a responderle.

      —Al que te trajo a casa, por supuesto —indicó—. Me siento muy avergonzada por no haber preguntado su nombre, pero al verte en la carreta sufrí tal sobresalto que no pude pensar más que en ir a por ayuda.

      Lo que Robert escuchaba no tenía mayor sentido. Un joven, una carreta, no entendía nada.

      —Madre, dices que un joven me trajo aquí, en una carreta, ¿podrías explicarte?

      —Tal y como lo oyes, ¿no lo recuerdas? —Su madre se adelantó unos pasos para ocupar la silla al lado de la cama, luego de que el médico amablemente le hiciera un gesto—. Acababa de dejar mi costura cuando unas voces en el patio llamaron mi atención y bajé a toda prisa; ahora que lo pienso, debí presentir que algo te había pasado.

      —¿Qué ocurrió luego? —la instó a continuar.

      —Bueno, este joven hablaba con dos de los lacayos y Bates —se refería al mayordomo—, que se apresuraron a ayudar para subirte a tu habitación en tanto enviaban a alguien a buscar al doctor Granwood; apenas alcanzó a explicarme que te había visto caer del caballo y en cuanto le dijiste el nombre de la propiedad corrió al camino, en donde encontró al dueño de la carreta, que es uno de los arrendatarios de las granjas, por cierto, y juntos te trajeron a casa. Se lo agradecí profundamente, claro, pero como te he dicho ya, no le presté toda la atención que merecía.

      Robert agitó la cabeza ligeramente, aún un poco confundido. Suponía que el joven de quien hablaba su madre debía de ser el mismo con quien la muchacha hablaba en el camino, pero él no alcanzó a verlo antes de desmayarse. ¿Y qué habría pasado con ella?

      —Y este joven… ¿estaba solo?

      Su madre juntó ambas cejas, como hacía siempre que algo la desconcertaba.

      —Bueno, no solo, por supuesto, le acompañaba el granjero.

      —Sí, sí, eso lo recuerdo, me refiero a si no le acompañaba nadie más; además del granjero, claro.

      Lady Elizabeth hizo un movimiento enérgico, muy similar al de su hijo.

      —No, en absoluto, lo habría notado. —Se adelantó en la silla, con una mirada interesada—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Recuerdas a alguien más?

      Robert negó de inmediato, no queriendo mencionar a la misteriosa joven de la que ni siquiera conocía el nombre, y tal vez fuera lo mejor. Después de todo, si paseaba por el campo con un muchacho y sin supervisión, develar su presencia solo la pondría en problemas, siempre y cuando pudiera saber de quién se trataba.

      —No, madre, apenas puedo recordar al joven que mencionas —respondió al fin—; debe de ser por el impacto de la caída y el láudano.

      El médico se adelantó para inspeccionar sus rasgos, con ademán concentrado y profesional.

      —Desde luego, milord, le recomiendo que procure dormir; verá que en cuanto despierte se sentirá mucho mejor.

      —Claro, excelente idea —aprobó la condesa.

      Luego, sonrió con cariño a su hijo, se encargó de correr las cortinas, e hizo un ademán al médico para que la siguiera fuera de la habitación.

      Una vez que se encontró a solas, Robert cerró los ojos, y poco antes de quedarse dormido, un rostro acudió a su memoria, el mismo que lo acompañó en sus sueños.

      Juliet miraba una y otra vez a Daniel por encima del arreglo floral que adornaba la mesa de los Sheffield durante la cena, y si bien su primo la veía con el mismo nerviosismo, hizo un gesto de negación tan sutil que solo ella captó.

      De modo que no le quedó otra opción que ahogar un suspiro y volver la atención a su plato.

      La charla de su abuela y los señores Sheffield, una pareja mayor y agradable, que no habían tenido más que gentilezas para con ellos, no tenía cuando acabar. Desde luego que en circunstancias normales se habría comportado a la altura de lo que se esperaba de ella, pero no creía encontrarse en un momento muy normal de su vida.

      Se sentía extremadamente angustiada por el destino del hombre que ella y Daniel auxiliaran en el camino esa tarde, y hubiera deseado poder hablar con él al respecto, pero ya que desde su llegada no habían estado un solo momento a solas, su preocupación continuaba intacta.

      Solo podía esperar que su lesión no resultara tan grave como señalaban los síntomas, y que Daniel hubiera logrado llevarlo de vuelta a su casa en el momento correcto para que un doctor se encargara de atenderlo a la brevedad posible.

      No podía creer en la buena fortuna que les había lanzado un salvavidas en el instante menos pensado.

      Luego del susto que le provocó esa súbita reacción del hombre, tomándola del brazo con desesperación para susurrar una palabra que apenas sí logró captar, tanto ella como su primo se sintieron completamente desconcertados.

      Discutían acerca de la conveniencia de llevarlo a la mansión de los Sheffield, o preguntar por el camino la ubicación de Rosenthal, cuando un granjero caído del cielo se acercó a ellos en su carreta, y al ver al hombre tendido en la grama, se apresuró a correr en su ayuda.

      Al parecer, este era su arrendador, «el conde», lo llamó, y les indicó que su residencia se encontraba a escasa distancia, ofreciéndose a llevarlo en la carreta. Fue una suerte que Daniel pensara en lo inconveniente que hubiera resultado su presencia, aconsejándole que regresara a la casa de los Sheffield, en tanto él acompañaba al granjero.

      Tan solo pidió que le dejara un caballo para regresar en cuanto cumpliera con su labor, y así ella podría valerse del otro, idea con la que desde luego estuvo de acuerdo; no quería ni pensar en lo que diría su abuela si se enterara de la aventura en la que se había involucrado.

      Pero no por ello se sentía mejor, hubiera preferido contar con unos minutos para hablar con Daniel y que este pudiera contarle qué había pasado, con quién dejó al herido, si se aseguró de que fuera correctamente atendido.

      Volvió su atención a la conversación en la mesa cuando notó que su primo tomaba la palabra; eso era extremadamente inusual.

      —Sí, pasamos una mañana muy agradable, sus campos son extraordinarios; nunca había visto unos tan bien cuidados. —Sus anfitriones estaban encantados por los halagos de Daniel—. Y los terrenos aledaños son también muy impresionantes.

      —Bueno, muchacho, te diré algo. —El señor Sheffield, un hombre regordete y bonachón, infló el pecho, orgulloso—. Cuanto tengas

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