Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia

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Los grandes placeres - Giuseppe Scaraffia

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total había sido antes prerrogativa involuntaria de las deportadas o de las colaboracionistas, y sólo Jean Seberg parecía poder permitírselo, ahora algunas bellezas hacen de él un emblema de morboso atractivo.

      Todo el mundo sigue sufriendo del complejo de Sansón, víctima del corte radical que le practicó Dalila. Lo más seguro es que se trate de un eco reprimido de los tiempos en que al enemigo se le aterrorizaba con barbas y cabelleras fluctuantes –por eso la Medusa, imagen de la muerte, viene representada con una amenazante masa de rizos–, pero el macho sentado en la silla giratoria del peluquero siente todavía que está perdiendo algo.

      La moda del pelo cortado al cero es un astuto intento de eludir la castración a la que nos somete el peluquero. El moderno Sansón es hasta tal punto consciente de su fuerza que no tiene necesidad de demostrarlo con la melena, es más, renuncia deliberadamente a esa frágil corona, en nombre de una incontestable potencia. Por eso a los marines la maquinilla les deja una zona más oscura en la parte superior de la cabeza, para evidenciar la salud y la juventud de quien ha entregado sus mechones a la autoridad, obteniendo como contrapartida un casco.

      Además, de esta manera los calvos, como el que esto escribe, pueden enmascarar su desgracia haciéndola pasar por una elección. Perverso o deportivo, viril o gay, moderno o militarista, el rapado al cero tiene un único enemigo verdadero: el propio éxito. Porque su en apariencia imparable difusión, su economía, que ahorra el coste del peluquero, así como su funcionalidad, que elimina el problema del peinado, podrían llegar a banalizarlo, haciéndole perder ese halo sulfúreo que todavía flota alrededor de los cráneos elegantes de sus adeptos.

      Claro que la única alternativa es un regreso a la melena larga o a los mechones agitados por el viento. Pero no, o aún no, por el viento de la historia, que, aparentemente, privilegia esta versión elegantemente robotizada del hombre que parece encontrar su identidad justo en la renuncia al cabello, transformando el cráneo en un huevo magrittiano, un objeto brillante, perfectamente incorporable a las estéticas del consumo. Difícil pensar que se renuncie a una perfección tan al alcance de la mano. Además, hay que hacerlo constar, Dalila ya es la triunfadora. En compensación han hecho su aparición la mosca en el mentón y una barba rala que ninguna maquinilla parece haber conseguido detener, indicadores de una virilidad amenazada pero no rendida.

      PERRO

      «Quien pega al perro golpea al amo», escribió Dumas sobre una puerta, pero tenía que bregar lo suyo para defender a su Pritchard, apodado Catilina por su incurable tendencia a masacrar gallinas. Cuando Pritchard se excedió matando un perro callejero, Dumas lo condenó a tres años de reclusión en la jaula de los monos.

      No hay duda sobre el motivo por el que Victor Hugo, exiliado de la Francia de Napoleón III, bautizó a su perro Senado. Dócil como la homónima asamblea, el lebrel cohabitaba sin problemas con la gata Mouche.

      Los huéspedes de George Sand estaban encantados de la cortesía con que los acogía Fadet, el perro de la escritora. Después de haberlos saludado educadamente, Fadet seguía con discreto interés el vaciado de las maletas y luego los guiaba hasta dentro del parque, siguiendo un recorrido preestablecido. Su único defecto era la susceptibilidad, que lo empujaba a alejarse de los hombres al mínimo asomo de burla en sus miradas.

      Gustave Flaubert gustaba de cenar a solas con Julio (también un lebrel): «Se comporta igual que una persona, hace algunos pequeños gestos totalmente humanos».

      Zola tenía dos perros muy diferentes: Bertrand, un imponente terranova, era tranquilo, mientras que Raton era pequeño y nervioso.

      Se requieren años de pacientes esfuerzos, observaba J. K. Jerome, para modificar la belicosidad de los fox terriers, porque «nacen con una dosis de pecado original cuatro veces más grande». D’Annunzio mimaba a sus dos lebreles, «nobilísimos perros»; los alimentaba con chuletas de cordero, coñac añejo y azúcar. Pensaba consagrar a sus amados una Vida de los perros ilustres: «Toda mi vida está mezclada con la de los perros. En mi imaginación los veo como genios benéficos… he vivido tanto junto a ellos que los comprendo y me hablan».

      Malaparte adoraba a sus perros, sobre todo a Febo. «No he amado nunca a una mujer, ni a un hermano, ni a un amigo, como a Febo. Era un perro, como yo. Era un ser noble, la criatura más noble que he encontrado en mi vida.»

      El nómada Blaise Cendrars tenía un cocker llamado Wagonlit, pero no podía olvidar al fox terrier Whisky, protagonista de heroicas correrías durante la Primera Guerra Mundial, entre las trincheras francesas y alemanas.

      Bauschan, el braco de pelo corto de Thomas Mann, además de inspirar poéticamente a su dueño, era capaz de rasgar los pantalones de los intrusos, obligando al escritor a resarcirles. Mann paseaba todos los días con su perro: «Para él es ley correr sólo cuando yo también estoy en movimiento y descansar en cuanto me detengo».

      Nada más levantarse, Colette convocaba a sus animales, la gata y la perra Souci, que la seguían paso a paso durante todo el día. Omar, el airedale terrier de Steinbeck, jugaba a las cartas. Céline encontraba «espléndida» a su Bessy, una perra policía.

      En Kenia, Karen Blixen tenía lebreles escoceses de pelo duro, «la raza más noble y elegante que existe». El más viejo se llamaba Dusk y era un gran cazador, dispuesto a enfrentarse con los más feroces babuinos. Dorothy Parker cubría de besos a Timothy, un feúcho perro amarillo. Amaba con pasión a sus perros, pero no quería enseñarles a hacer sus necesidades fuera de casa. Cuando el adorado Wilson murió, lo envolvió en su manta de viaje preferida, diciendo: «Me ha enseñado lo que es la perseverancia, la dedicación y también a girar tres veces sobre mí misma antes de dormirme».

      POSTAL

      «¿Qué significa una postal? ¿En qué condiciones es posible?», se pregunta el filósofo Jacques Derrida. A pesar de su precoz senescencia, la postal es infinitamente más joven que la carta. Nació en 1870, durante la Comuna de París, cuando el correo tenía que ser ligero porque se transportaba en globo. De inmediato consiguió un cierto éxito por su coste reducido respecto a la carta. Un privilegio a costa de la reducción del espacio y la pérdida de privacidad del mensaje. Pero sólo alcanzó auge con la Exposición Universal de 1889, cuando se imprimieron trescientas mil postales con la novísima Torre Eiffel. Fue la edad dorada del rectángulo de papel. En 1904 la población sueca –cerca de cinco millones de personas– echó al buzón más de cuarenta y ocho millones de postales.

      Y, sin embargo, los autores más sofisticados miraban con recelo aquella irrefrenable difusión de imágenes. Federigo Tozzi, describiendo la sordidez de su habitación, la remata con: «una postal que es una caricatura horrenda». Guido Gozzano se mofa de «la postal de la Bella Otero en el tocador… ¡Qué melancolía!». Pero se trata sólo de un esnobismo momentáneo. Más transgresores aún, los surrealistas, con Aragon a la cabeza, se enamoraron de la estética naif de las postales.

      La grafomanía de los escritores a menudo se rebelaba a causa de los límites de la postal. Proust mandó una larga carta descompuesta en diez postales. Kafka no tenía reparos en invadir las imágenes no sólo con palabras, sino que también añadía un esbozo de sí mismo, desconsolado e inapetente en el sanatorio. Más conciso, Evelyn Waugh se interrogaba: «¿Cómo se las arreglan los novelistas para escribir libros tan largos? Estoy seguro de que yo podría escribir cualquier novela sobre un par de tarjetas postales».

      En las postales se planteaban problemas inquietantes, como cuando Freud, preocupado, escribió a Binswanger: «¿Qué quiere hacer usted con el inconsciente? O mejor, ¿cómo pretende usted arreglárselas sin el inconsciente? ¿No será a fin de cuentas que el diablo filosófico le tiene a usted entre sus garras? Tranquilíceme».

      O

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