Entre el deseo y el temor. Jennie Lucas
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–¿Quiere que la ayude con la bolsa de viaje? –le preguntó el joven.
–No –respondió ella, colgándose la bolsa al hombro–. Grazie.
–Ciao, bella.
Rosalie esbozó una sonrisa. Ella no era bella. Los hombres italianos debían llamar así a todas las mujeres como un gesto de simpatía o de respeto, pensó, mientras pasaba frente a encantadoras terrazas y tiendas de objetos de cristal y máscaras venecianas.
Venecia, la ciudad de los sueños. La Serenissima.
Ella había crecido en una granja al norte de California antes de mudarse a San Francisco para trabajar como recepcionista. Nunca había imaginado que algún día viajaría a Europa y estaba abrumada por aquella maravilla renacentista. Los preciosos edificios, que tantas veces había visto en el cine, los románticos y pintorescos balcones, los canales brillando como diamantes bajo el ardiente sol italiano.
Rosalie sacudió la cabeza. ¿Qué le importaba todo aquello? Estaba allí por una sola razón: para reclamar a su hijo.
Tenía que convencer a los Falconeri de algún modo. Tenía que hacerlo.
Siguiendo las indicaciones del callejero, se apartó de los turistas que iban hacia la plaza de San Marcos y tomó una callecita estrecha hacia la dirección que aparecía en el contrato, la Piazza di Falconeri.
Poco después, se detuvo frente a una verja de hierro forjado. Tras la verja podía ver un patio lleno de árboles y, tras ellos, un precioso palazzo. Aquel era el sitio.
Armándose de valor, Rosalie pulsó el timbre.
–Si? –respondió una fría voz masculina.
–Quiero ver al señor y la señora Falconeri, por favor.
–Al señor Falconeri, querrá decir –replicó el hombre, con un acento que le recordaba al del mayordomo de Downton Abbey–. ¿Tiene cita?
–No, pero estoy segura de que querrán verme.
–¿Y cuál es su nombre?
–Rosalie Brown. Soy la madre subrogada de su hijo –respondió ella. Silencio al otro lado–. ¿Hola? ¿Sigue ahí? Por favor, he venido desde California para hablar con ellos. Tengo que explicarles…
La verja se abrió con un zumbido metálico y Rosalie entró en el silencioso patio, tan distinto a las abarrotadas calles venecianas. Oyó cantar a un pájaro mientras se dirigía hacia una puerta de madera labrada, frente a la que esperaba un anciano de gesto altivo y espesas cejas blancas.
–Puede pasar –le indicó, mirando su abultado abdomen con gesto de sorpresa.
–Gracias –dijo Rosalie, entrando en el fresco vestíbulo–. ¿Es usted el señor Falconeri?
El hombre hizo una mueca.
–Soy Collins, el mayordomo. Empleado del conte di Rialto.
–¿Conte? –repitió ella, desconcertada.
–Alexander Falconeri es el conte di Rialto, señorita. Qué extraño que no sepa quién es si está esperando un hijo suyo –dijo el mayordomo, con tono escéptico.
–Ah.
Genial. De modo que el padre de su hijo era un aristócrata. Lo que necesitaba para sentirse aún más insegura.
Levantando la cabeza, Rosalie admiró los frescos en el techo y la impresionante lámpara de araña.
–Por aquí, señorita Brown.
El mayordomo la llevó por un ancho pasillo hacia un salón con molduras doradas, muebles estilo Luis XIV y enormes ventanales sobre el canal.
–Espere aquí un momento, por favor.
Cuando el hombre desapareció, Rosalie miró alrededor sin saber qué hacer. Un palacio como aquel era algo completamente extraño para ella, que compartía un diminuto apartamento con otras tres chicas. Y antes de eso, la granja de su familia en el norte de California, con una casa abarrotada de muebles viejos.
Y todo altamente inflamable además…
Pero no podía pensar en eso ahora, se dijo, angustiada.
Suspirando, miró el cuadro sobre la chimenea. El hombre del retrato, sin duda un antepasado del señor Falconeri, parecía mirarla con más desdén que el mayordomo.
«Este no es tu sitio», parecía decir, con una sonrisa desdeñosa.
Y Rosalie estaba de acuerdo. No era su sitio y tampoco el de su hijo. No iba a dejar que el niño fuese criado en aquel mausoleo.
Había descubierto recientemente que el embarazo subrogado era ilegal en Italia. Un hecho que Chiara y Alex Falconeri debían conocer. Por eso decidieron contratar a una madre de alquiler en California…
–¿Quién es usted y qué es lo que quiere?
Rosalie se dio la vuelta para mirar al hombre vestido de negro que acababa de entrar en el salón. Era alto, atlético, de hombros anchos. Tenía el pelo oscuro, algo despeinado, y el brillo de sus ojos negros hacía que le temblasen las rodillas.
–¿Es usted Alex Falconeri?
–No ha respondido a mi pregunta –replicó él–. ¿Quién es usted? ¿Qué es esa ridícula historia que le ha contado a mi mayordomo?
Ella frunció el ceño, sorprendida. ¿No sabía quién era? ¿Cuántas madres de alquiler habían contratado?
–Soy Rosalie Brown.
–Muy bien, Rosalie Brown –repitió él, con tono burlón–. ¿Esto es una especie de broma? ¿De verdad afirma estar esperando un hijo mío?
–Usted sabe que es así.
–¿Y cómo es posible? –preguntó él, cruzándose de brazos–. Nunca le fui infiel a mi mujer. Ni una sola vez.
–Pero vi su firma en el contrato de embarazo subrogado –dijo Rosalie.
–¿Qué contrato? ¿De qué está hablando?
Ella lo miraba, atónita. ¿Era posible que no lo supiera?
–Su mujer, la señora Falconeri, me contrató en una clínica de fertilidad de San Francisco el pasado mes de noviembre. Según ella, usted estaba demasiado ocupado para viajar hasta allí, pero me contó que eran una pareja feliz y que solo necesitaban un hijo para que su felicidad fuese completa.
–¿Chiara le dijo que éramos felices? –replicó él, mirándola con gesto de incredulidad–. No puede estar hablando de mi esposa. Ella jamás hubiera dicho eso.
–Me dijo que un hijo era lo que más deseaban… pregúntele a ella –sugirió Rosalie–. Ella fue quien se puso en contacto conmigo y…
–No puedo preguntarle