Amor traicionero. Penny Jordan

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Amor traicionero - Penny Jordan Julia

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      —¡Ah, Alex, estás aquí! —exclamó, dirigiéndose al acompañante de Beth—. Si estás listo para salir, el coche está aquí…

      Estudió a Beth con la mirada y esta se sintió incómoda al ser consciente de pronto de su informal atuendo frente a la inmaculada elegancia de la mujer. Poseía el estilo de una parisina, desde las uñas cuidadosamente pintadas hasta el brillante y elegante moño. Unas perlas, lo suficientemente gordas como para ser falsas pero que Beth intuyó que no lo eran, adornaban las orejas de la mujer y el collar de oro que llevaba tenía pinta de ser igual de valioso.

      Quienquiera que fuera, estaba claro que era una mujer muy rica. Si ese hombre era el intérprete de esa mujer, debía de ser de fiar, Beth razonó, porque después de mirarla a la cara tan solo una vez, Beth se dio cuenta que no era de las que se dejaban engañar por nadie… ni siquiera por un hombre tan apuesto y tan sexy como aquel.

      —No tiene que decidirse ahora mismo —el hombre le estaba diciendo a Beth con tranquilidad—. Aquí está mi nombre y un número donde puede localizarme —se metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un bolígrafo y un papel donde apuntó algo antes de pasárselo a Beth.

      —Estaré aquí en el hotel mañana por la mañana. Puede decirme entonces lo que haya decidido.

      No iba a aceptar su oferta, por supuesto, Beth se dijo para sus adentros cuando él y la señora se hubieron marchado. Incluso de haber sido un intérprete acreditado de una agencia respetable, habría tenido sus dudas.

      Porque era demasiado sexy, demasiado masculino y ella era demasiado vulnerable, oyó que una voz le decía en su interior. Se suponía que era ya inmune a los hombres, que Julian Cox le había curado de volver a enamorarse otra vez.

      No. Eso no volvería a ocurrir, se dijo para sus adentros críticamente. Era imposible que ni siquiera corriera el peligro de enamorarse de un hombre como él, un hombre que sin duda tendría un montón de mujeres revoloteando a su alrededor como moscones. ¿Por qué diablos iba a interesarse en alguien como ella?

      Quizá por la misma razón por la que se había interesado Julian Cox, pensaba Beth. Tal vez para él no fuera más que una mujer sola, vulnerable. No debía olvidar lo que le habían dicho antes de salir de casa.

      Beth estaba decidida a no aceptar la oferta de Alex, pero por la mañana, cuando bajó de nuevo a la recepción del hotel y volvió a insistir en lo del intérprete el hombre volvió a sacudir la cabeza con pesar, repitiendo lo que Beth había escuchado el día anterior.

      —Lo siento pero no podemos —le había dicho a Beth—. Como ya le dije ayer, están las convenciones.

      A Beth se le ocurrió por un momento que quizá se viera obligada a dejar de lado sus planes de hacer compras y dedicarse a hacer turismo. Pero eso significaría tener que volver a casa y reconocer que había vuelto a fracasar… Había ido a Praga a buscar las cristalerías y no iba a volver a casa con las manos vacías.

      Incluso si ello significara aceptar los servicios de un hombre como Alex Andrews.

      Había desayunado sola en su habitación; el hotel estaba lleno y, a pesar de las duras advertencias que se había hecho a sí misma, no se sentía lo suficientemente segura para comer en el comedor sola.

      En ese momento pidió un café y sacó del bolso la guía que había comprado al llegar a Praga. En realidad ni siquiera sabía si Alex Andrews iba a aparecer o no. Bien, si no lo hacía, había otros muchos estudiantes extranjeros buscando trabajo, se recordó estoicamente para sus adentros.

      Se sentó en un rincón del vestíbulo del hotel donde no estaba escondida, pero tampoco demasiado a la vista. ¿Por qué se estaba medio escondiendo? ¿Por qué tenía tan poca confianza en sí misma, por qué era tan vulnerable, tan insegura? No tenía razón de ser así; formaba parte de una familia cariñosa y unida, y sus padres siempre la habían apoyado y protegido. Tal vez se tratara de eso; tal vez la hubieran protegido demasiado, decidió con pesar. Desde luego, su amiga Kelly siempre se lo había dicho.

      —El camarero no recordaba lo que había pedido, así que le he traído un capuchino.

      Beth estuvo a punto de caerse del asiento al oír la sensual y masculina voz de Alex Andrews. ¿Cómo la había visto en aquel rincón? ¿Y, sobre todo, cómo sabía que había pedido un café? Entonces dejó la bandeja sobre la mesa delante de ella y Beth adivinó lo que había hecho. Había dos tazas de café y dos croissants. ¡Sin duda todo ello cargado a su habitación!

      —El café lo pedí negro —le dijo en tono cortante, sin decir la verdad.

      —Oh —la miró de reojo, sonriendo—. Qué extraño. Hubiera jurado que era usted una chica de capuchino. La verdad es que me la imagino con un pequeño bigote de leche y chocolate.

      Beth lo miró con una mezcla de irritación e incredulidad. Ese hombre se estaba tomando demasiadas libertades, comportándose con demasiada confianza.

      —Como mujer —le dijo con frialdad— no me parece un comentario demasiado halagador. Son los hombres los que tienen bigote.

      —No del tipo al que yo me refería —le respondió al momento mientras se sentaba a su lado, mirándola con una pícara sonrisa mientras se inclinaba hacia delante; tenía los labios tan cerca de su oreja que sentía el calor de su aliento mientras le susurraba provocativamente—. Los que yo me refiero se retiran con un beso, no se afeitan.

      Beth abrió los ojos como platos, indignada. Aquel hombre estaba coqueteando con ella, como si la encontrara atractiva.

      Empezó a ponerse de pie, demasiado furiosa incluso como para molestarse en comunicarle que no iba a necesitar de sus servicios, cuando de repente, por el rabillo del ojo vio unas preciosas arañas de cristal que la chica colocaba en los estantes del escaparate de la tienda de regalos del hotel. La luz se reflejaba a través de las lágrimas de cristal, despidiendo delicados destellos; inmediatamente Beth deseó poder comprarlas.

      —¿Qué le pasa? —oyó que Alex le preguntaba con curiosidad.

      —El cristal… las lámparas —le explicó Beth—. Son tan bellas.

      —Mucho, y me temo que también muy caras —le dijo Alex—. ¿Estaba pensando comprarlas para regalo o para usted?

      —Para mi tienda —le dijo distraídamente, sin apartar la vista de las lámparas.

      —¿Tiene una tienda? ¿Dónde? ¿De qué? —le dijo con menos dulzura; más bien en un tono ciertamente interesado… demasiado interesado como para tratarse de simple curiosidad.

      —Tengo una tienda en una pequeña población de la que no habrá oído hablar. Se llama Rye on Averton… Yo, bueno, vendemos porcelana, alfarería y cristalería. Para eso he venido a Praga. Estoy buscando nuevos proveedores aquí, pero la calidad debe ser buena, y los precios…

      —Bueno, no creo que encuentre mejor calidad que la de esas lámparas —Alex le dijo con certeza.

      Beth lo miró, pero antes de que pudiera contestar nada él empezó a hablar.

      —Se le está enfriando el café. Será mejor que se lo beba y creo que yo debo presentarme como es debido. Como sabe, me llamo Alex Andrews.

      Le tendió la mano y Beth se la estrechó con cierto recelo.

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