El evangelio. Jordi Sapés de Lema
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Porque esta es la amenaza que recibimos en su día de los que supuestamente estaban por encima de nosotros y nos instaron a prescindir de nuestra capacidad de ver, amar y hacer, para incorporar los patrones ideológicos, morales y prácticos que la sociedad prescribía. Lo hicieron amenazándonos con vernos expulsados de la misma.
El hecho es que todavía no hemos perdido del todo la esperanza de conseguir lo que se nos prometió a cambio: prestigio, notoriedad, fama y poder. Superamos las frustraciones poniendo nuestras ilusiones en nuevos proyectos que desembocan en nuevos fracasos, y así, constatamos que van pasando los años y la existencia se agota. Es posible que el último de los proyectos que hayamos emprendido para llegar a ser alguien sea precisamente el camino espiritual; esto indica que hemos empezado a caminar, pero no queremos abandonar los puntos de referencia habituales de la existencia alienada, sin haber visto claramente que esta alternativa nos ha de asegurar el éxito.
De ahí el temor a un nuevo fracaso que se manifiesta en la queja: has venido antes de tiempo. Una cosa es jugar a ser espiritual y otra enfrentar la trascendencia, aquí y ahora; sobre todo, si tenemos identificada la trascendencia con la muerte física. Que se nos llame en plena existencia puede desestabilizar las pocas seguridades materiales a las que nos agarramos.
De hecho, la forma no puede prescindir totalmente de estas seguridades: nuestro cuerpo necesita alimentarse y nuestro psiquismo participar en la sociedad para subsistir. Así que, cuando los demonios le piden permiso a Jesús para trasladarse a los cerdos, Él se lo concede. Los cerdos simbolizan los niveles de conciencia elementales, los que están relacionados exclusivamente con el cuerpo físico y los sentidos. Y ahí asistimos a un espectáculo difícil de contemplar en directo: el efecto de los patrones sociales, cuando la persona prescinde por completo de su componente moral y espiritual y se define, exclusivamente, en términos materiales. El resultado es la autodestrucción emocional, producida por la búsqueda de sensaciones en niveles cada vez más bajos, hasta acabar consumidos por las mismas.
Curiosamente, la versión de Mateo se despreocupa de los que han sido curados para prestar atención a lo que ocurre en la explotación agropecuaria; empresa que, evidentemente, ha sufrido un serio golpe con la extinción de la piara. Los encargados huyen despavoridos a comunicar a sus amos lo que ha sucedido y, lejos de mostrarse admirados por la sanación que Jesús ha realizado, la
ciudad en pleno sale en busca de Jesús para pedirle que se marche.
La ciudad simboliza una organización social estructurada en torno a lo material, que rechaza todo cuanto puede poner en cuestión su modo de vida. No tiene mayores problemas para gestionar que sus habitantes caigan en la locura, como consecuencia de llevar una existencia sin sentido; más bien, le sirve para aconsejar aquello tan oído de que no hay que pensar tanto. Sin embargo, esta organización no puede admitir que alguien la cuestione, ocasionando pérdidas en aquello que vende como valioso; por eso, vive la espiritualidad como una competencia, y la rechaza.
Indicaciones para el Trabajo espiritual:
Como de costumbre, la parábola presenta diversas facetas de nuestra personalidad: el marco social e ideológico en el que nos movemos, representado por la ciudad; la función que desempeñamos con nuestro trabajo laboral al servicio de los valores que esta ciudad promueve, representado por los porqueros; la parte no domesticada de nuestra conciencia que sufre por la angustia de la desconexión, representada por los endemoniados, y la esencia espiritual que se manifiesta en un momento determinado de la existencia, representada por Jesús.
La figura de los endemoniados, conscientes de estarlo, conviene especialmente a los que hemos venido al Trabajo espiritual en busca de sentido, paz y sosiego, y nos hemos visto obligados, de entrada, a reconocer y enfrentar el estado de sueño ocasionado por el personaje. Intuimos la existencia de lo Superior, pero nos encontramos habitando en los sepulcros, prestando atención a fenómenos que se disuelven en la nada, después de haber exigido grandes esfuerzos de nuestra parte, siendo mal vistos por la gente normal, que nos acusa de supersticiosos, y con el único recurso de protestar o denunciar un estado de cosas que consideramos indigno del ser humano.
Esta denuncia nos hace peligrosos a los ojos del colectivo y provoca en nosotros mismos la zozobra de no saber si nuestra acción nos llevará a algún sitio o, por el contrario, acabará destruyéndonos personalmente. Tenemos hambre de lo Superior y, al mismo tiempo, miedo a perder el sustento material y psicológico que el personaje considera indispensable para subsistir en este plano terrenal. Así que, decidimos separar temporalmente lo espiritual de lo material, poner a buen recaudo el espíritu y prestar a lo material la atención necesaria para conseguir un equilibrio estable en este ámbito; trámite necesario, creemos, para volver a lo Superior liberados de dificultades enojosas.
Pero esta decisión resulta catastrófica para este plano material que queremos afianzar porque, al quedar al margen de lo trascendente, adquiere una relevancia exagerada y se muestra cada vez más difícil de satisfacer. El resultado es un colapso emocional que acaba por desequilibrar nuestra personalidad y apoya la supuesta bondad del marco social e ideológico que nos recomienda una existencia estructurada según sus premisas. El modelo reaparece entonces como estable y seguro, enemigo de falsas ilusiones y utopías, que siempre acaban mal; de propuestas que predican cosas muy elevadas pero que, en la práctica, conducen a la neurosis y hacen más mal que bien. De esta manera, el ansia de espiritualidad acaba apareciendo como una pesadilla y refuerza el sistema ideológico institucionalizado.
Para evitar este desequilibrio, es indispensable objetivar el personaje, verlo como algo diferente de nosotros mismos y comprender la estructura mental que tiene. El mecanismo piensa por nosotros, nos hace sentir rechazo por el mundo y por nosotros mismos y condiciona nuestras acciones, convirtiéndolas en reacciones sin sentido ante fantasmas inexistentes. Objetivar el personaje es lo que hace Jesucristo, obligando siempre al diablo a decir su nombre. Decir su nombre es definirse, es aparecer como algo que podemos comprender y desactivar. Una vez nos hemos apartado del mecanismo, podemos reconocerlo y combatirlo como algo ajeno a nuestra realidad existencial y recuperar el protagonismo de nuestra vida.
El despertar no es algo que ocurra de manera espontánea y obligada como consecuencia de la evolución de nuestra personalidad. Todo lo contrario, la personalidad se encuentra maniatada y distorsionada por el personaje y nosotros solo podemos recuperar el juicio si apostamos de forma consciente y voluntaria por el Trabajo espiritual. Libertad implica elección y coherencia con lo que se ha elegido.
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