Entre el deseo y el temor. Jennie Lucas

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Entre el deseo y el temor - Jennie Lucas Bianca

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siento mucho… –empezó a decir, nerviosa.

      –Murió en el coche con su amante –la interrumpió Alex Falconeri–. Por eso sé que todo lo que está diciendo es mentira.

      Esa ridícula historia no podía ser cierta. Ni siquiera Chiara habría hecho algo así. Engendrar un hijo gracias a una madre de alquiler sin decirle una palabra.

      Era imposible.

      ¿O no?

      Aquella joven decía haber quedado embarazada en una clínica de fertilidad en San Francisco. ¿Cómo podía una clínica americana tener una muestra de su ADN?

      Tenía que ser un fraude. Un fraude perpetrado por Chiara, que llevaba dos años pidiéndole el divorcio y la mitad de su fortuna. Él se había negado, por supuesto. No veía razón para aceptar el divorcio y mucho menos para romper el acuerdo prematrimonial y entregarle un dinero que no había hecho nada para merecer. Además, había hecho promesas matrimoniales y un hombre sin honor no era un hombre.

      Para él, el matrimonio, feliz o infeliz, era para siempre.

      Pero Chiara pensaba de modo diferente. Cuando su padre murió, un año después de la boda, y recibió su esperada herencia, no veía razón para seguir casada con él. Quería ser libre para casarse con su amante, un músico pobre y adicto a las drogas, pero habían derrochado el dinero a manos llenas y la herencia no duró mucho.

      Carraro, un hombre casado, había dejado claro que solo una fortuna realmente espectacular podría tentarlo para dejar a su mujer y, de repente, un simple divorcio no era suficiente para Chiara, que había exigido la mitad de su fortuna.

      Cuando Alex se negó, Chiara decidió alardear de su aventura con el músico, yendo de fiesta en fiesta, emborrachándose en las discotecas más conocidas de Venecia y Roma. Había hecho todo lo posible para forzar su mano, pero él se negaba a ceder.

      ¿Por qué iba a hacerlo?

      Por fin, desesperada, Chiara había amenazado con chantajearlo; una amenaza a la que no prestó atención porque él nunca la había engañado con otra mujer y nunca había hecho nada ilegal.

      Pero un hijo…

      Chiara sabía que quería tener hijos. Él era el último de su linaje. Su familia, poderosa durante quinientos años, había quedado reducida a Alex y a un primo lejano, Cesare. Si no tenía descendencia, el título de conte di Rialto moriría con él, pero la posibilidad de tener un hijo era cada día más lejana porque había dejado de tener relaciones con su mujer mucho tiempo atrás.

      Había esperado que Chiara recuperase el sentido común, que pudiesen mantener una buena relación. No necesitaba amarla. De hecho, era mejor que no la amase.

      Pero Chiara debía saber que si lo sorprendía con un hijo biológico, él estaría dispuesto a darle lo que le pidiese: el divorcio, su fortuna, cualquier cosa para proteger a su heredero.

      ¿Podría estar diciendo la verdad aquella desconocida?

      –Siento mucho lo de su esposa –dijo la joven americana, poniendo una mano en su brazo–. Aunque tuviesen… problemas en su matrimonio, estoy segura de que usted la quería mucho.

      Atónito, Alex miró la delicada mano en su brazo. El roce había provocado un escalofrío que se extendía por todo su cuerpo.

      ¿Por qué reaccionaba así con una extraña?

      No había ninguna magia especial, se dijo a sí mismo. Era una reacción instintiva, nada más, porque hacía tiempo que no mantenía relaciones.

      Años en realidad. Nunca hubo pasión en su matrimonio, ni siquiera al principio. Había sido un enlace de conveniencia, la unión de dos familias con viñedos centenarios.

      Apenas sabía nada de Chiara salvo que era bellísima, que pertenecía a una familia distinguida y que llevaba el viñedo Vulpato como dote.

      Las pocas veces que habían hecho el amor había sido algo mecánico, indiferente. Y unos meses después de la boda, ni siquiera dormían juntos.

      Eso había sido casi tres años antes.

      Era lógico que su cuerpo reaccionase ante el menor roce, pensó.

      Alex apartó su mano y vio que ella se ponía colorada. Era muy guapa, con expresivos ojos castaños y el pelo oscuro sujeto en una larga coleta. Llevaba un vestido amarillo que se pegaba a sus curvas de embarazada y tenía unas piernas largas y bien torneadas. No parecía llevar una gota de maquillaje y ni una sola joya.

      –Pero… no entiendo nada –empezó a decir ella–. Lo siento mucho. Imagino lo mal que lo está pasando…

      –No, no puede imaginarlo –la interrumpió él–. Y yo no sé nada sobre esa clínica.

      Rosalie lo miró en silencio durante unos segundos.

      –¿Dice que su mujer murió en un accidente?

      –Así es –respondió Alex.

      «Si se puede llamar accidente a emborracharse con tu amante y conducir por una carretera llena de curvas una noche lluviosa».

      –Hace cuatro semanas. ¿No lo sabía? Salió en las noticias.

      La muerte de Chiara había sido comentada en todos los medios franceses e italianos. El orgulloso conte di Rialto, que antes de casarse había sido un conocido playboy, abochornado por las públicas traiciones de su esposa, que por fin había muerto con su amante en un accidente. Las revistas de cotilleos no iban a dejar pasar tan jugoso escándalo.

      Todos sus amigos y conocidos le habían preguntado por qué no se divorciaba de ella, pero nadie entendía que para él era una cuestión de honor.

      «Tu mujer te pone en ridículo continuamente», le decían. «El honor no exige que cumplas las promesas matrimoniales sino que te divorcies de esa fulana».

      Alex miró los luminosos ojos de la joven americana, llenos de angustia y compasión.

      Era un fraude, tenía que serlo. No podía estar diciendo la verdad sobre el embarazo porque era imposible que una clínica americana tuviese una muestra de su ADN. Tal vez Chiara había encontrado a una actriz embarazada en Los Ángeles y la había convencido para que hiciese esa charada. Tenía que ser eso.

      –Espero que le pagase por adelantado –le espetó, con los dientes apretados.

      La chica lo miraba con cara de sorpresa.

      –¿Qué?

      –Chiara la contrató para que viniese a Venecia y dijese estar embarazada de mi hijo, ¿no?

      –¿Está diciendo que no me cree?

      El temblor en su voz, los ojos empañados…

      Era una buena actriz, debía reconocerlo. Tan buena que seguramente la vería en televisión algún día aceptando un premio.

      –Claro que no la creo. ¿Cómo iba a concebir un hijo del que yo no sé nada?

      –Por

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