Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia

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Los grandes placeres - Giuseppe Scaraffia

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un giro filosófico, como en la célebre postal de Nietzsche desde Sils-Maria en la que celebra su descubrimiento de Spinoza: «¡Estoy asombrado, extasiado! ¡Tengo un precursor... y qué precursor!».

      Parientes y amigos seguían los viajes sobre una estela de postales. Wilde anunciaba el alto en Rávena para admirar los mosaicos. El joven Von Hofmannsthal sorprendía a su abuela con un, por otra parte, precario dominio del italiano, del que hacía gala en una postal echada en «una bocca de cartas»1. Palma Bucarelli no se contentaba con una postal de la ciudad japonesa, sino que añadía: «Tokio de noche es un bellísimo espectáculo porque por suerte los anuncios publicitarios no podemos leerlos, son signos abstractos sobre colores luminosos; ciertos rosados, violetas y anaranjados, insólitos en nuestras calles». Malaparte enviaba al amado lebrel de Stromboli postales que había tenido largo tiempo sobre su cuerpo para que le llegara el olor, dirigiéndolas «a Febo Malaparte, Capri».

      Sólo raras veces la postal servía para excusar la brevedad de lo escrito. «Cuando estés cansada y no tengas nada especial que decirme, coge una tarjeta postal, escribe y comunícame que estás bien. Ni se te ocurra escribirme cuando hacerlo te resulte algo desagradable; prefiero la tarjeta postal», declaraba Svevo a su mujer. «Cansada pero feliz», repetía Colette en cada una de las postales enviadas a su madre durante las giras teatrales. «He sufrido más que ahora: si está en tu mano te ruego sigas enviándome una postal diaria», pedía Dino Campana a Sibilia Aleramo. Era célebre la concisión de los agradecimientos de Morand a quien le había mandado un libro. Pero nada supera la desnudez de los «besos» que Simenon mandaba a su madre, quien prefería a su hermano.

      A veces la postal es la foto de un lugar donde reside el remitente. Colette mandaba a su amante, Missy, una en la que se veía su casa de Saint-Tropez. Huelga decir que la había hecho requisar debido a un error: habían escrito su nombre con dos eles. Más detallista, Kiki de Montparnasse, de orgiásticas vacaciones en Villefranche, señala sobre la fachada del Hotel Welcome su habitación y el bar de marineros donde se lo pasaba en grande. Hesse, nada más separarse de su esposa, manda la postal desde la Casa Camuzzi del Cantón del Tesino, adonde se ha trasladado.

      El erotismo no se limitaba a las ingenuas desnudeces ofrecidas por los pornógrafos. Joyce hacía retratos detallados en latín macarrónico de las prostitutas que frecuentaba. Para hacerse recordar por el amado Dalí, Lorca dibujó una doble aureola alrededor de la propia foto en formato de postal que le enviaba. Sobre aquel pedazo de papel podían materializarse delicados equilibrios. Cioran manda a su amante una postal desde Toledo –«Volver a París es absurdo, España debería haber sido mi patria»– con los indulgentes saludos de su esposa a pie de página. La postal podía preparar encuentros importantes, Eliot invitaba a Joyce, siempre sin blanca, a tomar el té con un mecenas. Cuando Fernanda Pivano, que estaba traduciendo Adiós a las armas, recibió una postal firmada por Hemingway –«Estoy en Cortina, me gustaría verla»– pensó que se trataba de una broma. Pero cuando le llegó una segunda –«Si no quiere venir a Cortina, voy yo a Turín, pero tengo que hablar con usted»– comprendió que era verdad.

      También los secretos podían atravesar el estrecho ojo de aguja de una postal. En su correspondencia, Gide, durante la ocupación alemana, llamaba a los demás escritores con los nombres de sus personajes de novela. Otras veces al escritor se le designaba con total transparencia como el tío G., y a Valéry con P. V. Pero había también quien, como Pavese, no se tomaba demasiado en serio aquella oposición veleidosa y escribía en una postal: «¿Cuándo te mandan al destierro a ti?». Por supuesto, el amigo, asustado, quemaba en el acto aquel provocativo mensaje.

      Durante la Primera Guerra Mundial un gran tráfico de postales unía a los soldados con la retaguardia. Malaparte se las mandaba a los conmilitones caídos para que fueran depositadas «sobre la fosa cubierta de nieve». En el dorso de las postales de propaganda contra el prusiano Guillermo II, Apollinaire describía un cuadro de la vida en la trinchera: «Me temo que no estaremos mucho tiempo en este sucio país lleno de moscas, declives baldíos y granadas. Cómo echo de menos el sector 59… Claro que aquí las noches son fabulosas, fantásticas». Pero había también quien, como Maccari, echaba de menos los tiempos de la marcha sobre Roma y a partir del 1 de octubre mandaba todos los días una postal a Flaiano con la frase: «¡El 28 de octubre se acerca!».

      Las escabrosas palabras de un desconocido podían herir a un autor en apariencia acorazado como Waugh: «Una crítica ha conseguido deprimirme: la postal de un hombre que me ha escrito: Su Retorno a Brideshead es una extraña forma de mostrar que el catolicismo es una respuesta a todo. Hace pensar más en el beso de la Muerte». Un típico lapsus freudiano hizo creer a Schnitzler que era anónima la postal en la que se le advertía que su amante lo traicionaba con un actor de la troupe. En realidad, la denuncia iba firmada por su padre.

      Y también la muerte encuentra su lugar en las postales, como en la que envió bajo nombre falso D’Annunzio a los diecisiete años, ansioso por llamar la atención, a la Gazzetta della Domenica, anunciando su propio fin después de una caída de caballo. El poeta astrólogo Max Jacob, en una postal a Camus, destinado a desaparecer en un accidente de coche, cometió un desliz memorable: «No sé por qué le dicen que va a morir usted de forma trágica». Pero la mejor postal es la que envió Hemingway, poco antes de suicidarse, a un amigo: «¡En cualquier caso nos lo hemos pasado en grande!».

      CASTILLO

      Hay muchos modos de retirarse del hacinamiento de la gran ciudad. El castillo, sin duda, es uno de los más deliciosos, un guarecerse sereno sobre sí mismos, una proclamación de autonomía. Allí el pasado tiende la mano a la naturaleza, la sociabilidad convive con la soledad.

      Montesquieu pensó a menudo hacer grabar sobre el frontispicio del castillo del siglo XIV de la Breda: «¡Oh, afortunado!». Si no lo hizo fue sólo por aquel natural sentido de la medida que lo alejaba dócilmente de los excesos. Leía y escribía en la inmensa biblioteca del «más bello lugar que conozco» o paseaba con un largo bastón por las viñas, charlando con los campesinos.

      Otro aristócrata envidiado por su inclinación a la felicidad, el príncipe de Ligne, incluso escribió un libro, Los jardines de Beloeil, para celebrar el verde telón de fondo de su castillo. Al morir su padre, que lo había moldeado, De Ligne creó una «aldea tártara», dos templos y una cascada, un jardín inglés y un jardín filosófico. «La estancia en el campo no es nunca tan agradable como cuando se ve de qué manera los bosques, los prados y el agua asumen por medio de nuestras manos una nueva forma cada día.»

      Para Buffon, nacido en una familia burguesa, el castillo era una meta y un refugio donde trabajar en la inmensa Historia natural, hacer experimentos e incluso crear una importante fundición. Tenía doce apartamentos lujosamente amueblados, pero él vivía con sobriedad y se levantaba cada mañana a las cinco. A las seis atravesaba el parque para encerrarse en el estudio situado en la torre del castillo. Caminaba con aire resuelto, absorto en sus meditaciones, con un bastón en la mano derecha y la otra en el costado.

      La relación del marqués de Sade con el pequeño castillo provenzal de La Coste era contradictoria. Por un lado se aburría y organizaba representaciones teatrales y orgías. Por otro, hacía plantar árboles, y desde la cárcel se hacía informar con todo detalle de sus progresos.

      Muchos años después preguntaba: «¿Y mi pobre parque, se reconoce todavía en él algo de mí?». Para salvar los mirlos del castillo de La Coste, amenazados por la ira de los revolucionarios, había dirigido, en 1792, una habilidosa carta resonante de sentimientos patrióticos al Ayuntamiento del pueblo, suscitando el entusiasmo de los destinatarios.

      Más pobre, Diderot pasaba mucho tiempo en el castillo de Grandval, propiedad de su amigo el materialista barón d’Holbach, el primer mayordomo de la filosofía, como lo apodó el abate Galiani por su hospitalidad. Por la tarde, los huéspedes daban un largo paseo, disfrutando del espectáculo

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