NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella. Mark Baker

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NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella - Mark  Baker

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style="font-size:15px;">      La situación enseguida se vuelve primitiva. Los líderes son automáticamente los tíos más grandes que hay, los que pueden imponer su voluntad por la fuerza. En cuanto entras en el Ejército, buscan líderes de pelotón. Viene un sargento y elige a los chavales más corpulentos, porque sabe que son los que pueden intimidar a los demás. Todo el mundo entiende la fuerza bruta. Un tipo que mide 1,90 m y pesa 120 kg se convierte en el líder de tu pelotón y, por tonto que sea, quien está al mando es él. Si el sargento es la figura de autoridad que está en un segundo plano, el cachas es el matón del barrio.

      Estuve perdido durante mucho tiempo. Todo se reduce a la fuerza y yo solo pesaba unos setenta kilos. Había poquísimos soldados que fueran más bajitos que yo en la cadena de mando. Fue un golpe para mí. No llegué a encontrar mi lugar.

      En el Ejército no abundan precisamente los intelectuales. La mayoría venía de familias de clase obrera. Muchos de ellos eran sureños. Allí fue la primera vez que traté con negros, aunque ellos preferían ir a la suya. Algunos grupos sociales, como los hijos de familias de clase trabajadora y los que venían de las grandes ciudades, se adaptaron rápido al Ejército. La mayoría de los de clase media, como yo, no encajábamos. Hasta entonces, no habíamos tenido que preocuparnos de salir adelante por nosotros mismos. Habíamos crecido en un ambiente seguro donde no valorábamos lo que teníamos.

      Una forma de dejar claro a los demás quién eras —o al menos era la que yo tenía— era tu forma de hablar. Yo sabía expresarme correctamente y tenía un buen vocabulario. Eso me convertía en un intruso; no les caía bien, sobre todo a un tío mayor que los demás y con un acento de Georgia muy marcado.

      No sé exactamente por qué, pero me peleé con ese tío un montón de veces. A pesar de todo, nunca sentí la presión del resto de compañeros. No les caía muy bien, aunque tampoco les caía abiertamente mal, pero nadie movía un dedo para ayudarme. Me las tenía que arreglar solo. Ese chico era bastante más grande que yo y, para colmo, yo había perdido el rumbo y me sentía desamparado. Las peleas a puñetazo limpio terminaban enseguida; en realidad, nunca llegaba a pasar nada. Pero esa sensación de ser un intruso se acrecentaba, sobre todo porque había encontrado a un contrincante que estaba siempre buscando la ocasión de meterse conmigo. Tenía que estar siempre alerta. Tuve que aprender desde cero.

      ~

      No amanecíamos como el resto de mortales. Nos teníamos que levantar de la cama de un salto. O sea, que encendían la luz del barracón y: «¡Venga, en pie!».

      Cada mañana, rodaban papeleras por el pasillo de la barraca y volcaban los catres de los chavales. Daba un miedo que te cagas. Tienes dos minutos para ponerte el uniforme, hacerte la cama y salir pitando.

      La primera vez, te ibas a dormir y te olvidabas de dónde estabas. Te despertabas cegado por la luz y oías un gran estruendo, como si acabara de estallar una bomba. Se oían gritos por todas partes y te levantabas de un salto. Recuerdo ver como unos charcos en el suelo: unos chavales se habían meado encima de miedo.

      No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que esa iba a ser la dinámica de cada mañana, así que lo mejor era irme a la cama medio vestido. Me levantaba media hora antes que los demás y me ponía los pantalones y las botas. Poco tiempo después, todo el mundo hacía lo mismo. Y entonces nos gritaban: «¡Quitaos la ropa, meteos en la cama y empezad otra vez!».

      ~

      «La única forma que tengo de salir de aquí sano y salvo —me dije— es hacerlo todo bien y no meterme en líos.» Y eso intenté hacer, pero es inevitable meterse en líos.

      —Pero ¿qué os enseñaban en la universidad, recluta? ¿A coger bien el lápiz?

      —¡Sí, señor!

      —¿Te estás quedando conmigo, recluta?

      —¡No, señor!

      —Te caigo bien, ¿verdad, recluta?

      —¡Sí, señor!

      —¿Te gusto, recluta? ¿Eres marica?

      —¡No, señor!

      —Entonces, ¿no te caigo bien, recluta?

      —¡Sí, señor! ¡No, señor!

      —Muy bien, señoritas. Tenéis una pinta de mierda, así que vamos a entrenar un poco. ¡Todo el mundo al suelo, a hacer flexiones! ¡Sin parar! ¡Empezamos! Un, dos; un, dos; un, dos; un, dos; un, dos; un, dos.

      —¡Saltos! ¡Arriba y abajo! Arriba, abajo; arriba y abajo. ¡La espalda contra el suelo! ¡Media vuelta! ¡Arriba, abajo!

      —¡Cambio! ¡Flexiones sobre los nudillos! ¡Ya! Un, dos; un dos; un, dos; un, dos. ¡Saltos de tijera! ¡Preparados, listos…!

      Después nos hacían marchar alrededor de las barracas. Tras alejarnos unos ciento cincuenta metros, nos gritaban: «¡Todo el mundo en formación al lado del catre!». Entonces, se arremolinaban todos alrededor de la puerta y se abrían paso a codazos para entrar al barracón y formar donde les habían ordenado.

      Los días que no nos hacían pasar por aquello, nos plantaban delante de las narices el reglamento de los marines para que memorizáramos la lista de las once órdenes generales. Era una auténtica tortura mental.

      Un chaval se bebió una lata entera de limpiametales. Después de hacerle un lavado de estómago, lo mandaron directo a la unidad de psiquiatría. Otros dos no lo soportaron y se derrumbaron. Pero, si llegabas al final de la instrucción, te sentías el tío más duro que había sobre la faz de la tierra. Cuando te nombran marine, durante la ceremonia de graduación tienes lágrimas en los ojos. Estás completamente adoctrinado.

      ~

      Me alisté en el Ejército pensando, inocente de mí: «Bueno, con un par de años universitarios aprobados, no me mandarán al cuerpo de infantería». No veía nada malo en ir a Vietnam. Lo único malo era el miedo que le tenía a la muerte. Pensaba que, de algún modo, ese miedo no debía estar ahí. Tampoco me veía matando a nadie. En mi imaginación, veía escenas de películas de John Wayne en las que el héroe era yo, aunque ya entonces tenía la madurez suficiente para darme cuenta de que no era una imagen muy realista.

      En el campo de entrenamiento no conocí a muchos patriotas. Algunos estaban allí por orden del juez: «O te alistas en el Ejército o cumples dos años de condena por robo de vehículo». Otros, como yo, eran idiotas a los que se les había pasado el plazo para solicitar la prórroga. Pero también había chavales que de verdad creían que, a largo plazo, en el Ejército les iría bien.

      Para que no desertásemos o nos ausentásemos sin permiso, nos dijeron que solo el diecisiete por ciento de los nuevos reclutas serían destinados a Vietnam. Y, de ese porcentaje tan bajo, solo el once por ciento formaría parte de alguna tropa de combate. Eso me tranquilizó. Me pareció que los números estaban de mi parte y que todavía existía la posibilidad de que no me destinaran a Vietnam y me reventaran en mil pedazos. Genial.

      Cuando terminamos la instrucción, salvo tres excepciones —un loco que pidió el traslado a las Fuerzas Aerotransportadas, otro que se desmayaba cada dos por tres y otro al que se le perforó un tímpano—, todos los demás fuimos destinados a Vietnam. Doscientos tíos en total.

      ~

      Cuando llegamos al campo de entrenamiento, nos pidieron que escribiéramos en un formulario por qué

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