NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella. Mark Baker

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NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella - Mark  Baker

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retiraran del servicio al último buque acorazado. De pequeño, fantaseaba con estar al mando de uno así durante una épica batalla naval, con el sable del siglo xviii de mi tío abuelo Arthur guardado en un cofre.

      De una forma u otra, en cada generación de mi familia por parte de padre, siempre había habido alguien que había ido a la guerra. No es que a mí me hubieran dado mucho la lata con el tema, pero en casa se le daba mucha importancia al pasado, y no de forma sutil. «Es lo que un hombre debe hacer», oía a menudo. Yo, igual que todos los demás, también fui víctima de una visión romántica y totalmente desinformada de la guerra.

      Me llamaron a filas a finales del verano. Estuve aterrorizado durante días enteros. «¿Qué cojones voy a hacer?» Fui corriendo a hablar con los reclutadores para ver si podía alistarme en la Marina, los guardacostas o en las Fuerzas Aéreas, pero no hubo manera.

      Podría haber movido algunos hilos para intentar salvarme. Ahora, cuando lo recuerdo, lo que me resulta curioso es que tenía la misma información, educación y oportunidades para librarme de la guerra que cualquier otra persona de clase media con educación universitaria… Pero no tomé ninguna decisión que no me condujera a lo inevitable. Pese a la vorágine de pánico que sentí cuando me llegó la orden de reclutamiento, había una parte de mí que, por la noche, en la cama, fantaseaba sobre cómo sería.

      En resumidas cuentas, al menos la mitad de las emociones que sentía me animaban a ir. Como no tuve la opción de unirme a ninguna otra rama de las Fuerzas Armadas, no me quedó más remedio que alistarme en el Ejército. Pero era posible aplazar mi alistamiento. Me llamaron a filas en agosto y pensé: «Joder, pues yo no quiero ir hasta octubre», así que elegí esa opción. Pasé ese tiempo en una casita de campo en Maine disfrutando del buen tiempo. Leí un montón y escribí dramáticas cartas de despedida.

      ~

      Nací en Bakersfield, una ciudad de paletos. Aunque, en realidad, en Estados Unidos hay paletos en muchos sitios. Nací y crecí allí, y de allí me fui al Ejército.

      Cuando iba al instituto, ya sabía que no iría a la universidad. Era una opción que no estuvo nunca sobre la mesa. Graduarme en el instituto ya fue todo un acontecimiento en una familia como la mía. Somos de origen mexicano. Mi padre, que trabajaba como peón, dejó de estudiar cuando estaba en tercero, si mal no recuerdo. Murió cuando yo tenía cinco años y mi madre tuvo que hacerse cargo de nosotros. Nos crio a los seis ella sola: a mis dos hermanos, a mis tres hermanas y a mí.

      Me alisté un par de años después de terminar el instituto. Por aquel entonces era un chico joven e inocente y pensaba que alistarme era el deber de todo buen americano.

      ~

      Crecí en una pequeña ciudad. De pequeño jugaba al fútbol americano y al béisbol, como todo el mundo. Siempre fui un estudiante problemático. Ahora creo que no sabía lo bien que vivía entonces. Hice alguna que otra chapuza y gané suficiente dinero como para comprarme una guitarra eléctrica y un amplificador. Así fue como empecé a tocar en un grupo.

      Cuando estaba a punto de terminar el instituto, todo el mundo hablaba de lo mismo: «¿Qué vas a hacer cuando termines de estudiar? ¿Qué piensas hacer?». Yo no lo sabía, pero respondí: «Me voy a alistar en el Ejército». Y, después de graduarme, me metí en el Cuerpo de Marines. Supuestamente era el mejor cuerpo de las Fuerzas Armadas y, para mí, lo era. Me ayudaron a madurar. Maduré en Vietnam.

      ~

      Cuando empezó la guerra, mi viejo me dijo: «Ve. Aprenderás, te harás un hombre. Ve».

      ¡Joder! Si mis viejos hubieran tenido que mandar al caniche a la guerra, habrían llorado más. Pero yo tenía que ir, un hombre tenía que ir a la guerra.

      ~

      El autobús se detuvo en la zona de recepción. Había un tipo con un sombrero igualito al del oso Smokey29, fuerte y con cara de pocos amigos. Cuando se abrió la puerta, subió al autobús y comenzó a escupir mierda: «Venga, coged vuestras cosas, bajad del autobús, poneos encima de las señales amarillas que hay pintadas en el suelo…».

      Fue una escena graciosísima, como sacada de Gomer Pyle30. Había un chico a más o menos medio metro de distancia del marine que estaba partiéndose de risa, como todos los demás. El oso Smokey se dio la vuelta de golpe y le dio tal bofetada que casi lo tiró por la ventana. La cabeza le rebotó contra el portaequipajes y se quedó tambaleándose por el pasillo.

      Se nos borró la sonrisa de la cara. A mí se me paró el corazón. Nos dimos cuenta de que ese tío no se andaba con tonterías. «Este es capaz de pasearse por el autobús soltando hostias a todo el mundo.» Salimos escopeteados.

      Bajé con un grupo de pandilleros puertorriqueños que tenían pinta de venir de la gran ciudad y que se creían unos tipos duros. Tropezaron y cayeron encima de mí y trastabillamos hasta colocarnos sobre las señales pintadas en el suelo. Smokey nos hizo marchar hasta a unas barracas y ponernos firmes. Gritaba y chillaba, nos intimidaba mucho. Pusimos todas nuestras cosas encima de la mesa, él se acercó y lo tiró todo a la basura. Estábamos tan asustados que no nos atrevimos a abrir la boca.

      Yo estaba al lado de un puertorriqueño enorme que miraba a Smokey por el rabillo del ojo. Cuando lo pilló, le gritó: «¿Me estás mirando, pedazo de mierda? Quítame los putos ojos de encima. ¿Te parece divertido? Espero que te jodan vivo. No hay nada que me dé más asco que un puertorriqueño chupapollas».

      Como si tuviera ojos en la espalda, Smokey vio que un chaval lo miraba un segundo y le dio tal puñetazo en el pecho que lo lanzó casi dos metros hacia atrás. Se estampó contra la pared y rebotó. Me temblaban las piernas. «¿Dónde coño me he metido?», pensé.

      Después, nos llevaron hasta una especie de barracas. Dentro solo había colchones sin sábanas y somieres de metal; parecía un campo de concentración. Encendieron la luz y nos dejaron allí. Tenía un nudo en el estómago. Tumbado en la cama, pensé: «¿Qué ha pasado con mi vida?». Habíamos sido testigos de cómo la realidad se convertía en una soberana mierda. Los chavales lloraban, revolviéndose en el catre. Yo estaba hundido; no me podía creer lo que me estaba pasando.

      Estuvimos allí un par de horas. Llegas con tu ropa de civil, pero ya hace un par de días que la llevas puesta. Te sientes como una mierda. Cuando te hacen marchar fuera de la barraca, te llaman por un número en vez de por tu nombre. Te rapan al cero. Ya no sabes ni quién eres. Te dan un petate y te lo llenan de cosas. Todo el mundo te odia y te joden a la mínima de cambio. Te ponen las vacunas. Tienes que estar siempre en posición de firmes. Algunos se desmayaban; se quedaban rígidos y se caían de bruces y los médicos del cuerpo se descojonaban. Nadie te habla, todos gritan. Ninguna prenda de ropa que te dan es de tu talla. Te sientes como una mierda y tienes una pinta de mierda. Luego, un puñado de instructores militares te llevan otra vez a la zona de recepción, y allí es donde la mierda empieza a salpicarte de verdad.

      ~

      Lo primero que te quitan es el pelo. Yo no me había visto rapado en la vida. Es que no solo era la perilla, te quitan todo el pelo de la cabeza. Te quedas sin pelo, joder. Yo creo que llevaba bigote desde los trece años. Siempre había llevado bigote. Pero, de repente, me quedé sin bigote, sin barba y sin pelo en la cabeza.

      Ya ni reconocía a los chavales con los que había estado charlando y riendo hacía menos de una hora.

      —¿Joe, eres tú? —pregunté mirando a mi amigo.

      —Sí, ¿James? ¿Eres tú?

      —Sí.

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