Secretos y pecados. Miranda Lee
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Alena no podía mirarlo a los ojos. El corazón le brincaba de alegría e incredulidad al pensar que quería impresionarla y, sin embargo, al mismo tiempo sus palabras le habían producido cierta vergüenza que hacía que le resultara imposible mirarlo.
–Soy yo la que debería intentar impresionarte –consiguió decir, aunque un poco sin aliento y con la voz suave y ronca impregnada de sentimiento–. Después de todo, soy la que más tiene que ganar con nuestro almuerzo.
–Oh, yo no diría eso –repuso Kiryl. Colocó el plato principal delante de ella y retiró la tapa–. Yo espero ganar mucho con nuestra relación, Alena.
Mientras hablaba le miraba la boca, y como si su mirada transmitiera una orden silenciosa, Alena sintió que sus labios se suavizaban y abrían mientras en su interior se desenrollaban cintas deliciosamente sensuales de deseo que se agitaban al ritmo de su respiración.
–Háblame tú de tu madre –le pidió él, devolviéndola bruscamente a la realidad y al hecho de que el propósito de aquel encuentro era la fundación de su madre y no el efecto que él tenía en ella.
–Era una persona muy especial –respondió Alena, con voz suavizada por el amor a la madre a la que tanto había querido–. Todo el mundo lo creía así.
–¿Tu medio hermano también? Después de todo, ella era su madrastra.
–Vasilii la quería muchísimo. Tenía catorce años cuando se conocieron mis padres en San Petersburgo, donde trabajaba mi madre como profesora de inglés. La madre de Vasilii había muerto cuando él tenía siete años. Vasilii quería que se casaran antes de que ellos mismos supieran que querían casarse, o eso dice él siempre, aunque mi madre decía que supo que amaba a mi padre desde el primer momento en que lo vio.
Alena suspiró.
–Mi madre adoraba San Petersburgo. Mi padre y ella me llevaban allí todos los inviernos. ¡Es una ciudad tan romántica…! Una ciudad de cuento de hadas con el Neva congelado y las luces de los barrios viejos parpadeando en la nieve. Casi resulta posible pensar que has vuelto a los días en los que jóvenes atractivos vestidos con el uniforme de la Guardia Imperial conducían sus troikas tiradas por tres caballos a través del Nevsky Prospekt, dispuestos a echar carreras por la mañana después de haberse pasado la noche bailando. Y luego, en verano, cuando nunca se pone el sol, cuando la gente iba de fiesta a las islas del delta. Yo había soñado…
–¿Que encontrarías el amor allí? –sugirió Kiryl.
Alena negó con la cabeza.
–No soy tan soñadora como para esperar encontrar el amor allí solo porque le pasó a mi madre, pero creo que sería un lugar maravilloso al que ir con… con alguien especial.
Aquello fue lo más que pudo acercarse a lo que quería decir. Le parecía que pronunciar la palabra «amante» en presencia de Kiryl sería transmitirle su vulnerabilidad o hacerle pensar que se refería a él.
Kiryl conocía el San Petersburgo al que se refería Alena. El de los ricos y privilegiados. Después de todo, él era uno de ellos. Pero conocía también otro San Petersburgo. El de la pobreza de su infancia y el rechazo de su padre. Había dado la espalda a Rusia igual que su padre se la había dado a él. Kiryl se consideraba un ciudadano del mundo, no de una parte de él.
Pero no pensaba decírselo así a Alena. Quería que creyera que la comprendía y sentía empatía con ella.
Capítulo 4
Eran las tres de la tarde. Hacía más de una hora que habían terminado de comer y Kiryl la había invitado a sentarse en el sofá enfrente de él. Ahora, al levantarse para marcharse, Alena se sentía mareada por una mezcla de la excitación generada en su interior por la enormidad del donativo que Kiryl le había dicho que iba a hacer a la fundación y la copa de champán que había insistido en que bebieran para cimentar ese regalo.
–Has sido muy generoso –le dijo ella, tambaleándose levemente, sin duda por la rapidez con la que se había levantado y no porque Kiryl estuviera ahora a su lado y le pusiera una mano en el codo para guiarla hasta la puerta.
Él había insistido en llamar personalmente a la presidenta para hablarle de su generoso donativo antes de dar instrucciones a su banco para que hiciera la transferencia, y como eso había hecho necesario que bebieran una segunda copa de champán, quizá no era de extrañar que se sintiera algo inestable y muy, muy eufórica. ¿Pero y los otros sentimientos, muy claros, que no podían deberse al champán sino que estaban causados inconfundiblemente por la proximidad de Kiryl?
Se dijo con firmeza que tenía que ignorarlos. Pertenecían a la joven temeraria que lo había visto en el vestíbulo y dejado que sus hormonas dictaran sus reacciones, no a la mujer de negocios más sensata que había decidido que quería ser.
Hizo ademán de echar a andar hacia la puerta, pero Kiryl le apretó el codo solo lo suficiente para detenerla.
Cuando se volvió hacia él para preguntarle por qué, él se le adelantó inclinando la cabeza hacia la suya. El tiempo pareció detenerse mientras la tierra se movía bajo sus pies. El aliento de él era un roce cálido y sensual que acariciaba su piel vulnerable. Ríos de sensaciones fluían desde esa caricia, como los muchos arroyos que surgían cuando se derretía el invierno ruso para llevar vida a la tierra una vez más, liberándola del conjuro helado bajo el que había vivido y fundiendo su resistencia.
–¿Recuerdas que al llegar dijiste que no tenías miedo de estar a solas conmigo? –preguntó Kiryl.
–Sí –respondió ella.
Su voz convirtió la afirmación en un gemido suave que la traicionaba. Estaba al borde de algo muy peligroso y sin embargo muy tentador.
Su mirada, la mirada que con tanta determinación había apartado de él sabiendo que podía traicionarla, buscó y se aferró a la de él. Los ojos verdes de Kiryl se veían oscurecidos por el conocimiento de mil misterios sensuales que le eran desconocidos a ella.
–Quizá deberías haber sido una virgen inteligente y haber tenido miedo.
Su voz, más profunda, más ronca, tensa por algo masculino elemental, y sus palabras, la hicieron estremecerse.
¿Sabía que era virgen? ¿Cómo era posible?
Kiryl miró el juego de luz y sombras que poblaban los ojos plateados de Alena, cuya luz iluminaba tanto como las famosas «noches blancas» de San Petersburgo, cuando nunca desaparecía del todo la luz del sol. Ella había entreabierto los labios y un suave color rosado calentaba su piel. Temblaba a su lado, cautivada por la sexualidad de él y su respuesta a ella.
Su virginidad la convertía en un blanco aún más fácil para el éxito del plan de Kiryl. Desde luego, no era virgen porque careciera de sensualidad, así que su castidad debía haberle sido impuesta, o bien por las circunstancias o por su hermano; o quizá una combinación de ambas cosas. Kiryl se encogió mentalmente de hombros. No importaba por qué seguía siendo virgen. Simplemente hacía que fuera más fácil para él abrumarla sensual y emocionalmente. Para que su plan tuviera éxito necesitaba convencerla de que lo amaba y, por supuesto, de que él también la amaba. Y su plan tendría éxito. Era preciso que así fuera.
Alzó la mano libre hasta el cuello