El evangelio. Jordi Sapés de Lema
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Recuerdos escolares:
Esta parábola nos situaba de manera drástica en nuestra condición de pecadores incapaces de seguir un camino correcto. El hijo pródigo era el que se entregaba a la mala vida, desperdiciando los buenos consejos y enseñanzas que le habían dado sus padres; seguramente, como consecuencia de “malas compañías” que le habían desviado del camino correcto. Tras los aparentes goces iniciales que proporcionaba el mal camino venía la perdición, la caída en una total miseria material y psicológica. Estos amigos que nos habían convencido con sus cantos de sirena se aprovecharían de nosotros y nos dejarían tirados, totalmente perdidos y sin recursos. Era una parábola que pretendía vacunarnos para no tener que vernos en esta tesitura de volver a casa fracasados y humillados, teniendo que implorar el perdón por nuestra mala cabeza.
El hecho de poder ser perdonados, reconociendo el error cometido, solo era un premio de consolación, porque la gente de bien nunca nos absolvería, quedaríamos desprestigiados para los restos, seguirían mirándonos mal y sintiéndose agraviados por la excesiva misericordia divina. Pero Dios es muy bueno, y Él nos acogería, aunque la sociedad nos continuara despreciando.
Claves simbólicas:
Para ver el trasfondo de la parábola, vamos a atender una serie de claves simbólicas que nos pueden llevar a una interpretación más profunda. Estas claves son: la hacienda, el país remoto, los cerdos, los jornaleros, el padre y el hijo mayor.
La hacienda es la existencia, el terreno en el que debemos actualizar el potencial que somos; el país remoto son los objetivos que supuestamente hemos de alcanzar, como si la hacienda no nos bastara; los cerdos son los niveles de conciencia que rigen los planos materiales; los jornaleros son el conjunto de conocimientos, sensibilidad y habilidades que hemos incorporado y que utilizamos para llevar a cabo estas tareas; el padre es la esencia, el potencial que somos y que nos ha sido dado en usufructo, y el hijo mayor son las instrucciones ideológicas, morales y espirituales que hemos recibido.
Interpretación según la línea de Antonio Blay:
Nuestra existencia se desarrolla en dos niveles claramente diferenciados: el más elevado, del hermano mayor, conformado por una educación ideológica, moral o religiosa; y el de la lucha en el mundo material y emocional, simbolizada por el hermano pequeño. El Yo Esencial, el potencial, la capacidad de ver, amar y hacer que somos se pone a disposición de ambas partes, pero la parte que se ocupa de la existencia se ve obligada a poner toda su atención en el exterior, porque anda por terrenos difíciles y esto le lleva a olvidar su naturaleza esencial. Pierde de vista que ya es alguien por derecho propio y emplea el potencial que es para conseguir prestigio, éxito y poder en el mundo. El hijo pródigo, es el personaje.
Así malgastamos el potencial buscando fuera lo que ya somos; lo hacemos porque nos hemos desconectado del fondo y hemos perdido la conciencia de nuestra naturaleza esencial. Hemos olvidado por completo nuestra filiación espiritual y pretendemos apoyarnos en el reconocimiento, valoración y auxilio del exterior, lo que acaba siempre generando desengaño y frustración. Invertimos nuestras capacidades esenciales en lo que el mundo nos exige y solo conseguimos un pobre sucedáneo de la esencia que tenemos olvidada en el inconsciente. La frustración genera angustia e intentamos paliarla buscando satisfacciones sensoriales y psicológicas. El problema es que estos intentos, en vez de darnos fuerza, nos la consumen. Aquello que satisface nuestro cuerpo y nuestro psiquismo no necesariamente colma el espíritu. Pero, a menudo, el sistema nos niega, incluso, estos premios de consolación.
La propia sensación de carencia despierta un recuerdo subliminal de este fondo esencial que permanece en el inconsciente; es lo que llamamos: demanda. Nos lleva a cuestionar la existencia que estamos llevando y a intuir que, quizás, podamos recuperar lo que recordamos de nuestra infancia, cuando todavía no nos habíamos desconectado de lo Superior. No nos hacemos muchas ilusiones, solo pretendemos encontrar un poco de alivio. El caso es que llegados a este punto, ya no deseamos ser importantes, solo queremos volver a degustar algo que sea sólido y real.
Entonces podemos levantarnos internamente, es decir: despertar y situarnos por encima de este nivel de confusión del personaje. Despertar es recuperar la conciencia de quiénes somos y ponernos en camino para tener un protagonismo en la existencia, al mismo tiempo que conseguimos una cierta autonomía personal. Basta eso para experimentar una sensación interior de renacimiento y confianza en nosotros mismos, porque de inmediato volvemos a tomar conciencia del potencial que somos. El potencial no se ha consumido en esta etapa de desorientación, sigue incólume y nos devuelve la conciencia de nuestra filiación.
Pero persiste un problema: la parte moral o religiosa se niega a aceptarnos e insiste en condenarnos; es el hermano mayor. Esta parte ha cultivado grandes pensamientos, incluso, podemos haber experimentado a través de ella una devoción por lo espiritual. Pero nada de eso se ha reflejado en nuestra vida cotidiana; estas ideas y sentimientos, más bien, han resultado estériles; y la prueba es que no nos han dado ninguna satisfacción. Al contrario, es una parte de nuestra personalidad que persiste en hacernos culpables y está celosa de las experiencias que ha tenido la parte supuestamente inferior. Así que, habrá que atenderla, reuniendo ambas en la totalidad de nosotros mismos.
Indicaciones para el Trabajo espiritual:
El fenómeno del personaje es un accidente en la evolución del ser humano, pero es un hecho que distorsiona la existencia, obligándonos a invertir la energía, la inteligencia y el amor que somos en esta tragicomedia que hemos descrito más arriba. El hijo pródigo somos nosotros, malgastando el potencial en objetivos utópicos y olvidando nuestra naturaleza esencial.
Llega un momento en el que la idea de que el futuro nos traerá los objetivos que el personaje nos propone no se sostiene y, entonces, nos preguntamos por el sentido que le estamos dando a nuestra existencia. Una vez superada la tentación de culpar a los demás de nuestro infortunio y viendo claro que no vamos a cobrar las facturas que pretendemos pasarle al mundo, no tenemos más remedio que reconocer que hemos errado en el camino.
Basta este reconocimiento y la intención de superar el error, para que el Yo Esencial reaparezca en nuestra conciencia en forma de despertar. Despertamos como sirvientes del potencial, dispuestos a invertir nuestras capacidades en la tarea que lo Superior decida ponernos delante: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros».
En el mismo momento en el que nos ponemos a actualizar el potencial, tomamos conciencia de serlo. Y en esta conciencia recuperamos nuestra naturaleza esencial y nos descubrimos siendo lo que nunca habíamos dejado de ser: ahí está la satisfacción de nuestras necesidades, de todas ellas, tanto las materiales como las espirituales.
Aquí, se presenta metafóricamente el mensaje central de Jesucristo: habíamos muerto, y hemos resucitado; estábamos perdidos y nos hemos encontrado, porque el Ser Esencial nos ha recibido. No hemos vuelto exactamente al punto de partida; ahora, somos conscientes tanto del Ser como de la función que estamos haciendo en este mundo. Precisamente porque nos hemos equivocado, somos capaces de vivir de forma consciente y voluntaria.
Pero tenemos que convencer a esta parte de la personalidad que no nos perdona y pretende mantenernos desconectados y exiliados. Es la parte moralista e inquisidora del yo ideal que se considera buena porque rechaza esta otra parte desorientada. Conviene ver que esta parte moral no se ha extraviado porque nunca ha hecho nada por sí misma, se ha limitado