La novia prestada. Sally Carleen

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La novia prestada - Sally Carleen Julia

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púrpura?

      Nick dejó el tenedor, se terminó el café y se dio por vencido.

      Antes de que él siquiera se levantase, Analise se había hecho amiga de los dueños del motel, conseguido que le diesen a él el desayuno, encontrado un contacto que recordaba a la persona que buscaban y le había robado el coche para irse a la iglesia con pantalones cortos color púrpura.

      Y él que pensaba que se había librado para siempre de las mujeres irresponsables y llenas de recursos. Aunque su ex mujer nunca le había desatado la libido de la forma en que lo hacía Analise. ¿Cómo iba a hacer que ella no se metiese en líos si él ya estaba metido hasta el cuello en uno?

      Analise dejó la casa del reverendo Robert Sampson y se dirigió al motel a buscar a Nick para que pudiesen hablar con otros miembros de la congregación que pudiesen recordar a Abbie Prather, alias June Martin, y Sara.

      Ya se estaba haciendo una idea de cómo era la mujer que había causado la agonía a la familia de Lucas, y no era precisamente agradable. Había sido tan estricta con su hija que incluso el reverendo Sampson, un estricto sacerdote, la consideraba cruel más que dedicada.

      El coche decrépito que conducía iba tan lento que le dieron deseos de sacar el pie para empujar. Qué diferente de su propio coche, un deportivo rojo con cinco marchas y suficiente potencia para mantenerla al día con las multas por exceso de velocidad. No es que estuviese demasiado ansiosa por volver a ver a Nick para compartir las noticias con él ni que necesitase contarle todo lo que había logrado para demostrarle nada. Le daba igual lo que pensase de ella. Aunque el día anterior no había sido uno de sus mejores días.

      Nick era diametralmente opuesto a Lucas. Lucas era la seguridad, el amigo en quien podía confiar. Nick era el peligro, la invitación a lo desconocido, a probar la emoción de un vuelo por los aires que la aterrorizaba a la vez que la tentaba a probar que lo podía hacer.

      Se había pasado la mayoría de la noche despierta en la calurosa habitación del motel, intentando olvidar la forma en que su contacto accidental la había hecho sentirse, la manera en que su aroma le había invadido los sentidos y permanecía como si él estuviese en la cama con ella.

      Aferró el volante con fuerza, diciéndose que tenía que dejar de pensar en eso. No solo eran sentimientos inapropiados para una mujer comprometida, sino que también lo eran para cualquier mujer en su sano juicio. Su mala costumbre de flirtear con el desastre generalmente acababa en una catástrofe en vez de en éxito.

      Se había levantado temprano y, ante su sorpresa, había encontrado una pista, algo que decidió seguir para ser útil, para dejar de pensar en esos sentimientos que la invadían desde la noche anterior. Y se había encontrado con información que los ayudaría a localizar a Abbie… y rescatar a Sara.

      El sonido familiar de una sirena le interrumpió los pensamientos.

      ¡Cuernos! ¿Estaría excediéndose del límite otra vez? ¿Cuál sería el límite? Estaba tan absorta en sus pensamientos que ni se había fijado. ¡Pero esa carraca no podía ir a más del límite!

      Miró por el retrovisor al joven agente que se acercaba con andares pendencieros. Mala señal.

      Buscó la licencia de conducir y la sacó por la ventanilla cuando el hombre se acercó. No quería que el policía mirase demasiado dentro y se diese cuenta de que le había hecho un puente al coche en vez de pedirle las llaves a Nick. Él la agarró y se la llevó a su coche, para verificar la información. ¡Dios Santo! La policía de Briar Creek nunca hacía eso. La iba a hacer perder todo el día.

      Nick se hallaba en la acera frente a su habitación esa mañana de domingo, todavía fresca. En otras circunstancias habría considerado que era un día perfecto, pero mientras esperaba que Analise apareciese en su coche prestado que ella había vuelto a tomar prestado, tuvo un mal presentimiento.

      Un coche grande y negro se detuvo frente a él, pero su mirada apenas se detuvo en él, para seguir mirando la carretera en busca de señales del coche en el que se había ido Analise. La cabeza de Mabel se asomó de la ventanilla del pasajero.

      —Analise acaba de llamar. Necesita que la saque de la cárcel.

      Mientras Nick se dirigía con los Finch a la comisaría de Prairieview, se asombró de que aquella gente, a la que Analise hacía veinticuatro horas no conocía, saltara en su defensa.

      —Es el pequeño de Frank Marshall —explicó Mabel—. Ha estado viendo demasiadas películas de policías en la tele. Como nada sucede nunca en Prairieview, se la pasa buscando líos. Le puso a Mildred Adams una multa por aparcar demasiado cerca de una boca de incendios. Lo midió con un metro y resulta que estaba diez centímetros demasiado cerca. Imagínese, encerrar a Analise porque el coche no se hallaba registrado a su nombre.

      Parecía ser que Analise no había mencionado en la llamada que había conectado al coche haciendo un puente con los cables.

      Diez minutos más tarde se encontraban en el medio de la ciudad con su silencio dominical. Hasta la droguería estaba cerrada. Si alguien necesitaba un antiácido o un desodorante, tendría que esperar hasta el lunes.

      Horace se detuvo al lado del coche alquilado de Nick, frente al edificio de la policía, encima de cuya puerta se leía «Comisaría de Policía» esculpido en la piedra.

      Tanto Horace como Mabel comenzaron a salir, pero Nick los detuvo.

      —Vayan a la iglesia. No quiero que lleguen tarde. Yo cuidaré de Analise.

      —De acuerdo —accedió Horace, reticente—. Pero si tiene algún problema, llámenos a la iglesia metodista y vendremos a hablar con el hijo de Frank.

      La puerta era más pesada de lo que él pensaba y le costó bastante moverla, lo que le quitó bastante teatralidad a su entrada. En vez, chirrió ligeramente cuando se abrió con lentitud.

      Analise y un joven con uniforme azul levantaron la vista cuando él entró. El hombre se sentaba tras una mesa, con Analise en una silla frente a él. Lo primero que Nick notó fue que era verdad que ella llevaba pantalones cortos color púrpura, con una camisa sin mangas floreada en púrpura, negro, amarillo y verde como sus ojos. Se había puesto corbata alrededor del cuello que él estaba dispuesto a retorcer y las puntas le colgaban hacia atrás. Tenía una pierna cruzada sobre la otra y sandalias púrpura adornaban sus pies. Era tan brillante, tentadora y peligrosa como las luces de neón de Las Vegas.

      Lo segundo que notó fue que ella tenía cinco cartas en la mano y una pila de calderilla frente a sí.

      Una oleada de horror lo recorrió cuando recordó las dudosas habilidades que el novio le había enseñado. Estaba jugando al póker con el policía que la había arrestado y seguro que haciendo trampas, a juzgar por su pila de monedas en comparación con la del policía.

      Ella le lanzó una sonrisa radiante justo en el momento en que él se precipitó en la habitación y le arrancó las cartas de la mano, tirando por los aires el resto de la baraja y las monedas que ella había ganado con sus malas artes, y acabando en el regazo de ella.

      ¿Cómo era posible que en un momento de crisis como ese siguiese notando que olía a madreselva y que su piel era tan suave como los pétalos de la magnolia?

      Se levantó, haciendo un esfuerzo por retirarle la cara del estómago y las manos de los muslos, aunque a su cuerpo le hubiese encantado

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