Entre el deseo y el temor. Jennie Lucas

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Entre el deseo y el temor - Jennie Lucas Bianca

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Brown.

      –Muy bien, señorita Brown, le pagaré el doble de lo que le pagó Chiara si admite que está mintiendo. Admita que no soy el padre de su hijo –Alex la miró de arriba abajo–. Eso, si está embarazada de verdad.

      –¿Que no estoy embarazada? –exclamó ella, indignada–. ¡Toque esto!

      Rosalie Brown tomó su mano y la puso sobre su abultado abdomen. Alex había esperado tocar algo blando, un almohadón o algo parecido, pero apartó la mano con sorpresa al comprobar que de verdad estaba embarazada.

      –¿Es un niño o una niña? –le preguntó.

      –¿Qué importa eso? Es un niño y nacerá dentro de dos meses. Y usted es el padre.

      –Y ha venido a recibir su dinero. Ya estaba embarazada cuando Chiara la contrató, pero ella le prometió una cantidad de dinero si me hacía creer que ese niño era hijo mío –dijo él entonces–. De ese modo conseguiría el divorcio.

      –¿Su mujer quería el divorcio?

      –Pero cuando descubrió que Chiara había muerto, temió no recibir el dinero prometido –siguió él, como si no la hubiese oído–. Y ahora espera que se lo dé yo, naturalmente.

      –¿Qué? ¡No! No me ha entendido, señor Falconeri. No se trata de eso.

      –¿Entonces qué es lo que quiere, señorita Brown?

      La vio tragar saliva. Tenía unos preciosos y expresivos ojos castaños, profundas piscinas oscuras con puntitos dorados que, por alguna razón, le parecían hipnóticos.

      –Quiero quedarme con el niño –respondió, en voz baja–. Por eso he venido, por eso me he hecho el pasaporte y he viajado al otro lado del mundo por primera vez en mi vida. Quiero quedarme con el niño porque es mío, es mi hijo.

      Alex la miró sin entender.

      –Quiere que le dé dinero…

      –Lo único que quiero es a mi hijo –lo interrumpió ella, sacando del bolso un fajo de billetes que puso en su mano–. Este es el dinero que me dio su mujer por el contrato. Está todo, no he gastado un céntimo.

      Atónito, Alex miró el fajo de billetes. Parecía una cantidad muy pequeña.

      –¿No quiere nada de mí?

      Rosalie Brown negó con la cabeza.

      –Solo quiero a mi hijo.

      –Yo no sé nada sobre ese niño. Es imposible que yo sea el padre, así que márchese.

      Esperaba que ella respondiese con palabras airadas, pero en lugar de eso Rosalie Brown lo abrazó con lágrimas en los ojos.

      –Gracias –susurró, besándolo en la mejilla–. Muchísimas gracias.

      Alex sintió el roce de sus pechos, la caricia de su vientre en la entrepierna. Respiró el aroma de su pelo, a vainilla y azahar, y experimentó una descarga eléctrica por todo su cuerpo, como un estallido de luz y calor tras un largo y frío invierno.

      –No sabe lo que esto significa para mí –dijo ella, con lágrimas en los ojos–. Temía hacerme ilusiones para nada –añadió, metiendo la mano en el bolso para sacar un documento–. Por favor, firme esto y envíelo a la clínica de San Francisco para que no me pongan ningún problema. Y gracias, de verdad. Es usted una buena persona.

      Después de decir eso salió del salón y Alex se quedó mirándola, atónito. Luego miró el papel que tenía en la mano. Era un documento legal por el que, según las leyes de California, renunciaba a sus derechos parentales sobre el bebé.

      ¿Por qué no le había pedido dinero? Alex miró el fajo de billetes que tenía en la mano. De hecho, ella le había dado dinero. Nada de aquello tenía sentido.

      A menos que su historia fuese cierta.

      Pero no podía ser. Porque, aunque Chiara hubiese urdido aquel plan diabólico, ¿como lo había hecho? Era imposible que él fuese el padre de ese niño. La clínica de San Francisco no podía tener una muestra de su ADN.

      A menos que…

      Alex recordó entonces su visita a una clínica en Suiza, poco después de casarse, cuando aún esperaba tener un hijo con Chiara y se preguntaba por qué no quedaba embarazada.

      Se había hecho unas pruebas y había aceptado que se quedasen con las muestras de su ADN para el futuro, por si acaso.

      ¿Podría ser…?

      Sí, pensó entonces, con el corazón acelerado. Su difunta esposa, tan astuta y taimada, debía haber imaginado que pediría una prueba de paternidad y esa prueba demostraría que el bebé era hijo suyo.

      Así era como pensaba chantajearlo. Había conseguido las muestras de la clínica suiza y las había enviado a San Francisco.

      Esa idea lo dejó helado. ¿Habría encontrado Chiara la forma de vengarse desde la tumba?

      ¿Sería posible que Rosalie Brown, una mujer a la que no había visto en su vida, estuviese esperando un hijo suyo?

      Capítulo 2

      SIGUEN aquí? ¿Por qué no se marchan? –protestaba la tía abuela de Rosalie en la puerta de la cocina, mirando a los turistas que cantaban al otro lado del restaurante.

      –Están pasándolo bien –respondió Rosalie, esbozando una sonrisa.

      Su tía se volvió hacia ella con las manos en las caderas.

      –Ya veo que te hace mucha gracia.

      –Lo siento, no puedo evitarlo.

      Pero no eran solo las canciones de los turistas lo que hacía sonreír a Rosalie. La verdad era que desde que llegó a Monte Saint-Michel dos días antes no había dejado de hacerlo.

      Iba a quedarse con su hijo.

      Había pensado que era un sueño imposible, pero ese sueño se había hecho realidad. Podía quedarse con su hijo para siempre, pensó, haciendo un alegre bailecito.

      «Somos una familia, cariño. Tú y yo».

      –¡No bailes en medio de mi restaurante! –exclamó su tía Odette, escandalizada–. ¿Estás borracha?

      –Borracha de felicidad, tatie –respondió ella, dándole un beso en la mejilla.

      –Mi hermana no debería haberse marchado a América –protestó su tía, intentando disimular una sonrisa–. ¡No te han enseñado a comportarte!

      Rosalie soltó una carcajada. Se alegraba tanto de haber ido a visitarla. Odette Lancel era la propietaria del restaurante de tortillas más popular de Monte Saint-Michel, el pueblo-isla bajo la abadía medieval, una enorme fortaleza construida sobre una roca.

      Al principio, Odette no se había mostrado

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