Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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¿cómo se llama?, el fabricante de ladrillos, le preparará un informe legible”. Se mostró turbado por un momento. Tuve la sensación de no haber respirado nunca una atmósfera tan despreciable y, mentalmente, recurrí a Kurtz en busca de alivio, realmente en busca de alivio. “No obstante, creo que el señor Kurtz es un hombre extraordinario”, dije con énfasis. Se sobresaltó, dejó caer sobre mí una mirada fría y pesada, y dijo con suma tranquilidad: “Lo era”, y me dio la espalda. Acababa de caer en desgracia. Me encontré formando, junto con Kurtz, el grupo de los partidarios de los métodos para los que el momento no era oportuno: ¡yo estaba en un error! ¡Ah! Pero algo era poder al menos elegir las propias pesadillas.

      »En realidad yo había ido buscando la selva, no al señor Kurtz, que era como si ya estuviera enterrado, estaba dispuesto a admitirlo. Y por un momento me pareció que también yo estaba enterrado en una gran tumba llena de secretos inconfesables. Sentí un peso intolerable que oprimía mi pecho, el olor de la tierra húmeda, la presencia invisible de la corrupción triunfante, la oscuridad de una noche impenetrable… El ruso me dio un golpecito en el hombro. Le oí murmurar y balbucir algo acerca de “Hermano marinero…, no podía ocultar… conocimiento de asuntos que podrían afectar a la reputación del señor Kurtz”. Esperé. Para él, evidentemente, el señor Kurtz no estaba en la tumba. Sospecho que para él el señor Kurtz era uno de los inmortales. “¡Y bien! —dije yo por fin—. Hable. Sucede que yo soy amigo del señor Kurtz…, en cierto modo”.

      »Manifestó con cierta ceremoniosidad que, si no hubiéramos sido “de la misma profesión”, él habría guardado en secreto el asunto, sin preocuparse de las consecuencias. “Sospechaba que había una positiva mala disposición hacia él por parte de aquellos hombres blancos, que…”. “Está usted en lo cierto —dije yo, recordando cierta conversación que había escuchado por casualidad—. El director piensa que a usted deberían colgarle”. Mostró una preocupación al oír semejante información, que al principio me divirtió. “Más vale que desaparezca discretamente —dijo con sinceridad—. Ya no puedo hacer nada más por Kurtz, y ellos en seguida encontrarían una excusa. ¿Qué les puede detener? Hay un campamento militar a trescientas millas de aquí”. “Bien, a mi juicio —dije yo—, haría bien en marcharse si tiene amigos entre los salvajes de los alrededores”. “Muchos —dijo él—. Son gente simple… y no necesito nada, sabe usted”. Permaneció de pie, mordiéndose el labio, después dijo: “No quiero que nada malo les ocurra aquí a esos blancos, pero, naturalmente, estaba pensando en la reputación del señor Kurtz…, pero usted es un marinero hermano y…”. “Está bien —dije yo después de un rato—. La reputación del señor Kurtz está a salvo en mis manos”. Yo mismo no sabía con cuánta sinceridad hablaba.

      »Me informó, bajando la voz, de que fue Kurtz quien ordenó que se llevara a cabo el ataque contra el vapor. “A veces odiaba la idea de que le llevaran a otra parte; y además… Pero yo no entiendo esos asuntos. Soy un hombre sencillo. Él pensó que eso les ahuyentaría a ustedes, que renunciarían a la empresa, creyéndole muerto. No pude detenerle. ¡Oh! Lo he pasado muy mal durante este último mes”. “Muy bien —dije—. Ahora ya está bien”. “Sí-í-í-í”, musitó, al parecer, no muy convencido. “Gracias —dije yo—; mantendré los ojos bien abiertos”. “Pero con calma, ¿eh? —imploró con ansiedad—. Sería terrible para su reputación si alguien aquí…”. Prometí completa discreción con gran seriedad. “Tengo una canoa y tres muchachos negros esperando no muy lejos. Me voy. ¿Me podría dar algunos cartuchos Martini-Henry?”. Podía y se los di, con la debida reserva. Guiñándome un ojo se sirvió él mismo un puñado de mi tabaco. “Entre marinos, ya sabe, buen tabaco inglés”. Cuando estaba en la puerta de la garita del timonel dio media vuelta. “Digo que, ¿no tendrá usted un par de zapatos de sobra?”. Levantó una pierna. “Mire”. Las suelas estaban atadas con cuerdas anudadas bajo sus desnudos pies a modo de sandalias. Desenterré un viejo par, que miró con admiración antes de metérselo bajo el brazo izquierdo. Uno de sus bolsillos (rojo brillante) estaba repleto de cartuchos, del otro (azul oscuro) asomaba la Investigación de Towson, etc. Parecía creerse excelentemente bien equipado para un nuevo encuentro con la selva. “¡Ah! Nunca, nunca volveré a encontrar a un hombre semejante. Tendría que haberle oído recitar poesía; era suya además; él me lo dijo. ¡Poesía!”. Hizo girar sus ojos ante el recuerdo de esas delicias. “Ah, él ensanchó mi espíritu”. “Adiós”, dije yo. Me estrechó la mano y desapareció en la noche. A veces me pregunto si realmente le llegué a ver alguna vez, si era posible encontrarse con semejante fenómeno…

      »Cuando poco después de medianoche me desperté, su advertencia me vino a la mente, con su insinuación de peligro que parecía, en la estrellada oscuridad, lo bastante real como para hacerme levantar con el propósito de echar una ojeada a mi alrededor. En la colina ardía un gran fuego que iluminaba intermitentemente una esquina deformada de la casa de la estación. Uno de los agentes, con un piquete de unos cuantos negros de los nuestros, armados al efecto, montaba guardia junto al marfil; pero en la profundidad del bosque, destellos rojos que fluctuaban, que parecían hundirse y surgir de la tierra en medio de confusas sombras con forma de columnas de intensa negrura, mostraban la posición exacta del campamento en que los adoradores del señor Kurtz mantenían su inquieta vigilia. El monótono son de un gran tambor llenaba el aire de apagadas sacudidas y de una prolongada vibración. El continuo zumbido de muchos hombres, cantando cada uno para sí algún misterioso conjuro, salía del liso y negro muro del bosque, como sale el zumbido de las abejas de una colmena, y actuaba como un extraño narcótico sobre mis sentidos adormecidos. Creo que me quedé traspuesto apoyado sobre la barandilla, hasta que un abrupto estallido de alaridos, una erupción sobrecogedora de un frenesí reprimido y misterioso me despertó llenándome de un desconcertante asombro. Se cortó de repente, y el débil zumbido continuó con un efecto de silencio audible y tranquilizador. Lancé una mirada casual al interior de la pequeña cabina. Dentro de ella ardía una luz, pero el señor Kurtz no estaba allí.

      »Creo que habría armado un estrépito si hubiera dado crédito a mis ojos. Pero al principio no se lo di, tan imposible parecía todo aquello. El hecho es que yo estaba completamente acobardado, presa de terror puro y ciego, de horror puramente abstracto, sin conexión con ninguna forma clara de peligro físico. Lo que hacía esa emoción tan abrumadora era, ¿cómo lo definiría?, la conmoción moral que recibí, como si algo absolutamente monstruoso, intolerable para el pensamiento y odioso para el alma, se me hubiera venido encima inesperadamente. Naturalmente, esto duró una pequeñísima fracción de segundo, y después la sensación moral de peligro mortal, corriente, la posibilidad de un repentino ataque y de una matanza, o de algo por el estilo, que yo veía inminente, fue tranquilizadora y favorablemente acogida. En efecto, me calmó tanto, que no di la alarma.

      »Había un agente vestido con un levitón abrochado hasta arriba que dormía en una silla sobre la cubierta a tres pies de mí. Los alaridos no le habían despertado; roncaba muy ligeramente; le dejé entregado a sus sueños y salté a tierra. No traicioné al señor Kurtz: estaba dispuesto que nunca le traicionaría; estaba escrito que guardaría lealtad a la pesadilla que había elegido. Estaba impaciente por habérmelas con aquella sombra por mí mismo, a solas, y aún hoy ignoro por qué no quería compartir con nadie la peculiar negrura de aquella experiencia.

      »Tan pronto como salté a la orilla vi un rastro, un ancho rastro a través de la hierba. Recuerdo la exultación con que me dije a mí mismo: “No puede andar, va a cuatro patas: ya le tengo”. La hierba estaba húmeda de rocío. Caminé a zancadas con rapidez y con los puños cerrados. Imagino que tenía la vaga idea de caer sobre él y darle una paliza. No sé. Tuve algunos pensamientos imbéciles. La vieja mujer que hacía punto con el gato se entrometía en mi memoria como una persona de lo más impropia para estar sentada al otro extremo de un asunto como éste. Vi una hilera de peregrinos arrojando plomo a chorros al aire, con los Winchesters apoyados en la cadera. Pensé que nunca volvería al vapor, y me imaginaba a mí mismo viviendo solo e inerme en los bosques hasta una edad avanzada. Cosas así de estúpidas, ya sabéis. Y recuerdo que confundía el son del tambor con el latido

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