NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella. Mark Baker

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NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella - Mark  Baker

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le regaña, retorciéndole la oreja.

      En el barrio, jugar a la guerra era casi una institución. Los niños se pasaban el verano jugando con palos que hacían las veces de fusil y fuertes construidos con tablones de madera y otros restos que encontraban en la calle. En la década de 1950, jugábamos a ser el Davy Crockett de Walt Disney15, aunque adornábamos sus aventuras con invenciones un tanto homicidas. Hace unos años, oí desde mi ventana a unos niños que recreaban un tiroteo entre el equipo SWAT de Los Ángeles y el Ejército Simbiótico de Liberación16. El juego no había cambiado nada:

       —¡Pum! ¡Estás muerto!

       —¡No me has dado!

       —¡Sí te he dado!

       —¡No!

       —¡Que sí!

      Esa desavenencia se zanjó con una pequeña escalada de violencia. Los chiquillos sacaron sus pistolas de aire comprimido y representaron una versión urbana de El señor de las moscas. Un disparo a quemarropa de un arma de aire comprimido deja un cardenal rojo y tumefacto, como la picadura de una abeja, y resuelve toda duda sobre quién está muerto y quién no.

       Los modelos a seguir para mi generación, los que parecían ejercer más influencia entre mis compañeros de los Boy Scouts, los Lobatos, eran Los Tres Chiflados 17 . Nos encantaba emitir ruidos bochornosos ahuecando las manos en las axilas. Nos pegábamos collejas una y otra vez o intentábamos meterle el dedo en el ojo a los demás.

       La preadolescencia te trae placeres como el de prenderle fuego a maquetas de aviones de plástico en el patio trasero, o el de idear torturas espeluznantes que infligir a esa niña que vive en tu misma calle. Se diseccionan insectos, sapos y cangrejos de río torpemente y con las manos sucias, con una mezcla de curiosidad y de maldad. Recuerdo a un chaval mayor que yo —tendría unos trece años— que era especialista en estallar petardos en las bocas de las ranas. Me parecía un bicho raro… Pero me lo quedaba mirando embobado, fascinado por la violencia.

       El proceso de civilización empieza al llegar al instituto. El fútbol americano te brinda la oportunidad de «salir a matar» con impunidad. En clase de educación física los chavales se burlan de los que todavía no tienen vello púbico. Empiezan a fumar cigarrillos —uno de los pocos símbolos de masculinidad que puede obtenerse sin esperar a que aflore— y comienzan a circular a escondidas, de taquilla en taquilla, los primeros recortes de revistas pornográficas.

       De repente, son Hombres.

      Y ¿qué hacen los hombres? Un hombre se enfrenta solo a adversidades imposibles de superar; lucha cuerpo a cuerpo contra el jefe apache para proteger las caravanas de carretas en aras del Destino Manifiesto; toca la guitarra y se liga a la chica; salta de la azotea de un edificio a la de otro; clava la bandera en Iwo Jima; se lanza sobre una granada a punto de explotar para salvar a sus compañeros de trinchera y luego saluda a su público, que lo aplaude y lo vitorea. La muerte solo acecha a las mascotas y a los ancianos.

       Algo es seguro: hagan lo que hagan los hombres, deben marcharse de casa para hacerlo. Sorprendido y asustado ante el inevitable momento en que debe enfrentarse al mundo, un muchacho de dieciocho años es, pese a su fanfarronería, como un niño que sube por primera vez a un trampolín. Se divierte hasta que ve lo lejos que está el agua de sus pies. Se tambalea en el extremo del tablón; quiere ser un hombre, pero desea fervientemente que lo empujen.

       En la década de 1960, lo que nos obligó a dejar el nido fue la llamada a filas. Los chicos eran seleccionados de manera aleatoria por el Sistema de Servicio Selectivo o se alistaban en la sombra. Otros sentían la obligación de servir a su país y aprender sobre la vida tal y como disponían los libros, las películas y también la ley. Ninguno de ellos era consciente de adónde iba, aunque tampoco de dónde venía.

      Me metí en los Marines porque no me aceptaron en el Ejército. Tenía diecisiete años y me pasaba el día por mi barrio, en Brooklyn, sin nada que hacer. Sabía que tarde o temprano acabaría frente a un juez por las movidas en las que estaba metido. El reclutador del Ejército no quiso ni mirarme; no querían saber nada de niñatos de diecisiete años ni de problemas con la justicia. Intentar entrar en la Armada o la Fuerza Aérea ni se me pasaba por la cabeza. Allí te hacían tests de inteligencia, y yo de eso no tenía.

      Un tío mayor que yo, que me conocía de haberme visto por la calle de pequeño, se enteró de que me estaba costando lo mío alistarme. Me apoyó un brazo sobre el hombro y me acompañó a hablar con el reclutador de los Marines.

      Pues resulta que el marine ese, un tío enorme, me miró y soltó: «Este chaval es un marica y aquí no queremos maricas. Largo de aquí». Entonces, me levanté, me puse de pie encima de la silla y me encaré con él: «Venga, cuéntame lo fuertes y machos que sois los marines, vamos».

      —¿Cuántos años tienes?

      —Diecisiete.

      —¿Firmaría tu madre la solicitud?

      —Mi madre no está.

      Me dio un billete de diez dólares y me dijo:

      —¿Ves a aquella mujer? Dale el dinero y seguro que te la firma.

      Estábamos en los juzgados de Queens, en un edificio inmenso con columnas y toda la pesca. La mujer estaba de pie al lado de un puesto de golosinas que también vendía periódicos, revistas y tal. Así que me acerqué y le dije:

      —Oiga, quiero entrar en los Marines. ¿Podría firmarme esto?

      No puso ninguna pega. Supongo que se ganaba la vida haciendo eso.

      Ese mismo fin de semana ya estaba en los Marines. Le tuve que dejar una nota a mi madre: «Mamá, me marcho a Parris Island18. Vuelvo en un par de meses». No tenía ni idea de dónde me estaba metiendo.

      ~

      Por aquel entonces, yo estudiaba Medicina en la John Hopkins. Alguien le cortó un dedo al cadáver que estaba diseccionando y lo escondió para gastarme una broma. Cuando fui a devolver el cadáver, no pude explicar por qué le faltaba un dedo.

      Sabía perfectamente quién había sido. Así que, al día siguiente, mientras el susodicho estaba diseccionando una pierna, le corté el brazo a su cadáver y salí a hurtadillas con él. Lo metí en una neverita con hielo y me fui en coche por la interestatal hasta llegar a la salida de Baltimore. Cuando llegué a la cabina de peaje, saqué el brazo congelado por la ventanilla con el dinero en la mano y se lo dejé allí al cobrador.

      El incidente llegó a oídos del decano, que era el hermano del presidente Eisenhower y, además, un puto halcón. Me dijo que me tomara una excedencia para reconsiderar mi compromiso con la Facultad de Medicina, cosa que no me pareció mala idea. «¡Genial!», le contesté. Una semana después, recibí la orden de alistamiento. Me habían delatado a la junta de reclutamiento.

      ~

      En un principio, había ido al centro de reclutamiento a hacerme el chequeo reglamentario para que me clasificaran19, me dieran la tarjeta de reclutamiento y todo eso que tienes que hacer a los dieciocho. Pero entonces apareció una mujer y me dijo: «Tienes que hacer esta prueba escrita». Había llegado tarde y me estaban pidiendo de todo, así que pensé: «Bueno, ya que

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