Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»Kurtz peroraba. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profunda hasta el final. Sobrevivió a sus fuerzas para ocultar en los espléndidos pliegues de la elocuencia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Oh, cómo luchó! ¡Luchó! Los despojos de su fatigado cerebro se veían ahora perseguidos obsesivamente por imágenes difuminadas; imágenes de riquezas y de fama dando vueltas obsequiosamente alrededor de su inextinguible don de la expresión noble y majestuosa. Mi prometida, mi estación, mi profesión, mis ideas: aquéllos eran los temas de las ocasionales manifestaciones de sentimientos elevados. La sombra del Kurtz original frecuentaba la cabecera de aquella hueca imitación, cuyo destino era ser enterrado al poco tiempo en el moho de la tierra primigenia. Pero tanto el amor diabólico como el odio sobrenatural de los misterios en que había penetrado luchaban por la posesión de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de falsa fama; de distinción fingida, de todas las apariencias del éxito y del poder.
»A veces era despreciablemente infantil. Soñaba con que le salieran al encuentro reyes en las estaciones de ferrocarril, a su regreso de algún lúgubre Ningún Lugar donde pretendía llevar a cabo grandes cosas. “Usted demuéstreles que posee algo que es realmente beneficioso, y entonces el reconocimiento de su talento no tendrá límites —solía decir—. Por supuesto, debe usted tener cuidado al escoger los motivos, siempre motivos justos”. Los largos tramos, que parecían todos el mismo, las curvas monótonas, que eran todas exactamente iguales, se deslizaban al lado del vapor con su multitud de árboles seculares que observaban pacientemente el paso de este mugriento fragmento de otro mundo, el precursor del cambio, de la conquista, del comercio, de masacres, de bendiciones. Yo miraba hacia adelante mientras llevaba el timón. “Cierre el postigo —dijo Kurtz un día de repente—; no puedo soportar ver todo esto”. Así lo hice. Hubo un silencio. “¡Oh, pero todavía pienso retorcerte el corazón!”, gritó hacia la selva invisible.
»Tuvimos una avería, tal como yo había supuesto, y nos vimos obligados a detenernos, para reparar el barco, en la punta de una isla. Esta demora fue lo primero que conmovió la confianza de Kurtz. Una mañana me entregó un paquete de papeles y una fotografía; todo ello atado con un cordón de zapato. “Guárdeme esto —dijo—. Ese loco pernicioso —refiriéndose al director— es capaz de husmear en mis cajas cuando yo no le vea”. Le vi por la tarde. Estaba tumbado boca arriba con los ojos cerrados, y yo me retiré silenciosamente, pero le oí murmurar: “Vivir rectamente, morir, morir…”, escuché. No se oyó nada más. ¿Estaba ensayando algún discurso en sueños o se trataba de un fragmento de una frase de algún artículo de periódico? Él había escrito para periódicos y tenía la intención de volverlo a hacer “para la difusión de mis ideas. Es un deber”.
»La suya era una oscuridad impenetrable. Le miré como uno observa a un hombre que yace en el fondo de un precipicio donde el sol no brilla nunca. Pero no tenía mucho tiempo que dedicarle, porque estaba ayudando al maquinista a desmontar los cilindros averiados, a enderezar una biela torcida y otras cosas por el estilo. Vivía en medio de una confusión infernal de herrumbre, limaduras, tuercas, pernos, llaves, martillos, trinquetes, cosas que detesto porque no me entiendo bien con ellas. Yo me ocupaba de una pequeña forja que afortunadamente teníamos a bordo; trabajaba fatigosamente en un maldito cúmulo de desperdicios, a menos que tuviera escalofríos demasiado fuertes para poder permanecer de pie.
»Al entrar una noche con una vela, me quedé maravillado cuando le oí decir, con voz algo temblorosa: “Yazgo aquí, en la oscuridad, esperando a la muerte”. La luz estaba a menos de un pie de sus ojos. Me forcé a mí mismo a murmurar: “¡Oh tonterías!”, y permanecí de pie a su lado como transido.
»No había yo visto nunca nada parecido al cambio que sobrevino en sus facciones, y espero no volverlo a ver. Oh, no me conmovió. Me fascinó. Fue como si se hubiera desgarrado un velo. En aquella cara de marfil vi la expresión del orgullo sombrío, del poder despiadado, del terror pavoroso; de una desesperación intensa y desesperanzada. ¿Estaba acaso viviendo de nuevo su vida en cada detalle de deseo, tentación y renuncia durante aquel momento supremo de total conocimiento? Gritó en susurros a alguna imagen, a alguna visión; gritó dos veces, un grito no más fuerte que una exhalación:
“¡El horror! ¡El horror!”.
»Apagué la vela de un soplido, abandoné la cabina. Los peregrinos estaban cenando en el comedor, y yo tomé asiento frente al director, quien levantó los ojos para dirigirme una mirada inquisitiva que conseguí ignorar. Él se echó hacia atrás, sereno, con aquella peculiar sonrisa suya que sellaba las profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una continua lluvia de pequeñas moscas se movía con rapidez por encima de la lámpara, sobre el mantel, sobre nuestras caras y nuestras manos. De pronto el muchacho del director asomó su insolente cabeza negra por la puerta, y dijo en un tono de áspero desdén:
»“Señor Kurtz. Él muerto”.
»Todos los peregrinos se precipitaron fuera para verlo. Yo permanecí allí y continué con mi cena. Creo saber que se me consideró brutalmente insensible por aquello. No obstante, no comí mucho. Allí había una lámpara, luz, ¿sabéis?, y fuera todo estaba tan oscuro, tan bestialmente oscuro. No me volví a acercar al hombre extraordinario que había emitido juicio sobre las aventuras de su alma en esta tierra. La voz se había ido. ¿Qué más había habido allí? Pero naturalmente estoy enterado de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en un agujero enfangado.
»Y después estuvieron a punto de enterrarme a mí.
»No obstante, como veis, yo no fui a unirme con Kurtz allí y entonces. No lo hice. Me quedé para soñar la pesadilla hasta el final y para demostrar mi lealtad hacia Kurtz una vez más. El destino. ¡Mi destino! La vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo, que llega demasiado tarde, y una cosecha de remordimientos inextinguibles. Yo he luchado a brazo partido con la muerte. Es la disputa menos emocionante que podáis imaginar. Tiene lugar en una indiferencia impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin el gran deseo de la victoria, sin el gran miedo de la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en tu propio derecho, y todavía menos en el del adversario. Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree. Estuve a menos de un paso de la última oportunidad de pronunciarme, y descubrí con humillación que probablemente no tendría nada que decir. Ésta es la razón por la que afirmo que Kurtz era un hombre fuera de lo normal. Él tenía algo que decir. Lo dijo. Como yo me había asomado al borde, comprendo mejor el significado de su mirada fija, que no podía ver la llama de la vela, pero era lo bastante amplia como para abarcar a todo el universo, lo bastante penetrante como para introducirse en todos los corazones que laten en la oscuridad. Él había recapitulado; había juzgado. “¡El horror!”. Era un hombre extraordinario. Después de todo, aquélla era la expresión de algún tipo de creencia; tenía candor, tenía convicción, había en su susurro una nota vibrante de rebeldía; tenía el espantoso rostro de una verdad entrevista, la extraña mezcla de deseo y odio. Y no es mi propia situación extrema lo que mejor recuerdo: una visión de indiferencia sin forma, llena de dolor físico, y un desprecio despreocupado por lo efímero de todas las cosas, incluso de mi mismo dolor. ¡No! Es su situación