Noche de bodas aplazada. Natalie Rivers
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El vestido ya no podía distinguirse de la nieve que había caído sobre el suelo de piedra del balcón. Y si no dejaba de nevar pronto estaría cubierto por completo.
Furioso, se dio la vuelta y salió de la habitación.
Capítulo 2
Tres meses después
ERA UN precioso día de mayo. El sol brillaba, los pájaros cantaban sobre las ramas de los árboles… y Chloe estaba frente a la tumba de su mejor amiga con una niña huérfana en los brazos.
Resultaba casi imposible creerlo, pero era cierto. Liz, la madre de Emma, ya no estaba con ellas.
Había tenido tres meses para hacerse a la idea de que su querida amiga estaba perdiendo la batalla contra el cáncer, pero aun así su muerte había sido una horrible sorpresa.
Aquella fría noche de febrero, cuando volvió de Venecia, había ido directamente a casa de Liz, en el pueblo. Estaba desesperada por ver a su amiga y contarle lo que le había pasado con Lorenzo. Pero lo que necesitaba sobre todo era buscar el consuelo de su compañía.
Sin embargo, en cuanto abrió la puerta, Chloe se dio cuenta de que ocurría algo. El cáncer que llevaba meses en remisión había vuelto.
Liz no había querido contárselo para no estropear el que debería ser el momento más feliz de su vida, el día de su boda. Pero lo más descorazonador era que la enfermedad había progresado hasta el punto de que los médicos ya no podían hacer nada.
Chloe miró a la niña que tenía en brazos, sintiéndose helada y vacía. El sol del mes de mayo no era capaz de calentarla y, en ese momento, pensó que jamás volvería a hacerlo.
–¿Estás bien, cariño?
Chloe notó la preocupación en la voz de Gladys, la amable vecina de Liz, que había sido un apoyo increíble durante las últimas semanas. Había intentado animarla en los peores momentos y se había ofrecido a cuidar de la niña para que Chloe pudiese acompañar a Liz en el hospital.
Chloe se volvió, intentado que su sonrisa pareciese convincente, aunque sabía que no era fácil engañar a Gladys.
–Estoy bien, sí.
–Ha sido un funeral precioso. Los versículos de la Biblia que Liz quiso que leyeses eran muy bonitos.
Chloe asintió con la cabeza, intentando controlar el nudo que tenía en la garganta. El funeral le había parecido insoportable. El dolor de perder a su mejor amiga seguía siendo intolerable.
Liz era demasiado joven para morir y Emma era demasiado pequeña para perder a su madre.
–Si de verdad estás bien, me voy a casa. Deben estar esperándome allí.
–Gracias por invitar a todo el mundo a tomar un té –dijo Chloe. Había sido un detalle por parte de Gladys ofrecerse a recibir a los invitados después del funeral porque ella no tenía fuerzas para hacerlo.
–Es lo mínimo que podía hacer. Tú estás ocupada con Emma y ya has hecho demasiado.
–Sólo he hecho lo que hubiera hecho todo el mundo.
–No, no todo el mundo –sonrió Gladys–. Tú cuidaste de tu amiga en los momentos más difíciles y ahora estás cuidando de su hija. Liz era muy afortunada por tener una amiga como tú.
Chloe apretó los labios para controlar la emoción. Sabía que Gladys lo hacía con buena intención, pero en ese momento era difícil pensar que Liz hubiera sido afortunada en absoluto. La pobre había sufrido tanto… y sólo para que el cáncer le quitase la vida al final.
–Nos vemos dentro de un rato –murmuró, abrazándola.
Luego, cuando la anciana se dio la vuelta, dejó escapar un suspiro de alivio. Necesitaba estar sola.
No podía soportar la idea de encerrarse en el saloncito de Gladys, con la gente del pueblo dándole el pésame. Liz no tenía parientes cercanos y nadie sabía dónde estaba el padre de Emma porque en cuanto descubrió que Liz estaba embarazada no había querido saber nada de ella. Incluso se atrevió a insinuar que él no podía ser el padre.
–Todo saldrá bien, Emma –susurró, besando la carita de la niña–. Nos tenemos la una a la otra.
De repente, la imagen de Lorenzo apareció en su cabeza. Tres meses antes había pensado que iba a embarcarse en la más maravillosa aventura de su vida: casarse y tener hijos con el guapísimo Lorenzo Valente. Pero todo había cambiado.
No había vuelto a saber nada de él desde la noche que se marchó de Venecia y eso le dolía más de lo que quería admitir. Sabía que era poco realista esperar que la siguiera para decirle que estaba equivocado, que la amaba…
Pero eso era lo que había deseado.
Tampoco ella se había puesto en contacto con Lorenzo. Entre otras cosas, porque estaba demasiado ocupada cuidando de Liz y Emma. Y, si era absolutamente sincera, no habría sido capaz de enfrentarse con él.
En el fondo sabía que se había portado mal al salir huyendo sin decir nada, pero había sido una reacción instintiva al descubrir que Lorenzo veía su matrimonio como un acuerdo práctico y sin amor. El abrumador deseo de protegerse, de salvarse a sí misma, la había hecho huir. Porque para proteger su corazón debía alejarse de él.
Y, sin embargo, ahora tenía que ponerse en contacto con Lorenzo.
Primero, para contarle su intención de adoptar a Emma. Aún seguían oficialmente casados y eso podría ser una complicación en el proceso legal. Y, además, debía hablarle sobre un dinero que se había visto obligada a sacar de la cuenta que Lorenzo había abierto a su nombre antes de la boda. Era una cantidad muy pequeña, insignificante para un multimillonario, pero lo conocía tan bien como para saber que no le pasaba desapercibido ningún detalle, incluso el más pequeño.
Se lo devolvería en cuanto le fuera posible. No quería nada de él y cuanto antes lo solucionase antes podría dejar atrás aquel triste episodio de su vida y seguir adelante, forjándose un futuro para Emma y para ella.
Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en volver a verlo, pero cerró los ojos y apretó la cara contra la de Emma.
–No voy a pensar en eso ahora –murmuró. Le había prometido a Liz que sólo pensaría cosas alegres, pero en ese momento era una promesa difícil de cumplir.
Suspirando, se acercó a un banco de madera bajo un almendro en flor. La hierba estaba cubierta de delicadas flores rosadas que le recordaban al confeti que lanzaron el día de su boda.
Y, de repente, un sollozo escapó de su garganta. Hacía un día precioso, pero su mejor amiga no estaba allí para compartirlo con ella. Y no estaría nunca más.
Lorenzo Valente conducía el descapotable con natural facilidad, cambiando de marcha cuando tomaba una curva. Era una bonita tarde del mes de mayo y el sol era sorprendentemente cálido mientras recorría la carretera de la Inglaterra rural.
Pero,