Entre el deseo y el temor. Jennie Lucas
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Recordar a sus padres hizo que Rosalie perdiese brevemente la sonrisa. No quería recordar a sus queridos padres o la felicidad de su hogar perdida para siempre.
Por su culpa.
Chiara Falconeri, la elegante mujer italiana a la que había conocido en San Francisco, también había fallecido. Qué tragedia morir de ese modo, pensó. Y, al parecer, su matrimonio no era un matrimonio feliz en absoluto. Al contrario, era un fracaso.
Chiara había muerto con su amante, engañando a su marido, después de haber engendrado un hijo sin el consentimiento de Alex Falconeri… ¿para obligarlo a divorciarse?
Todo aquello era un desastre y Rosalie se alegraba de poder criar a su hijo lejos de los Falconeri, sin dramas, en un hogar lleno de amor.
–Un niño necesita un padre –le dijo su tía por enésima vez.
–Ya, pero es imposible. El padre de mi hijo es…
«Guapísimo, sexy, poderoso».
Rosalie sacudió la cabeza, intentando apartar esas imágenes de su mente.
–Alex Falconeri está de luto por la muerte de su esposa y no tiene el menor interés en criar a un hijo del que no sabía nada.
–De todas formas, también es responsabilidad suya. Al menos, tendrá que ayudarte económicamente.
–No quiero su dinero –dijo Rosalie, irritada.
–¿Por qué no? –le preguntó su tía, con el ceño fruncido–. Tu sueldo de recepcionista no es una fortuna precisamente.
–No, es verdad, pero tengo el dinero del seguro de mis padres y si vendo la granja…
–¿Vender la granja? –exclamó Odette, escandalizada–. Yo nunca aprobé el matrimonio de mi sobrina con un granjero americano, pero él hablaba de sus tierras con mucho orgullo. La familia de tu padre trabajó esa granja durante generaciones y era tan importante para él como lo es este restaurante para mí. Lo heredé de mi abuelo –dijo su tía, mirando alrededor con gesto orgulloso–. Uno no debe deshacerse de un legado familiar a menos que sea absolutamente necesario.
–Pero la granja ya no existe, tatie. Mis padres han muerto y yo no puedo volver allí. Debo aceptar eso.
–Rosalie…
–Dentro de unos días volveré a San Francisco. ¿Por qué no dejas que te ayude en el restaurante mientras tanto?
No podía haber elegido mejor forma de distraer a Odette, cuyo rostro se iluminó de inmediato. Era temporada alta, de modo que pasó esos días atendiendo a los clientes y disfrutando de la isla, pero al día siguiente debía volver a Venecia y tomar un avión con destino a San Francisco.
Entonces tendría que empezar a tomar decisiones importantes. Porque, evidentemente, no podía criar a su hijo en un apartamento compartido con otras tres chicas. ¿Y podría seguir trabajando como recepcionista cuando las guarderías costaban casi más de lo que ella ganaba?
Aunque quisiera gastarlo, y no era así, el dinero del seguro de vida de sus padres no duraría para siempre, de modo que tendría que vender la granja. ¿Pero de verdad podía venderla?
Suspirando, miró a un grupo de ruidosos turistas americanos que brindaban y cantaban al fondo del restaurante. Todos eran de mediana edad, pero su alegría era contagiosa y Rosalie no podía dejar de sonreír, por mucho que su tía se lo pidiese.
–Diles que se callen, ma petite –le pidió Odette, irritada.
–¿Por qué? –preguntó ella–. No están molestando.
–A mí sí me molestan –insistió su tía–. Son más de las diez y deberían dejar de beber e irse a dormir de una vez. ¿Esperan que los lleve a cuestas al hotel?
–Muy bien. Les diré que vamos a cerrar –dijo Rosalie.
Los americanos, de buen humor, pagaron la cuenta y le pidieron que felicitase a la cocinera por las estupendas tortillas.
–¿Cómo las hace tan esponjosas? –le preguntó una de las mujeres.
–Es un secreto familiar, pero tal vez pueda contárselo: es amor –respondió Rosalie. Los turistas soltaron una carcajada–. No, en serio. Así es como se crea todo lo que es realmente especial en el mundo, con amor.
Tenía que creer eso. A veces, la vida parecía un drama detrás de otro, pero el amor le daba significado y magia a todo.
¿Cómo si no explicar que hubiese quedado embarazada en el momento más terrible de su vida, cuando estaba más desesperada? Ella, que nunca se había acostado con un hombre.
¿Qué otra explicación había para el milagro de poder quedarse con su hijo?
Rosalie sabía que era muy afortunada y pensaba atesorar cada gota de alegría.
Claro que aquello era más que una gota, pensó, poniendo una mano sobre su vientre. Era un océano.
No entendía por qué Alex Falconeri estaba dispuesto a renunciar a su hijo, pero fueran cual fueran sus razones se sentiría agradecida durante el resto de su vida…
–Señorita Brown.
Rosalie se quedó boquiabierta al ver al hombre que acababa de entrar en el restaurante.
Alex Falconeri.
Los turistas americanos estaban despidiéndose, pero ella solo podía mirar al carismático italiano al que creía haber dejado atrás para siempre.
–Señorita Brown –repitió él, con voz ronca.
–¿Cómo… cómo me ha encontrado? ¿Y qué quiere? –le espetó Rosalie, temblando.
–No ha sido muy difícil. Llamé por teléfono hace unas horas y hablé con su tía.
–Con mi…
Rosalie se dio la vuelta para mirar a Odette con gesto acusador, pero su tía se encogió de hombros.
–Es el padre del niño. Como te he dicho muchas veces, también es responsabilidad suya.
–No es verdad –replicó Rosalie, volviéndose para fulminarlo con la mirada–. Usted renunció a sus derechos parentales en Venecia.
Él enarcó las cejas.
–¿Eso es lo que cree?
Sí, eso era precisamente lo que Rosalie había pensado, pero estaba tan asustada que tuvo que apoyarse en la mesa. Solo había una razón para que Alex Falconeri estuviese allí: quería quitarle a su hijo. Y podría hacerlo. Con su dinero y su poder, ¿cómo iba a impedirlo?
–Por favor, déjeme en paz –susurró.
Alex