La noche del dragón. Julie Kagawa

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La noche del dragón - Julie Kagawa La sombra del zorro

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lo saben. Debemos correr a los botes salvavidas y salir de aquí, ahora.

      —¿Qué pasará con Tatsumi?

      Una sombra cayó sobre la cubierta cuando el umibozu levantó un brazo gigante y lo dejó caer de nuevo. El barco se sacudió como un caballo salvaje, y me desplomé sobre la cubierta. Su segundo brazo cayó también y golpeó el mástil. El grueso poste se rompió como si fuera una delgada rama y se estrelló contra la cubierta. Dos marineros quedaron aplastados debajo.

      —¡Abandonen la nave! —alguien chilló en el torbellino del caos.

      Haciendo una mueca, levanté la vista para ver al umibozu dar un golpe de revés a un trío de marineros en la cubierta. Los hombres volaron por el aire gritando, y cayeron en picada sobre las oscuras aguas del océano. Ya no podía ver a Tatsumi a través de la agitada masa de marineros que nos rodeaban, y la preocupación por él hizo que se me retorciera el estómago.

      —¡Vamos, Yumeko-chan! —una mano firme me tomó del codo y me levantó. El rostro de Okame-san era sombrío cuando me puso en pie y me mantuvo erguida mientras la nave rebotaba y se estremecía—. Este barco se está hundiendo, tenemos que largarnos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

      Me mordí el labio, miré una vez más al enorme umibozu y tomé una decisión en una fracción de segundo.

      —¡Vayan ustedes, los alcanzaré enseguida!

      —¡Yumeko! —gritó Reika ojou-san cuando me separé de Okame-san y corrí hacia la proa del barco. Hacia el enorme umibozu que se alzaba imponente en la parte delantera.

      Mientras me acercaba, esquivando a los marineros y a la tripulación que corrían hacia el otro lado, pude ver el brillo de Kamigoroshi bajo la sombra del umibozu. Vi a Tatsumi, con el rostro firme y determinado, plantar los pies mientras la mano del gigante descendía hacia él, con la palma abierta como si quisiera aplastarlo como un insecto. Cuando la extremidad cayó, Tatsumi adoptó posición de ataque y empuñó a Kamigoroshi sobre su cabeza. La punta de la espada atravesó la palma del umibozu y desgarró su dorso. Sin embargo, la fuerza del golpe estrelló al asesino de demonios contra la cubierta, y la madera se astilló por debajo de él. Un chorro de lo que parecía tinta brotó de la mano del umibozu, pero éste no retrocedió ni se apartó. Mientras yo lo observaba, con el corazón palpitante, sus largos dedos se enroscaron alrededor del asesino de demonios y lo levantaron en el aire.

      El terror me atravesó, y en algún lugar en lo más profundo de mi interior, una llama helada rugió al cobrar vida y encendió la boca de mi estómago. Mi mano se abrió con una esfera de kitsune-bi ardiendo en mis dedos. Quemaba al rojo vivo contra mi piel y deformaba el aire a su alrededor, más brillante que cualquier cosa que hubiera conjurado antes. Con un grito, la lancé a la monstruosa forma del umibozu.

      El globo de fuego fatuo golpeó el codo del monstruo y explotó. Y, por primera vez, un ruido surgió del umibozu, que se había mantenido en silencio hasta entonces. Un gemido como el aullido de un tifón o los gritos de cien hombres juntos a punto de ahogarse resonó en la noche. El monstruo se volvió hacia mí, tras dejar caer a Tatsumi sobre la cubierta, ahora olvidado. Ensangrentado y herido, el asesino de demonios se puso en pie. Sus ojos se abrieron como platos cuando encontraron mi mirada.

      Por encima de nosotros, el umibozu levantó ambos puños y los dejó caer con la fuerza de un rayo. El barco se tambaleó violentamente, y salí volando, junto con astillas y trozos de madera que se sentían como la picadura de un avispón cuando golpeaban mi piel. Todavía girando por el aire, vi la cubierta que se acercaba con rapidez hacia mí y me preparé, cubriendo mi rostro con los brazos.

      Golpeé las tablas destrozadas y rodé. El suelo dio vueltas salvajemente antes de que lograra detenerme, mareada y sin aliento, en cubierta. Con una mueca, esperando que las náuseas se desvanecieran pronto, intenté incorporarme sobre los codos, pero un dolor punzante atravesó mi costado, como si alguien hubiera clavado un cuchillo entre mis costillas. Jadeé, llevé mi mano al lugar donde se había originado el dolor y sentí los bordes ásperos de un largo trozo de madera que sobresalía de mi piel. Cuando aparté la mano, mis dedos estaban manchados con algo brillante y oscuro.

      No está bien, Yumeko. Mi mente daba vueltas, confundida, sabiendo que estaba herida, pero negándome a aceptar que podría estar muriendo. Levántate. Encuentra… encuentra a Reika ojou-san. Ella sabrá qué hacer…

      —¡Yumeko!

      La voz de Tatsumi sonó a través de la cubierta, furiosa, casi desesperada. Levanté la mirada… justo a tiempo para ver al umibozu empujar el puño por la parte superior de la nave. La embarcación rebotó con violencia cuando fue destrozada, y las tablas debajo de mí desaparecieron. Me desplomé en la oscuridad. El terror subió por mi pecho antes de que golpeara el océano, y las aguas heladas se cerraron sobre mi cabeza.

      Las corrientes me arrastraron hacia abajo y no pude encontrar la fuerza para subir de regreso al aire. Me estaba hundiendo, fría y paralizada, observando cómo la superficie se alejaba más y más. La oscuridad se arrastró por los bordes de mi visión, como un enjambre de insectos que se cerraba sobre mí, pero al levantar la vista una vez más, creí distinguir un resplandor púrpura que se acercaba veloz.

      Entonces, la oscuridad me inundó, y ya no supe más.

      8

      ENTRAR EN EL JUEGO

      Suki

      Suki ignoraba que el océano podía extenderse por siempre. Su madre había hablado del océano algunas veces, en los años previos a su muerte. Ella era originaria de Kaigara Mura, un diminuto pueblo costero en el territorio del Clan del Agua. Cuando contaba historias de su infancia, eran sobre una playa blanca llena de caracoles marinos y esa brillante extensión de agua que se expandía hasta el horizonte. Pero después de haber pasado toda su vida dentro de los altos muros y las atestadas calles de la ciudad imperial, Suki no habría podido imaginar cómo sería.

      Ahora, que sólo veía agua en todas las direcciones, llegó a la conclusión de que era aterrador.

      —Me encanta el océano —suspiró Taka. Se sentó en la puerta abierta del carruaje volador, con sus cortas piernas colgando al aire, mientras se elevaban sobre la interminable extensión de agua. El interior de la gissha, el carruaje de bueyes, era cuadrado, carecía de ventanas y tenía el espacio suficiente para estar en pie sin golpearse la cabeza contra el techo. Las puertas de bambú en la parte trasera por lo general estaban cerradas, pero ahora colgaban abiertas, revelando el cielo azul y las nubes flotantes. Normalmente, estos tipos de carros lacados de dos ruedas eran arrastrados por un solo buey y estaban reservados para los escalones más altos de la nobleza. Era claro que el fantasma de una simple doncella y un pequeño yokai parlanchín no calificaban como tales, pero al dueño del carruaje, Seigetsu-sama, no parecía incomodarle su presencia, así que ella no lo cuestionaba al respecto.

      Taka tomó una respiración profunda y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.

      —También me encanta cómo huele —suspiró—. Como a pescado, a sal y a lluvia —levantó la vista hacia ella, el pequeño yokai, con las manos llenas de garras y un enorme ojo, sonrió mostrando todos sus dientes, y sus colmillos brillaron a la tenue luz del carruaje—. ¿No te alegra estar de regreso, Suki-chan? Te hubieras perdido todo esto.

      Suki se las arregló para esbozar una sonrisa débil, y Taka volvió a mirar las olas. Ella dio media vuelta desde las puertas abiertas y volvió

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