La novia prestada. Sally Carleen

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La novia prestada - Sally Carleen Julia

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      —Supongo que no tendrás ese mal genio de aquí a Nebraska, ¿no?

      —Pues sí —le aseguró—, y peor todavía. Por cierto, nunca me dijiste cómo te metiste en mi avión. Estoy seguro de que dejé echada la llave.

      —La abrí con una ganzúa —le quitó ella el papel a una chocolatina—. Tuve un novio en la universidad que me enseñó.

      —¿Saliste con un criminal?

      —¡Por supuesto que no! Richard era un policía de la secreta. ¿Quieres una chocolatina? Tengo muchas.

      —No, gracias —masculló él. Se le habían agarrotado los músculos del cuello nuevamente y sentía el dolor de cabeza amenazándolo detrás de los ojos.

      Intentó concentrarse en las cosas que le encantaba de volar, especialmente volar por la noche: la sensación de libertad, de aislamiento y serenidad. Durante las siguientes ciento y pico de millas, la tierra allá abajo estaría completamente a oscuras, excepto por algún coche o casa. No habría luces de ciudad, nada a la redonda en el norte, sur, este, oeste, arriba o abajo.

      Nada más que Analise con sus generosos labios que mordían la chocolatina y sus largas piernas que cruzaba hacia un lado con recato, pero que no tenían ningún aspecto de ser recatadas. Analise Brewster sentada a unas pulgadas de él, tocándolo con los aromas entremezclados de madreselva y chocolate.

      —Siéntate derecha y ajústate el cinturón —le dijo con rudeza.

      Ella respondió con tanta rapidez, que lo hizo sentirse culpable de haberle hablado de esa forma.

      El avión comenzó a rodar por la pista mientras él hacía el chequeo de los instrumentos y tomaba el micrófono para anunciar su intención de despegar a los aviones que estuviesen al alcance de su radio.

      Iba a ser un vuelo largo, larguísimo.

      Al sentir que el avión despegaba, Analise mordió con desesperación la chocolatina y el estómago le dio un vuelco. Esa era la parte que más miedo y excitación le causaba, el momento en que el avión se quedaba suspendido en el aire. Nunca comprendería cómo toneladas de metal con alas que no se movían podían mantenerse en el aire.

      Comió más chocolatina, intentando no prestarle atención a la sensación que tenía en el estómago y, a la vez, no parlotear, algo que le sucedía cuando estaba muy nerviosa. Nick le había indicado que necesitaba silencio mientras maniobraba, y no quería causar que se equivocase y que destruyese la magia que los mantenía suspendidos en el aire, haciéndolos caer en picado al suelo.

      Ya había parloteado bastante esa noche, de todos modos. Cuando él llegó, ella estaba bastante nerviosa, había comenzado a pensar que tendría que pasar la noche en el avión. Lo cierto era que desde que entrara al aeropuerto, con su avión alejándose de regreso a Tyler, para enterarse de que Nick no la esperaba, se había preocupado cada vez más.

      Ese último acto impulsivo de lanzarse a atravesar el país una semana antes de su boda, quizás no resultase una de sus mejores ideas. Probablemente preocuparía más a sus padres. Parecía que cuanto más trataba de ser la hija perfecta, peor se ponían las cosas.

      Sus padres no estaban demasiado contentos de que se tomase tanto tiempo para decidir su boda con Lucas Daniels. La ceremonia sería el próximo sábado y el ensayo estaba planeado para ese día, una semana antes, el único momento en que podían ir a la iglesia.

      Y cuanto más se acercaba el ensayo, más nervios y claustrofobia tenía. A eso de las cuatro de la mañana había decidido que lo que realmente necesitaba era ir a Wyoming para asegurarse de que Nick lograba acumular suficientes evidencias para limpiar el nombre del padre de Lucas antes de la boda para que sus padres pudiesen asistir. Seguro que su preocupación sobre el tema era lo que le estaba causando inquietud.

      Le había parecido una idea genial en su momento, pero las preguntas que Nick la habían hecho preguntarse sobre sus motivaciones. No era precisamente lógico. Un lío tras otro. La historia de su vida, llena de buenas intenciones pero con mala suerte.

      Mientras se comía la chocolatina desesperadamente, le lanzó una mirada de reojo a Nick. Las luces del tablero acentuaban los planos de su cara, dándole una apariencia más interesante y peligrosa que cuando lo conoció. Su pelo largo le cubría el cuello de la camisa vaquera desteñida. Llevaba los primeros botones de esta desabrochados y le asomaba por ahí rizos del vello del cuerpo.

      Analise se dio vuelta el anillo de diamantes en el dedo y pensó en la suerte que tenía de estar comprometida con un hombre bueno como Lucas Daniels. Se imaginó su rostro guapo con su amable sonrisa, el cabello negro inmaculadamente recortado, que indicaba sus antepasados indios. Lucas era su mejor amigo, el mejor amigo de sus padres. Cuando ella y Lucas estuviesen casados, sus padres tendrían que reconocer que ella por fin había hecho algo bien. Podían dejar de preocuparse por ella cada minuto del día.

      Se alegraba de haber tomado finalmente la decisión de casarse con él. La sensación de sentirse atrapada seguro que era normal en todas las novias.

      Dentro de seis días y medio se casaría con Lucas y eso al menos le evitaría un tipo de problemas. Nunca más correría ella el riesgo de liarse con un hombre porque este tuviese un aura de peligro y coraje. El aura que Nick exudaba por cada poro de su cuerpo.

      Nick puso el piloto automático y se echó hacia atrás en el respaldo. Analise hizo una bola con el papel de la chocolatina y sacó una bolsa de galletas de chocolate rellenas.

      —No me extraña que estés tan acelerada, si comes tanta azúcar —masculló Nick.

      —Ya te lo he dicho, volar me pone nerviosa.

      —¿Y por qué vuelas si te pone nerviosa?

      —Porque es la forma más rápida de llegar a todos lados, por supuesto. De todos modos, tengo una teoría. Si le tienes miedo a algo, tienes que hacerlo y luego no tendrás más miedo. Ya que mis padres se han dedicado en cuerpo y alma a preocuparse por mí, yo podría ser una miedica si no hiciera un esfuerzo por hacer todas las cosas que ellos consideran que no debería hacer.

      Le ofreció la bolsa de galletas.

      —Toma. A ti también te vendría bien relajarte un poco. Seguramente no tienes nervios de volar. Aunque si sigues mi teoría, ser piloto sería lo lógico para superar un miedo.

      —Me encanta volar —aceptó él un par de galletas—, pero no he comido.

      Eso estaba bien. Compartir una bolsa de galletas era una experiencia que unía.

      —Entonces, pues —dijo ella, intentando levantarle un poco el espíritu a ese piloto tan raro—, dime lo que has descubierto hoy sobre Abbie Prather —pero él no respondió inmediatamente y un músculo le latió en la mandíbula. Quizás seguía masticando la galleta—. Me lo puedes dar verbalmente en vez de mandarme un fax, ya que no estaré en casa para recibirlo —lo alentó, dándole tiempo más que suficiente para que tragara.

      —Busqué los registros de Casper —dijo él finalmente— y hablé con la gente que vive en el área donde vivía Abbie Prather, y descubrí dos cosas: que se mudó a Nebraska en 1976 más o menos y que llevaba una niñita.

      —¿Una niñita? ¿De dónde sacó una niñita?

      —Supongo que la

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