Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia
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El castillo más amado fue tal vez aquel modesto de George Sand. Allí la escritora trabajaba, coleccionaba mariposas y montaba espectáculos de marionetas entre amigos como Flaubert y Turguénev y amantes como Chopin.
Otro grupo de artistas, el de Bloomsbury, encontró hospitalidad en la casona palaciega de Garsington, cerca de Oxford. Por aquellos muros pasaron Katherine Mansfield y Virginia Woolf, Eliot y Yeats, Lytton Strachey y Keynes, D. H. Lawrence, Russell y Huxley, que ironizó sobre aquella vida en «amarillo cromado».
Fascinada por el artificioso clima del castillo, la Woolf se preguntaba: «¿En Garsington el atardecer es normal? No, yo pienso que hasta el cielo está revestido de seda amarillo claro y que, sin duda, los pepinos están perfumados». Pero el propósito de todo aquello era la conversación que fluía incansable entre los salones y el dormitorio de la excéntrica lady.
Colette parecía no tomar en consideración CastelNovel, la fantástica fortaleza de su marido, Henri de Jouvenel. Sin embargo, aquel aislamiento dorado la ayudaba a concentrarse en la hija a quien antes había descuidado y, sobre todo, en el inmenso parque. Cuando a la niña le picó una avispa, la reprendió por haber provocado al pobre insecto. En aquel «castillo efímero perdido en la lejanía», en la actualidad hotel con restaurante, escribía especialmente en una vasta habitación del último piso, dominada por un desmesurado lecho.
Cuando el nuevo baile que había inventado no arraigó, Valentine de Saint-Point se retiró a un castillo en un valle selvático de Córcega. Soñaba con fundar un centro internacional para los intelectuales, El Templo del Espíritu. Un visitante escéptico como el director de Le Figaro, habituado a todo tipo de excentricidades, se quedó asombrado ante su estilo de vida.
En su voluntario exilio de Francia, Paul Morand alquiló a Vevey un delirante castillo neogótico del XIX. Por dentro parecía un gran caravasar muy poco suizo. Los Morand vivían acampados entre una aglomeración de objetos: baúles marroquíes y alfombras orientales, siempre bastante sucias por culpa del perro del escritor y los gatos de su esposa.
La Sagan invirtió las ganancias del juego en el castillo del Breuil, cerca de Honfleur, donde trabajaba en su habitación verde o jugaba con los perros en el prado.
«Necesito campo», le dijo a su mujer el fundador del Nouveau Roman, Robbe-Grillet. «¡Pero no una granja!». «¡Entonces un castillo!». En la habitación secreta del castillo de Robbe-Grillet, estaban alineados los instrumentos de aquel cultivador del sadomasoquismo: látigos, esposas, cuerdas y coronas de espinas. Pero ya parecían sólo un recuerdo lejano.
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