La articulación etnográfica. Rosana Guber
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Cuando hablamos de “trabajo de campo”, estamos refiriéndonos a más cuestiones que las aplicadas a la obtención de información. Hablamos también de la articulación de lógicas que suelen ser distintas y a menudo contradictorias; incluimos aquí lógicas teóricas y socioculturales del mundo del investigador y del mundo de los investigados o, como hemos dicho en otra parte, correspondientes a la reflexividad1 del investigador en tanto ser académico, la reflexividad del investigador en tanto ciudadano y las reflexividades de los sujetos de estudio (Guber, 2011). El trabajo de campo suscita, además, los tiempos de esa articulación, los procesos de reconocimiento e identificación de esas diversas reflexividades, hasta que el investigador se da cuenta de que la reflexividad de sus interlocutores no es la suya propia; ni la personal, ni la ciudadana, ni la académica. Cuando hablamos de trabajo de campo, aludimos a pistas encontradas, reconocidas, olvidadas y negadas, hablamos de advertir problemas nuevos y de cómo hacerles un lugar en nuestros esquemas conceptuales, hablamos de descubrir vetas promisorias y, sobre todo, de darnos cuenta de que las hemos descubierto. Y, por supuesto, hablamos de situaciones de interacción y de participación, de reconocernos en ellas y de convertirlas en nuestras vías de conocimiento tratando, en lo posible, de no imponer patrones de observación, presencia y comunicación que les resulten ajenos o violentos a nuestros interlocutores (de campo).
En este libro, entonces, intentaremos reconstruir la articulación etnográfica de una investigación antropológica concreta, planteando lógicamente las preguntas que nos permitan reconocer el proceso de conocimiento de Hermitte y las preguntas que nos permitan bucear en los dilemas reales que se le plantearon a la investigadora a lo largo de su trayecto. Recorreremos para ello las etapas, las instancias y los materiales de la investigación socioantropológica que llevó a cabo esta candidata doctoral en antropología en la Universidad de Chicago, entre 1959 y 1964, y dispondremos de los materiales del archivo personal y de una de las colecciones especiales de la Universidad de Chicago, correspondientes a la investigación Man in Nature.
1958-1964: Esther Hermitte de Buenos Aires a Chicago-Chiapas2
En la Argentina conocíamos a María Esther Álvarez de Hermitte (1921-1990) como Esther Hermitte y, para quienes estudiamos con ella en los cursos del IDES, simplemente como Esther. Ella fue nuestra antropóloga social, probablemente la primera que tuvimos en la Argentina por titulación, capacitación y práctica. Sin embargo, esto no le valió demasiado. Quizá hasta le resultó problemático en tanto había ingresado a otro idioma académico que no se hablaba todavía en el país, salvo en reducidos núcleos que proponían la antropología social más como una afirmación de compromiso político que como perspectiva de investigación.
Cuando se implantó la antropología como carrera universitaria en la Argentina en 1957, se la entendía como auxiliar de la Historia y como vehículo para la reconstrucción de patrimonios pretéritos de la humanidad. En ese clima que definía el perfil académico posible, Esther cursó el profesorado de Enseñanza Media, Normal y Especial en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. La antropología que ella aprendió se impartía en dos asignaturas: Antropología que era predominantemente antropología física, y Arqueología orientada a la prehistoria.
¿Por qué antropología social? Esther habrá sabido de ella en Estados Unidos, donde había viajado algunas veces con su marido, el ingeniero Raúl Hermitte, quien iba a ese país por razones de trabajo. Al parecer fue en esos viajes cuando hizo algunas indagaciones universitarias (en Boulder, Colorado) o en la misma Chicago, y supo que la antropología podía ocuparse del presente y además resolver problemas concretos de la gente. Con esta orientación, en los veranos de 1957 y de 1958 hizo un relevamiento de campo en la usina y cantera minera de la empresa El Aguilar, en la puna argentina, para conocer cómo se relacionaban funcionarios de la empresa y trabajadores atacameños y bolivianos. También en 1958 presentó un resumen de esta miniinvestigación a la reunión “Semana de la Sociedad Argentina de Antropología”, donde se refería a la “antropología aplicada” y a su relevancia en el país. Sin embargo, su perfil no tenía posibilidades de consolidarse ante un frente conformado por la antropología del Volkerkunde centro-europeo, por una parte, y por la otra una poderosa sociología cuantitativa que impartía en el novel Departamento de Sociología el llamado “padre de la sociología moderna” argentina, Gino Germani. Así que, salvo estas pequeñas tentativas y reseñas bibliográficas que publicó en la revista del Instituto de Antropología, Runa, ni el entorno ni ella misma disponían de los medios para emprender una línea de trabajo en Buenos Aires o su vecina La Plata, las dos universidades que desde 1958 y 1957 respectivamente titulaban antropólogos. De hecho, y hasta tiempos muy recientes, otros intentos en Córdoba y Rosario no lograron establecer una escuela.
Después de vanos intentos de obtener financiamiento de los departamentos norteamericanos, consiguió una beca externa del flamante Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Conicet) que dirigía su fundador y primer presidente Bernardo Houssay, y fue aceptada por Chicago. El año de partida de Esther fue importante para la antropología profesional en la Argentina: comenzaba a dictarse la licenciatura de La Plata y se firmaba la creación de la carrera porteña que empezaría a impartirse el año siguiente. También fue un año significativo en la antropología norteamericana. Alfred Kroeber y Talcott Parsons publicaban “The concept of Culture and of Social System” en American Sociological Review (1958: 583), donde proponían reorganizar el campo de las ciencias sociales norteamericanas. Con este “pacto de caballeros”, como lo describe George Stocking Jr., Parsons y los caciques de la antropología norteamericana (Kroeber y Clyde Klukhohn) trataban de establecer la división del trabajo intelectual académico: “la cultura” para los antropólogos, el “sistema social” para los sociólogos y la “psiquis” individual para los psicólogos (Silverman, 2005b).
Varias unidades académicas, sin embargo, rechazaron este nuevo orden. Es fácil comprender por qué el departamento de Chicago fue una de ellas. Alfred R. Radcliffe-Brown, uno de los fundadores de la antropología social británica entendida como disciplina científica abocada al estudio de la “estructura social”, había dejado su marca después de seis años de permanencia (1931-1937). Esta cabeza de playa de la antropología social británica en Estados Unidos no le regalaría el estudio de las relaciones sociales a la sociología.
La influencia socioantropológica fue bienvenida por el fundador del departamento en 1928, Robert Redfield, su chairman (jefe) y por un largo tiempo dean (decano) de la división Ciencias Sociales de la universidad. Redfield mantenía una perspectiva acentuadamente sociológica de la antropología desde que conoció la sociología cualitativa del vecino departamento de Sociología que, en esa misma universidad, había dirigido su suegro y maestro Robert E. Park. Redfield, sin embargo, no sometía el estudio de la cultura a la estructura y destacaba un perfil más funcionalista. Su proyecto de área en Yucatán fue simultáneo a la estadía de Radcliffe-Brown en Chicago.
La influencia del insigne británico también afectó la organización departamental que, supuestamente, debía seguir los lineamientos de la “disciplina de los cuatro campos” (four-fields discipline): antropología física, arqueología, lingüística y antropología cultural. La antropología social era, según Radcliffe-Brown, una disciplina práctica más próxima a la sociología comparada que a la reconstrucción del pasado. La incorporación en 1935 de