En busca de un hogar. Claudia Cardozo
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Sheffield, un nombre que hacía mucho que no escuchaba, ¿o estaba equivocado? ¿Por qué de pronto le resultaba tan… importante? Sabía que su propiedad no se encontraba muy lejos, pero a excepción de ello y de que en algún momento mostró mucho interés en presentarle a su única hija, la misma que no le produjo mayor impresión, no podía recordar mucho más de él.
—Me alegra oírlo, Richards, toda la bonanza que llegue a esta tierra será muy bien recibida —respondió al cabo de un momento, cuando notó que su secretario lo miraba con curiosidad.
—Eso es muy generoso por su parte, milord.
Robert asintió, esperando que hiciera algún otro comentario, pero guardó silencio y volvió a enfrascarse en su escritura.
Sabía que él debería hacer otro tanto, pero no lograba concentrarse; una idea suspendida en el aire no le permitía volver a sus asuntos.
—¿Y cómo están los señores Sheffield? Hace ya mucho tiempo que no he sabido de ellos; me refiero a que era usual encontrar al señor Sheffield en las cacerías y algunos eventos.
—Bueno, milord, tal vez se enteró del matrimonio de su única hija, la señorita Charlotte, creo que con un lord escocés, no estoy seguro. —El señor Richards se golpeó el mentón con la pluma—. Y luego de eso, según oí, no salen mucho; son personas amables, como sabe bien, pero bastante retraídos, tal vez sea por su edad.
—Por supuesto.
Richards iba a retomar su labor una vez más, pero una idea afloró a su memoria.
—Aunque no les faltan visitas; mi esposa mencionó el otro día que, según Rose, la joven que le ayuda en las labores de la casa, su prima había obtenido trabajo en la mansión porque los señores necesitaban unas manos extra para atender a sus huéspedes.
El conde percibió una sensación extraña en el pecho, en absoluto similar a lo que experimentó cuando se cayó del caballo.
—¿Y sabe quiénes son estos huéspedes? —Sabía que cruzaba todas las líneas de la sensatez con esas preguntas, pero no podía detenerse.
—No estoy seguro, milord, creo que una dama y dos jovencitos, pero no conozco sus nombres. —El señor Richards lo miró con curiosidad—. ¿Desee que le pregunte a Rose al respecto?
—No, no, desde luego que no, solo pensé que a mi madre le gustaría saber de sus viejos amigos. —Robert se dio cuenta de que su justificación sonaba ridícula aún a sus oídos, así que cambió pronto de tema—: ¿Se han reparado ya las cabañas de la zona sur? Quiero los techos en perfecto estado ahora que se acerca la temporada de lluvias.
La última semana había resultado más que agradable para Juliet, con largos paseos por el campo, a veces acompañada solo por Daniel, y otras tantas por su abuela y los Sheffield, lo que no le entusiasmaba del todo ya que debía renunciar a montar para ir en el carruaje, pero aun así era un cambio estupendo al compararlo con el caos de Londres.
Las verdes praderas en las que podía caminar a sus anchas, los muchos árboles bajo los que podía sentarse a leer, y hasta un pequeño arroyo en el que jugueteaba mientras Daniel daba paseos con su caballo, se habían convertido en parte de su día a día, y le entristecía la idea de que en algún momento debería abandonar ese idílico lugar para regresar a la residencia Ashcroft.
Pero el pensar en ello no ayudaría a que el tiempo pasara más lentamente, así que prefirió dedicarse a disfrutar de su estancia allí.
Durante la cena de ese domingo, notó a sus anfitriones algo inquietos, en parte disgustados, y aunque hubiera deseado conocer la razón, ya que ellos exhibían siempre un natural buen humor envidiable, no se atrevió a hacer ningún comentario. Era una suerte que su abuela no tuviera sus escrúpulos.
—Diana, querida, ¿alguna noticia que te haya disgustado?
La señora Sheffield pestañeó repetidamente, mirando a lady Ashcroft con azoro.
—¿Disgustar? No, no, desde luego que no, todo lo contrario —rio con falsa despreocupación—. Recibimos una invitación esta mañana para visitar a lady Arlington mañana por la tarde.
—Oh, ya veo; diría que eso no se califica como malas noticias. —La anciana sonrió con cierta burla.
—No, claro, es solo que me ha desconcertado esta invitación tan imprevista; ha pasado mucho tiempo desde la última vez que el señor Sheffield y yo visitamos Rosenthal.
—Entonces son buenas noticias.
Juliet y Daniel se esforzaron por no sonreír abiertamente ante las burlas de su abuela, lo que no les resultó tan difícil como en otras ocasiones, ya que ambos se encontraban un poco desconcertados por la mención a Rosenthal.
¿Sería una coincidencia? Porque, de ser así, no dejaba de resultar una muy extraña. Por lo que Juliet logró comprender, la última vez que el conde fue nombrado, los señores Sheffield no parecían tenerle mucho afecto, y el que esa invitación se diera apenas unos días después de ayudarle en su accidente…
¿Y si la condesa viuda logró informarse de la identidad de Daniel y deseaba confirmarlo con la señora Sheffield? Esa le parecía la posibilidad más lógica.
—Juliet…
Al oír su nombre salió de su ensoñación y le dirigió una sonrisa tímida a sus acompañantes.
—¿Sí, abuela?
—¡Por Dios, niña! ¡Puedes ser tan distraída! —La dama arrugó la nariz y le habló nuevamente con tono más calmado—. Le decía a los señores Sheffield que ya que su señoría ha tenido la gentileza de incluirnos en la invitación, estaremos encantados de acompañarlos, ¿cierto?
Juliet miró a Daniel, que al otro lado de la mesa exhibía la misma expresión asustada.
—Yo… no lo sé, abuela —intentó pensar en una excusa, algo que la eximiera de asistir, pero no se le ocurrió nada, y no sería justo que dejara a Daniel solo frente a ese problema—. Desde luego que sería un honor conocer Rosenthal; por lo que he oído, es un lugar extraordinario.
Lady Ashcroft sonrió con expresión satisfecha.
—Está decidido entonces, mañana por la tarde visitaremos Rosenthal, será muy agradable ver la propiedad después de tanto tiempo.
Por primera vez, notó que su ánimo iba perfectamente a la par con el de sus anfitriones; sus rostros lucían la misma incomodidad.
La condesa Arlington era una mujer extremadamente entusiasta y activa. Aún conservaba la belleza que fuera tan alabada en su juventud, y tenía siempre una sonrisa dispuesta en los labios.
Esa mañana, su único hijo la miraba desde el otro lado de la mesa, mientras ella sonreía al lacayo que le alcanzaba una fuente.
Según su experiencia, encontró algo perturbador en esa sonrisa, algo que le instó a aguzar todos sus sentidos.
—Te