¿Por qué fracasan todos los gobiernos?. Sergio Berensztein

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¿Por qué fracasan todos los gobiernos? - Sergio Berensztein

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o a la larga se revierten y generan más inestabilidad.

      Respecto de los trabajadores, vale la pena preguntarnos: ¿cuál es en la actualidad el incentivo para invertir en la propia educación, en mejorar el capital humano, en ser socios activos de un proceso de desarrollo basados en la innovación y el aumento de la productividad? No sorprende que la Argentina esté cada vez más rezagada en términos de los principales indicadores de calidad educativa, como el porcentaje de alumnos que completan la escuela secundaria. Muchos de los que sí apuestan a su propia capacitación terminan mudándose a otros países con entornos más estables para desarrollar sus actividades profesionales, pues no encuentran las oportunidades en un país donde lamentablemente el progreso no se logra en base al esfuerzo individual. Más aún, ¿tiene un trabajador argentino un incentivo claro para contribuir al sistema jubilatorio? ¿Puede acaso confiar que cuando tenga la edad para retirarse, el ahorro acumulado y administrado por el Estado alcanzará para tener una calidad de vida digna?

      Los derechos de propiedad no son los privilegios de los ricos para mantener sus ventajas, sino el marco jurídico fundamental para que todos los actores sociales puedan aportar al proceso de desarrollo confiando en que se habrán de respetar los pactos elementales, formales e informales, incluyendo, por ejemplo, el valor de la moneda y el cuidado del ahorro solidario acumulado por la sociedad para financiar a las personas mayores.

      En consecuencia, es importante generar un cambio decisivo en la percepción que empresarios y trabajadores tienen sobre sus derechos de propiedad. Si perciben que las nuevas reglas de juego se mantendrán en el tiempo, van a estar dispuestos a invertir e innovar. Para asegurar dicha estabilidad en el tiempo, se requieren modificaciones al régimen institucional que lleven a un sistema donde se pueda gozar plenamente de los beneficios de la libertad.

      Se requiere un cambio integral y consensuado en el sistema institucional que genere las fortalezas y los frenos y contrapesos adecuados para que empresarios y trabajadores confíen que en el futuro se evitarán los saltos permanentes de las reglas de juego, que habrá estabilidad micro y macroeconómica y que será posible implementar políticas públicas que apunten a responder a las nuevas demandas de la ciudadanía sin poner en riesgo los logros alcanzados. Solo así se percibirá que disfrutar de los beneficios de la libertad es posible y aumentará la inversión en capital físico y humano para que el país pueda experimentar un desarrollo equitativo y sustentable.

      Cambios integrales

      El sistema institucional argentino posee hoy un Congreso que no es lo suficientemente independiente del Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Para sus carreras políticas, los legisladores dependen de los gobernadores, que, a su vez, se subordinan al PEN, debido a las deficiencias del sistema de coparticipación federal. Esto vulnera las autonomías provinciales y tergiversa todo el funcionamiento del sistema político. En efecto, el presidente, que es el titular del PEN, tiene una influencia determinante tanto en el Poder Legislativo como en la vida interna de los estados provinciales.

      Cuando James Madison y otros “padres fundadores” crearon un esquema presidencial de tres poderes para los Estados Unidos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), luego adoptado por la Argentina y casi todos los países de la región, pensaron en un sistema en el cual la “ambición” de un poder contrarrestase la de los otros. Se trata de un equilibrio complejo, no exento de tensiones, pero la idea de controles mutuos y permanentes surgía de una meta común: evitar los excesos característicos de las monarquías.

      Como es evidente, estos contrapesos no existieron nunca en la Argentina. Los presidentes suelen desarrollar sus agendas sin el consenso del conjunto del sistema político, y para lograrlo disponen de mecanismos de coacción, sobre todo en términos fiscales, que limitan la capacidad de decisión de los gobernadores y de ese modo logran que el Congreso no le ponga trabas. Esto puede significar un giro a la derecha, que implique privatizar y abrir la economía, o bien a la izquierda, con las consabidas estatizaciones y controles extremos de la economía. Lo que es más interesante aún, muchas veces se trata de los mismos legisladores que votan con la misma “convicción” políticas totalmente opuestas desde el punto de vista ideológico. Para peor, las típicas cesiones de facultades, como las leyes de emergencia o los “superpoderes”, profundizan este desbalance institucional.

      El sistema electoral, además, genera un sistema de partidos fragmentado y otorga ventajas legislativas al partido más grande e influyente, el peronismo. Esto ocurre porque las provincias chicas en términos de población, donde el PJ construyó un sistema de poder muy sólido, están sobrerrepresentadas en el Congreso. Paradójicamente, esto fue exacerbado en una de las últimas decisiones políticas de la dictadura militar. Como consecuencia, dada la fragmentación de los partidos de la oposición, el sistema político queda totalmente desbalanceado, dificultando la posibilidad de una alternancia efectiva.

      La falta de controles firmes sobre el manejo de recursos públicos deriva en un uso electoral del aparato estatal a través del patronazgo (otorgamiento de empleo estatal a la tropa propia) y del clientelismo (beneficios sociales contra “prestaciones”, como el voto o la participación en manifestaciones). Estos factores disminuyen la calidad de las políticas públicas, dada la falta de un “servicio civil” profesional y meritocrático, como existe en muchos países, como Singapur y Francia. También entorpecen la competencia electoral, “inclinando la cancha” hacia quien está en el gobierno. La evidencia empírica es concluyente: desde la vuelta de la democracia, casi ningún gobernador que buscó la reelección fue derrotado. Y, por lo general, el partido que está en el gobierno tiene enormes chances de seguir en el poder, aun con un cambio en el liderazgo.

      El patronazgo y el clientelismo también ganan relevancia en las provincias más chicas. El gobierno nacional les transfiere muchos más recursos per cápita, dado que es más “barato” conseguir allí los apoyos necesarios para que el Poder Ejecutivo pueda ver aprobadas las leyes que envía al Congreso. Estas provincias suelen ser, además, las de menor calidad democrática. Así, los actores con peores instituciones republicanas logran un poder de decisión clave en asuntos nacionales y trasladan las prácticas de sus cuasifeudos a la esfera nacional.

      Las fallas en el sistema electoral, el desbalance institucional y el sistema clientelar imposibilitan el funcionamiento de sistemas de control en el Poder Judicial y en la Auditoría General de la Nación (AGN), que deberían imponer restricciones a las acciones del PEN y castigar a los funcionarios públicos que violasen sus obligaciones. Así se cierra el círculo vicioso: los políticos no deben rendir cuentas a los votantes (sus “clientes”), pero sí a los gobernadores de sus provincias, que dependen de los recursos del PEN. Por lo tanto, diputados y senadores carecen de incentivos para establecer organismos de control efectivos, cuya ausencia habilita el uso clientelar del Estado. Las deficiencias del sistema institucional se retroalimentan. Es preciso romper este perverso círculo vicioso desbaratándolas en simultáneo.

      Nuestra propuesta consiste en un conjunto interrelacionado de reformas al sistema electoral, al sistema de controles públicos y de funcionamiento del Estado y a la distribución de recursos fiscales federales (Figura 1).

      

      Figura 1. Los cambios institucionales deben estar interrelacionados. Fuente: elaboración propia.

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