Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia

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Los grandes placeres - Giuseppe Scaraffia

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suplico, la boca, otra vez tu boca!» ¿Cómo negarle algo?

      Los besos tienen sonido. En las calles de Dublín, Nora le daba a su futuro esposo, James Joyce, «besos ruidosos». Y también tienen sabor. Lo experimentó la «esclava de amor» de Malaparte, Biancamaria Fabbri, su compañera en Capri: «El primer beso entre nosotros tuvo un sabor fresco, limpio, como un sabor a lágrimas carentes de amargor». Pero antes que ella, Alexandrine, la futura señora Zola, se repartía con el escritor la fresa que tenía entre los labios. «Es como caer en un cubo de ostras», se quejaba Patricia Highsmith al hablar del primer beso que a los dieciséis años le había dado a un chico.

      Hay quien, como Scott Fitzgerald, trata de disminuir su valor –«El beso tuvo origen cuando el primer reptil macho lamió a la primera reptil hembra, aludiendo en modo sutil y ceremonioso al hecho de que era suculenta como el pequeño reptil que se había comido la noche antes»–. Quizá porque Zelda, en Alabama, le confesó que había besado a un aviador bigotudo sólo porque nunca había probado un beso con bigote.

      Hay a quien le gusta el sabor. «¿Has comido alguna vez», escribe D’Annunzio en El placer, «ciertas confituras de Constantinopla, tiernas como una pulpa, hechas de bergamota, flores de naranjo y rosas, que perfuman el aliento para toda la vida? La boca de Giulia es una confitura oriental.»

      Hay besos de iniciación, como el que en Bretaña le soltó sin previo aviso Colette a Rozven, el hijastro adolescente que estuvo a punto de caerse por la emoción. Hay besos exhibicionistas: Catherine RobbeGrillet besó apasionadamente a una amiga en un atasco en París, «más para desconcertar a la gente de los coches vecinos que por placer». Hay besos imprudentes: Alma Mahler se delató a sí misma anotando en su diario un beso que le había dado a Klimt en Génova. Aún no sabía, como el inexorable Jean Paul, que «el primer beso es único; el segundo no existe; luego, sólo existen los últimos».

      MUÑECA

      «Todos los niños les insuflan alma a las muñecas y las hacen vivir a escondidas», decía Jean Cocteau. Pero a veces también los mayores tienen necesidad de una muñeca, de una dócil miniaturización del ser femenino. Si las niñas, recurriendo a las muñecas, reviven activamente la educación que reciben pasivamente, y experimentan jugando la construcción de sí mismas, los adultos que aún no consiguen o ya no consiguen dominar la realidad, recurren a su reflejo en el sueño para recobrar, aunque sea jugando, aquello que continua escapándoseles.

      Para algunos, como para el más célebre estilista de la Belle Époque, Paul Poiret, es el eslabón entre la infancia y la edad adulta. Fueron sus hermanas las que le regalaron una imponente muñeca de cuarenta centímetros de alto, sobre la que el futuro sastre confeccionaba con fragmentos de tela vestidos de «parisina provocadora o de emperatriz oriental». Otro niño, Jean Marais, experimentaba su futuro oficio haciendo recitar a sus numerosas muñecas «Los misterios de Nueva York».

      A veces, una muñeca es la expresión de una desgarradora nostalgia, el pintor Oskar Kokoschka se hizo construir una muñeca de tamaño natural, tomando como modelo la figura de Alma Mahler, quien se había hartado de su amor. La llevaba consigo a todas partes y, en los restaurantes, hacía poner un cubierto también para ella. Luego la hizo decapitar durante una fiesta.

      En una novela de D. H. Lawrence, El hombre y la muñeca, es una mujer la que se hace confeccionar un muñeco, la copia perfecta de su amante. Una empresa arriesgada, según Goethe, que cuenta la historia de un hombre que al prendarse de la muñeca inspirada en la mujer amada, ya no reconoce a ésta ni siquiera cuando la ve.

      La muñeca puede expresar una terca, una infantil resistencia a un crecimiento inaceptable. Hans Bellmer, decidido, por odio al nazismo llegado al poder, a producir sólo obras de arte inutilizables por el nuevo régimen, creó en 1934 una muñeca de un metro cuarenta de altura, con un flequillo sobre la frente y escarpines de charol. Un ingenioso mecanismo le permitía añadir extremidades al torso, creando poses irónicas e inquietantes.

      Sus compañeros de viaje surrealistas estaban fascinados con las muñecas Hopi, pequeñas encarnaciones de divinidades con las que los indios educan a sus niños, y Max Ernst, en 1942, se hizo fotografiar sobre el fondo de una prole de muñecas. Muchos años antes Marcel Proust había regalado a un célebre dandi, Robert de Montesquiou, una muñeca antigua por Navidad. ¿Era una alusión a la artificiosidad de su comportamiento? Katherine Mansfield había prestado a su marido su muñeca japonesa, O’Hara-San, que perdió la cabeza en un viaje turbulento. Las muñecas, como es sabido, son frágiles. «Una bonita niña», cuenta Stendhal, «amaba mucho a la muñeca de cera que le habían regalado. La muñeca tenía frío y ella la puso al sol, que la fundió, y la niña lloró.»

      Menos drástico, Flaubert escribía a su sobrina, encargándole que transmitiese un mensaje a su muñeca, madame Robert: «Dale las gracias de mi parte a madame Robert por ser tan amable acordándose de mí. Preséntale mis respetos y aconséjale una cura reconstituyente, porque me pareció algo pálida y estoy preocupado por su salud».

      BICICLETA

      «Monsieur, no he probado la bicicleta, pero reconozco toda su maravilla práctica. Tendrá una importante influencia sobre la especie. Como espectador, le reprocho el ritmo inepto y desgarbado que inflige a las piernas: el ser humano no se aproxima impunemente a un mecanismo», respondía a un lector de finales del XIX el poeta Mallarmé, uno de tantos intelectuales fascinados por las dos ruedas.

      Pocos inventos estaban en condiciones de expresar plenamente el individualismo de la época, que adquiría carta de naturaleza mediante aquella simple alianza con un instrumento que parecía limitarse a ser una prolongación voluntaria del cuerpo humano. Emancipando al individuo de los límites corrientes del tiempo y del espacio, lo remitía a los caprichos de su deseo. El patriótico Barrès decía: «Partir hacia lo desconocido, errar a distancias nunca alcanzadas por jinetes o peatones, basarse sólo en las propias fuerzas: he ahí lo que nos permite la bicicleta. Satisface en nosotros el antiguo instinto del vagabundeo».

      «Soy un mediocre velocipedista, que apenas practica», se justificaba Émile Zola, convertido al nuevo medio en 1893. En realidad le gustaba merodear por el Bois de Boulogne o cerca de la casa de Médan con Jeanne, su amante, y sus hijos. «¡Fijaos! ¿No es delicioso el bosque por el que vamos? ¡Y cómo os purifica, os tranquiliza y os alienta!» En el ciclista anida una modesta voluntad de potencia, la fantasía de sustituir las carrozas, los coches, los trenes y los caballos para contar sólo consigo mismo. Zola soñaba con regresar a París en bici, pero nunca consiguió hacerlo. Refugiado en Inglaterra debido al caso Dreyfus, lo primero que hizo fue comprarse una bicicleta con la que explorar la campiña de los alrededores de Londres.

      Varias fotos lo retratan con indumentaria de ciclista, sentado en el sillín. El escritor estaba convencido de que la bicicleta era esencial para la emancipación femenina. No sólo por las excursiones en las que ambos sexos se mezclaban, sino también porque hacía posible sustituir la falda por los deportivos culottes. Una hipótesis que asustaba a Mallarmé, el cual, en su revista de moda femenina, aconsejaba a las lectoras deseosas de mostrar las piernas sobre el velocípedo, no abandonar la falda por los demasiado masculinos pantalones. Por algo la moderna Albertine de Proust era una ciclista.

      «¡Los mejores años de mi vida los he pasado yendo en bici!», admitía el escéptico Renard. Era ya anciano cuando aprendió con entusiasmo a montar en una bicicleta inglesa, pese a las objeciones del secretario Certkov, que la encontraba poco adecuada para un profeta. En Cannes, el impetuoso Maupassant hasta tuvo un accidente con luxación en las costillas cuando regresaba en triciclo de una visita a una misteriosa baronesa.

      Fiel a las dos ruedas, Jarry no se quitaba nunca los zapatos y los pantalones de montar en bicicleta. «¡Sirve para recorrer la habitación!», explicaba el

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