NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella. Mark Baker

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NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella - Mark  Baker

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una roca.

      —Te voy a ser sincero —me dijo en un momento de la conversación—: si te alistas, irás a Vietnam. No tiene más vuelta de hoja.

      Estaba seguro de que mi destino habría sido el mismo en el Ejército; la diferencia era que el reclutador del Ejército no me lo había dicho.

      Además, me habían lavado el cerebro desde niño. Mi padre había sido marine y había estado en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque nunca hablaba mucho de ello, recuerdo que cuando iba a segundo vi su cinturón de uniforme y la insignia del Cuerpo de Marines. Siempre había pensado que los Marines eran la élite. Si quieres hacer algo, es mejor hacerlo con los mejores, como jugar en el equipo del Instituto Wilcox. Se nos conocía por ser más enclenques que los otros equipos, pero éramos los más rápidos y con más actitud sobre el campo. Ganábamos gracias a nuestra actitud.

      ¿Qué iba a hacer? Prefería estar rodeado de gente motivada y con las ideas claras que pasearme por los arrozales con un puñado de tipos insignificantes que ni siquiera querían estar allí.

      Tampoco es que yo lo quisiera, pero cuando vi que se estaba librando una guerra y yo tenía edad para ir, supe que tenía que formar parte de ello. Era mi destino. Era lo que debía hacer. Sonará extraño, pero, cuando pasó, supe, no sé muy bien cómo, que aquello ya estaba escrito.

      ~

      Vengo de una zona conservadora de votantes republicanos. Crecí en el ambiente estricto e impersonal propio de las zonas residenciales, donde la gente nunca se quedaba demasiado tiempo y el privilegio era parte de nuestra herencia. Teníamos nuestros barcos, nuestros pasatiempos. Teníamos estabilidad y un trabajo de quince mil dólares al año asegurado nada más salir de la universidad.

      Nunca sentí que encajara, pero tampoco imaginé nunca que acabaría en Vietnam. La prórroga del servicio militar se me agotó antes de terminar la universidad. En tercero me había ido a estudiar a Brasil, mi año en el extranjero. Pensé que me convalidarían todas las asignaturas cuando regresara, pero no fue así y tuve que hacer un año más. A mitad del curso siguiente, mi centro de reclutamiento me notificó que habían cambiado mi clasificación de II-S23 a I-A24.

      Pensé en volver a Brasil o unirme al Cuerpo de Paz, pero estaba empeñado en terminar la carrera. Se me había metido en la cabeza que, si me largaba, no volvería a la universidad en la vida y no me graduaría. Era la actitud propia de un adolescente, pero aquel título era el pasaporte a mi futuro laboral.

      El ROTC25 del campus acababa de empezar un curso intensivo para los estudiantes que no habían realizado la instrucción básica y querían empezar el servicio militar con rango de oficial. Lo único que tenía que hacer era quedarme un año más y apuntarme solo a las clases del ROTC; así saldría de allí con un rango. «A la mierda, no quiero ir allí para pasarme el día pelando patatas. No quiero ser un soldado raso cualquiera. Soy un antisocial y no soporto la autoridad. Si llegó allí con el rango más bajo seguro que me meto en líos y acabo en la cárcel. Es mejor empezar con un poco de autonomía, sin llamar la atención.» Quería que me dejaran en paz e ir a la mía. Así que dediqué mi último año de universidad a prepararme para ser oficial en el ROTC.

      Pero era un puto desastre. Siempre tenía el pelo demasiado largo y mi uniforme siempre estaba sucio. No es que me rebelara a propósito, simplemente no era capaz de tomármelo en serio. No podía sentarme en clase y hablar sobre la guerra como hacían los demás. Y no es que yo fuera un intelectual o que me interesara la política, pero había recibido una educación católica y me habían inculcado una serie de valores. La vida de los santos había hecho mella en mí, y también Jesucristo y su ejemplo, quizá más de lo que estoy dispuesto a admitir. De algún modo, me lo creía. Hablaba de las Convenciones de Ginebra y de lo absurdo que era discutir sobre la legalidad de la guerra. Reducir algo que era básicamente inmoral a una cuestión legislativa me parecía una estupidez.

      Recuerdo que tenía que salir a correr al campo de atletismo con un uniforme que me quedaba grande y que me sentía como un auténtico gilipollas. Era mayor que los demás chavales, no me lo tomaba en serio y sabía muy bien que estaba allí porque me convenía. Me daba miedo ser un soldado raso cualquiera. Estaba haciendo lo mismo que había hecho toda la vida: avanzar a base de ingenio. Despreciaba a los demás por querer hacer carrera militar, por aspirar al poder y al liderazgo, por querer mangonear a otros chavales como si fueran piezas sobre un tablero de ajedrez.

      Un día vi por el rabillo del ojo a una pequeña delegación de la SDS26 en la puerta de la pista de atletismo. Sentí por ellos una afinidad tremenda. Ese día —tengo grabada en la mente mi imagen, arrastrando literalmente los pies por la pista— me pesaba el culo; seguía el paso, pero me identificaba en secreto con ese grupo de manifestantes. Sin embargo, ellos pertenecían a un mundo completamente distinto al mío. Para bien o para mal, yo estaba viviendo la experiencia americana y me parecía imposible saltar el abismo que nos separaba. Supongo que pensé que no me aceptarían, que yo era de otra especie.

      Después de graduarme, me fui al entrenamiento de verano del ROTC. Intenté pasar desapercibido. Fallé las pruebas obligatorias de tiro. Odiaba las armas de fuego. Me juré que, fuera cual fuese la situación, jamás utilizaría un arma, jamás mataría a nadie. No fallaba a propósito; simplemente, no me interesaba acertar.

      Mis compañeros de la compañía eran estudiantes de tercero. Al terminar el verano, volverían a la universidad para terminar la carrera y les concederían el rango militar durante la ceremonia de graduación. Yo conseguiría el mío nada más terminar el campamento. Además, tuve el privilegio especial de que me lo concedieran en el club privado de oficiales. Cuando terminaba la jornada de entrenamiento, un colega de la universidad que ya era teniente en el Cuerpo de Transmisiones venía a recogerme en su Oldsmobile descapotable, un coche de lujo, una preciosidad. Yo me hinchaba como un pavo. Los demás estaban ahí abrillantando el suelo y haciendo mierdas por el estilo, pero yo me ponía mi americana de madrás, mis tejanos y mis mocasines de cuero sin calcetines, mi amigo el teniente pasaba a buscarme y nadie se atrevía a decirme ni pío.

      Pero en realidad la cosa estaba jodida, muy jodida. Hasta hace poco, no me he dado cuenta de lo solo que estaba, de lo desconectado que estaba de mi vida. Estaba apartado de todo el mundo, de la sociedad, de la comunidad. Era una especie de jesuita excéntrico.

      ~

      Terminé la universidad tres días después de que dispararan a Robert Kennedy y dos meses y tres días después de que asesinaran a Martin Luther King, un palo detrás de otro. La guerra pendía como una espada sobre nuestras cabezas. A mediados de mi último año universitario, me cambiaron de la categoría II-S a la I-A27 y me pasé seis meses reflexionando acerca de la guerra. Principalmente, lo que hice fue leer mucho sobre pacifismo para decidir si era o no objetor de conciencia. Al final llegué a la conclusión de que no, aunque sigo sin estar seguro de por qué.

      En 1968, la única decisión firme que tomé sobre la guerra fue que, si quería evitarla, lo haría legalmente. No pensaba engañar al sistema para derrotarlo. Huir del país no era una opción, porque las probabilidades de volver parecían muy remotas. No estaba dispuesto a renunciar a mi hogar. Pasar dos años entre rejas era una estupidez tan grande como ir a la guerra, e incluso menos productiva. Y tampoco me iba a pegar un tiro en el pie. Tenía amigos que se estaban matando de hambre para no pasar el reconocimiento médico, pero yo no pensaba hacerlo, supongo que porque suponía demasiado esfuerzo. No es solo que estuviese empeñado en hacer lo correcto; en parte, también era pereza. Me resultaba muy difícil tomar una decisión, fuera la que fuese; quería que se decidiera por mí. Pero no tomar ninguna decisión fue, en realidad, tomarla.

      Aunque alistarme en el Ejército me daba pánico —creía que, de todas las personas que conocía, yo era quien menos posibilidades tenía

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