Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia

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Los grandes placeres - Giuseppe Scaraffia

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uno de sus más apasionados asiduos, mantienen el Sena. En sus armarios horizontales Schwob encontró La ciudad del sol con el autógrafo de Campanella y los Goncourt pescaron muchas de las estampas de su célebre colección. Durante largo tiempo los pequeños cuadros de Utrillo estuvieron colocados junto a los libros, bajo las miradas indiferentes de los adúlteros decimonónicos que, luego de haberse ausentado con la excusa de explorar aquella hilera de mostradores, se veían obligados a comparecer de nuevo ante la esposa al menos con un volumen, sujeto febrilmente, bajo el brazo.

      Curiosamente uno de los aspectos que hacen de París una ciudad única y susceptible de convertirse en la capital de Europa es justo el hecho de ser la única metrópoli en la que el río corre entre dos pretiles de libros.

      Han desaparecido los pacientes pescadores que Harold Acton recordaba en las Memorias de un esteta, pero al igual que él, todavía se puede dejar París embargados de nostalgia, llevando consigo, a modo de reliquias, las crujientes corbatas de Charvet y los libros pescados en los caparazones de madera de los bouquinistes.

      BOXEO

      Al principio, todo el mundo estaba de excelente humor. Fitzgerald se había comprometido a cronometrar rounds de tres minutos entre dos amigos escritores, Ernest Hemingway y Morley Callaghan, pero la sangre que goteaba de la boca de Hemingway hizo que Fitzgerald olvidara anunciar el final del primer round. Tras haber intentado golpear a Morley, Ernest recibió un puñetazo en la mandíbula que lo dejó K.O.

      «¡Oh, Dios mío! ¡Se me ha olvidado y el round ha durado cuatro minutos!», se excusó Fitzgerald, pero Hemingway, irritado, replicó: «¡Si quieres ver cómo me dan una paliza no tienes más que decirlo. ¡Pero no digas que ha sido una equivocación!». El episodio, del que existen varias versiones, creó una serie de malentendidos entre los protagonistas. En realidad, Ernest no podía soportar verse arrojado a la lona delante de alguien como Scott, que además de ser uno de los grandes se había portado con él de manera sumamente generosa.

      A Hemingway le gustaba hacerse fotografiar con el torso desnudo, con los puños apretados, en la pose del célebre John J. Sullivan. Subirse al ring estaba de moda entre los americanos de París. Ezra Pound corregía los manuscritos de Hemingway a cambio de lecciones de boxeo. Pero el más singular de todos sigue siendo sin duda el dandi surrealista Arthur Cravan, que con dos metros de altura y cien kilos de peso, quedó K.O. en el primer round ante el peso pesado negro Jack Johnson.

      Desde el principio Cravan no había tenido demasiadas dudas sobre el resultado final y se había puesto en guardia para proteger de los duros golpes del campeón del mundo aquel rostro tan amado por las mujeres. Al ver cómo temblaba, Jack Johnson fue llamado al orden por el árbitro porque insistía en darle al poeta patadas en el culo. Un gancho en la oreja izquierda puso fin al tragicómico episodio. Pero sólo en la realidad, porque desde entonces Cravan se dedicaría a ensalzar su propia resistencia: según él, habría aguantado durante sus buenos siete rounds antes de tirar la toalla.

      Por supuesto, no eran los primeros en dejarse atraer por la violencia bien regulada de este deporte, que tuvo entre sus más ilustres practicantes al gigantesco Alexandre Dumas y al musculoso Theóphile Gautier. Byron prefería la modalidad francesa, la Savate, una técnica mixta de puñetazos y patadas, inspirada en las artes marciales orientales, que fascinó también al plácido Rossini. «Nuestro boxeo es absolutamente idéntico al inglés, salvo que es todo lo contrario», puntualizaba Dumas, compensado por Tyson, que en una entrevista declaró: «Soy el Edmond Dantès del boxeo», rindiendo homenaje al héroe de El conde de Montecristo.

      Para el boxeo no había límites de sexo.

      A los treinta y nueve años Colette, amenazada por la amante de su futuro marido, recibió con éxito lecciones de pugilismo.

      Fue Jack London quién transformó a los boxeadores en protagonistas, convirtiéndolos en héroes proletarios, obreros de día y boxeadores de noche para alimentar a la familia. Pero la pureza del diletante chocaba, en sus páginas, con la corrupción de los combates amañados y las apuestas. «Cuando combate, verás al viejo irlandés salvaje que bulle en sus venas y guía sus puños. No es que pierda la sangre fría: es un iceberg ardiente y helado al mismo tiempo.» Ni siquiera cuando estaba embarcado dejaba London de entrenarse todos los días.

      El idealista Albert Camus veía el boxeo como un deporte «absolutamente maniqueo». No lo consideraba un juego, como el fútbol o el tenis, sino «un rito que lo simplifica todo. El bien y el mal, el vencedor y el perdedor». Para otros era más inmediato. Roger Nimier tenía que desahogar su sed de batirse en el ring: «Me siento atraído por el sudor y la sangre, por la gratuidad de las cosas. Y poder batirme de verdad me parece estupendo». Para Norman Mailer el boxeo era un modo de darle sentido a la violencia que a ratos lo poseía, arrastrándolo a las peleas de bar. En El desafío evoca la confrontación que tuvo lugar en 1975 entre el descarado Cassius Clay y el tranquilo e invicto George Foreman, concentrándose en la preparación y en los caracteres de los campeones.

      En Cuarteles de invierno, de 1982, Osvaldo Soriano transformó el boxeo en una lucha por la libertad de su propio país, Argentina. Lo mismo había hecho Luis Sepúlveda en Campeón. En 1968 el célebre combate entre Benvenuti y Griffith abrió un debate entre Pasolini, hostil a la derecha, encarnada a su parecer por Benvenuti, y Arpino, que no soportaba aquella instrumentalización política del deporte. Pero el más emblemático de los enfrentamientos fue el que tuvo lugar en 1938 entre Max Schmeling y el negro americano Joe Louis: el campeón nazi se desplomó en la lona al cabo de pocos minutos echando por tierra cualquier discurso sobre la supremacía aria.

      «Escribir sobre el pugilismo», declara Joyce Carol Oates en su Mike Tyson, «significa escribir de nosotros mismos, y nos obliga a indagar no sólo en el boxeo, sino en los confines mismos de la civilización, en qué es o qué debería ser humano; sobre el ring violentamente iluminado, el hombre puesto al límite cumple un rito atávico.»

      BUENOS MODALES

      «Los buenos modales»: bastan estas tres palabras para evocar a frágiles abuelas y artificiosas zalamerías. El enemigo más insidioso y letal de los buenos modales fue el 68, con su culto rousseauniano a una hipotética naturalidad. Los excesos de entonces, desde la simple mala educación hasta el abandono rayano en la violencia, han quedado atrás, pero ha permanecido la idea de que la persona «auténtica», al contrario que la «falsa», no debe esconder sus reales, y a menudo mezquinos, sentimientos.

      La cortesía es un placer que se nos concede, sustrayéndose a la prisa artificiosa que nos empuja a atropellarnos los unos a los otros. Además, como decía Emerson, «los buenos modales requieren tiempo, y no hay nada más vulgar que la prisa». La velocidad con la que nos precipitamos sobre un bufet para reaparecer con un plato rebosante de comida, es directamente proporcional a la vivacidad del ascenso social.

      Para Baudelaire la cortesía es la mejor manera de mantener la distancia con los demás. Fitzgerald, de hecho, observaba que las personas elegantes eran amabilísimas con los extraños y deliberadamente bruscas con los íntimos. Por algo Proust insiste en la ineffable amabilidad del duque de Guermantes, que trata a los conocidos con una cortesía que raya en lo servil.

      También la timidez puede convertirse en una excusa para ser maleducados. En cualquier caso es el síntoma de una excesiva y, por ello, poco cortés concentración en sí mismo. Después de una cierta edad, amonestaban Frutteto y Lucentini, tiene tanto sentido afirmar: «Soy tímido», como decir: «Soy suizo». Lo mismo vale para la torpeza. La hospitalaria Gertrude Stein tuvo que renunciar a recibir a Ezra Pound: «No quiero volver a ver a Ez. Basta con que entre y se siente aquí durante media hora, para que cuando se vaya todo esté roto: la silla, la lámpara… Ez me cae bien, pero no puedo permitirme el lujo de tenerlo en casa, eso es todo».

      Es

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