Secretos y pecados. Miranda Lee
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¡Y qué almuerzo!
Alena abrió mucho los ojos cuando uno de los dos camareros que habían entrado empujando un carrito con ruedas, que habían colocado al lado de una mesa cubierta con un mantel blanco almidonado y todos los accesorios que cabían esperarse en los más prestigiosos restaurantes, colocó una silla para ella. El otro hizo lo mismo con Kiryl y a continuación depositó el primer plato delante de ella. Alena miró la ensalada de pera caliente y queso de cabra. Era su plato favorito.
–Gracias. Ya nos servimos nosotros –Kiryl despidió a los camareros con una propina y se levantó en cuanto salieron–. Primero una bebida, creo. Nuestra bebida nacional, para empezar.
Sacó una botella de vodka frío del cubo de hielo y sirvió dos chupitos.
–¿Vodka?
Él le tendió uno de los vasitos a través de la intimidad de la mesa pequeña, en la que había también copas de vino, sin darle otra opción que tomarlo. Alena tuvo que rozarle los dedos al hacerlo. ¿Por qué no había conocido hasta entonces aquella diferencia intensa entre su piel y la de Kiryl? La sensación inundó sus sentidos haciendo que fuera increíblemente consciente de su presencia. Podía oler el aroma sutil de su colonia, fresca y sin embargo también poderosamente erótica. Estaba tan cerca de ella que Alena habría jurado que podía ver la sombra oscura de su vello corporal en el pecho debajo de la camisa blanca de fino algodón.
Todavía no había probado el vodka y ya empezaba a sentirse mareada y con la cabeza ligera. Porque sabía lo importante que era aquella reunión… para la fundación y para ella. Empezó a temblarle la mano y después el cuerpo, pero comprobó con alivio que él no parecía darse cuenta. Dejó el vaso en la mano temblorosa de ella, tomó el suyo y brindó.
–Za vashe zdorovye. A tu salud –dijo antes de vaciar el vaso de un trago.
Alena sabía que esperaba que ella hiciera lo mismo. Era lo tradicional. Pero aunque consiguió devolver el brindis, solo pudo dar un sorbo pequeño del ardiente líquido.
–Dicen que es menos embriagador si lo bebes de un trago, pero veo que eres una mujer a la que le gusta prolongar y disfrutar de los placeres sensuales. Y beber vodka despacio es un placer sensual muy particular para aquellos que pueden soportarlo. Hay que aguantar su frío helado y después su calor ardiente. No es una misión para los débiles de corazón, pero yo ya sé que tú tienes un corazón valiente y temerario. Eso ya me lo has demostrado.
Le sonrió, con los ojos fijos en los de ella, sosteniéndole la mirada con la misma fuerza que Alena sospechaba que sostendría su cuerpo si así lo decidía. Y seguramente peor que sentirse atrapada fue la sensación de que en la mirada verde seductora de Kiryl había un brillo cómplice que sugería…
Alena no quería arriesgarse a pensar lo que sugería.
No pudo evitar preguntarse si sus palabras querían recordarle su sugerencia de que tenía miedo de estar a solas con él, sugerencia que ella había negado.
–Me refiero, por supuesto, a tu valor al afrontar el reto que debe de ser para ti heredar la responsabilidad de la fundación de tu difunta madre.
Pues claro que sí. ¿Por qué tenía ella que asumir un enfoque personal en todo lo que le decía? Y peor aún, llevarlo al terreno de lo muy consciente que era sexualmente de él, algo que habría sido más sano esforzarse por ignorar en lugar de alentar. Él mismo había dejado claro que su interés por ella no tenía nada de personal. ¿Era porque ella quería que tuviera un interés personal? ¿Porque quería que él la deseara y mostrara ese deseo? No. No y mil veces no.
–Estoy orgullosa de asumir esa responsabilidad –le aseguró.
Terminó el vodka para que él pudiera romper el contacto visual que mantenía con ella y confió en hablar como una mujer de negocios.
Kiryl señaló su plato.
–Espero que te guste la comida que he elegido.
–Es mi entrante favorito –confesó ella.
Por supuesto, lo era. Kiryl no había dejado nada al azar en esa comida. Sabía perfectamente qué platos de la carta del restaurante eran sus favoritos.
–Cuando te he preguntado qué te había atraído de la fundación de mi madre, has mencionado a la tuya –le recordó Alena, después de repetirse que aquello era una comida de negocios, por muy íntima que pareciera.
Hablar de la fundación la ayudaría a concentrarse en la realidad. Así que no le preguntaba por su madre porque deseara desesperadamente saber más cosas de él. No. Al menos eso se dijo.
–Sí –asintió Kiryl. Sacó una botella de vino blanco de un segundo cubo de hielo–. Prueba esto. Lo descubrí la última vez que estuve aquí y me gustó bastante.
Vino después del vodka que ya había tenido que beber. ¿Sería una buena idea? Alena vaciló un momento. Resultaba muy halagador que le pidiera opinión sobre una botella de vino. Ella no era una gran bebedora. Su madre no lo había sido y a Vasilii no le gustaba la moda nueva de que las jóvenes bebieran mucho.
Cubrió su copa vacía con la mano y negó con la cabeza.
–No, gracias. Me temo que no bebo mucho. Y menos en el almuerzo.
Kiryl dejó la botella y le lanzó otra de sus miradas penetrantes.
–¿Esa decisión es tuya o de tu hermano? –preguntó, y volvió a sonreírle.
Aquella sonrisa le decía a Alena que podía sentirse segura con él, pero sus palabras le habían hecho pensar que un efecto secundario de la protección de Vasilii era cierta inmadurez a la hora de experimentar cosas que otras chicas de su edad ya habían vivido. ¿Era así como la veía Kiryl? ¿Como una chica inmadura e inexperta? ¿Una chica en vez de la mujer adulta y sensual que preferiría un hombre como él?
–Mía –respondió–. Vasilii no toma decisiones por mí. Y tampoco querría hacerlo.
–¿Y por qué no me permites convencerte de que este vino incrementará enormemente tu placer en el tiempo que pasemos juntos?
A Alena le dio un vuelco el corazón. Una mujer con más experiencia sabría si Kiryl estaba coqueteando con ella con palabras que resultaban mundanas en la superficie y que sin embargo contenían una nota de sensualidad más profunda, pero ella no. Por eso, seguramente sería mejor ir sobre seguro y asumir que era simplemente su imaginación la que añadía una promesa sensual que seguramente no existía.
El efecto tranquilizador que le produjo tomar esa decisión desapareció de inmediato en cuanto Kiryl se levantó, se acercó a su lado, le retiró con gentileza la mano de la copa y siguió sosteniéndole la mano mientras le servía apenas media copa de un vino de color paja. Llenó a continuación su propia copa y devolvió la botella al cubo de hielo. Y no le soltó la mano. No solo la sostenía, sino que también le tocaba los dedos, que acariciaba levemente y casi con aire ausente.
–Estás temblando –le dijo.
Pues claro que temblaba. Porque él estaba tocándola. No, no solo eso; la acariciaba,