Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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en aquel claro por la selva sombría y meditabunda. Los matorrales se agitaron, la hierba se meció durante un rato y después todo se quedó en una atenta inmovilidad.

      »“Ahora, si él no les dice la palabra adecuada, estamos todos perdidos”, dijo el ruso a mi lado. El puñado de hombres que llevaba las parihuelas se había detenido también a mitad de camino del vapor, como petrificado. Vi cómo el hombre de la camilla, flaco y con un brazo levantado, se incorporaba por encima de las espaldas de los camilleros. “Esperemos que el hombre que puede hablar tan bien sobre el amor en general encuentre alguna razón particular esta vez para perdonarnos la vida”, dije yo. Me indignaba amargamente el absurdo peligro de nuestra situación, como si estar a merced de aquel fantasma atroz hubiera sido una deshonrosa necesidad. No podía oír un solo ruido, pero a través de los gemelos vi el delgado brazo extendido imperativamente, la mandíbula inferior moviéndose, los ojos de aquella aparición brillando oscuramente hundidos en su cabeza huesuda, que se movía con grotescas sacudidas. Kurtz, Kurtz, eso significa corto en alemán ¿no? Pues bien, el nombre era tan verdadero como todo lo demás en su vida… Su cobertor se había caído y su cuerpo emergía de él, lastimoso y aterrador, como de una mortaja. Pude ver cómo se movía su caja torácica, cómo se agitaban los huesos de su brazo. Era como si una imagen animada de la muerte, esculpida en marfil viejo, hubiera estado sacudiendo la mano amenazadoramente hacia una inmóvil congregación de hombres hechos de oscuro y reluciente bronce. Le vi abrir la boca desmesuradamente; le daba un aspecto misteriosamente voraz, como si hubiera querido tragarse todo el aire, toda la tierra, a todos los hombres que tenía ante sí. Una voz profunda llegó hasta mí débilmente. Debía estar gritando. De repente cayó de espaldas. La camilla dio una fuerte sacudida al tambalearse los camilleros de nuevo hacia adelante, y casi simultáneamente observé que la muchedumbre de salvajes estaba desapareciendo sin ningún movimiento perceptible de retirada, como si la selva que había arrojado a estos seres tan repentinamente los hubiera absorbido, de nuevo como se inhala el aliento en una larga aspiración.

      »Algunos de los peregrinos que seguían a la camilla llevaban sus armas: dos pistolas, un rifle pesado y una ligera carabina de repetición: los rayos de aquel lastimoso Júpiter. El director se inclinó hacia él murmurando, mientras caminaba al lado de su cabeza. Lo depositaron en una de las pequeñas cabinas, simplemente una habitación con sitio para una cama y una o dos banquetas de campaña. Habíamos traído su correspondencia atrasada, y por su cama estaban esparcidos un montón de sobres desgarrados y cartas abiertas. Su mano erraba débilmente entre estos papeles. Me chocó el fuego de sus ojos y la tranquila languidez de su expresión. No era tanto por el agotamiento de la enfermedad. No parecía sufrir. Esta sombra parecía saciada y tranquila, como si por el momento estuviera ahíta de todas las emociones.

      »Agitó una de las cartas y, mirándome a los ojos, dijo: “Cuánto me alegra”. Alguien le había estado escribiendo acerca de mí. Aquellas recomendaciones especiales estaban apareciendo de nuevo. El volumen de tono de voz que emitió sin esfuerzo, casi sin tomarse la molestia de mover los labios, me asombró. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Era grave, profunda, vibrante, mientras que su dueño no parecía capaz de un suspiro. Sin embargo, tenía fuerza suficiente (ficticia, sin duda) para casi acabar con nosotros, como oiréis enseguida.

      »El director apareció silenciosamente en la puerta; yo salí en el acto y él corrió la cortina detrás de mí. El ruso, a quien los peregrinos observaban con curiosidad, estaba mirando fijamente hacia la orilla. Seguí la dirección de su mirada.

      »A lo lejos podían distinguirse oscuras formas humanas, revoloteando confusamente contra el tenebroso borde de la selva, y, cerca del río, dos figuras de bronce, apoyadas sobre largas lanzas, estaban de pie a la luz del sol bajo fantásticos tocados de pieles moteadas, con aspecto guerrero y, sin embargo, en un reposo escultural. Y de derecha a izquierda, a lo largo de la orilla iluminada, se movía la salvaje y espléndida aparición de una mujer.

      »Caminaba con pasos mesurados, envuelta en telas a rayas con flecos, pisando la tierra con orgullo, con un ligero tintineo y relampagueo de bárbaros ornamentos. Mantenía la cabeza erguida; su pelo estaba peinado en forma de yelmo; llevaba polainas de latón hasta la rodilla, guanteles de alambre de latón hasta el codo y un lunar carmesí en su morena mejilla; innumerables collares de abalorios en el cuello; los extraños objetos, amuletos y regalos de hechiceros que colgaban sobre ella refulgían y temblaban a cada paso. Debía llevar encima el valor de varios colmillos de elefantes. Era salvaje y soberbia, magnífica y de mirada feroz; había algo ominoso y majestuoso en su lento caminar. Y el silencio que había caído súbitamente sobre toda aquella tierra afligida, la inmensa selva, el cuerpo colosal de la vida fecunda y misteriosa, parecía mirarla, pensativo, como si estuviera mirando la imagen de su propia alma tenebrosa y apasionada.

      »Llegó frente al vapor, permaneció de pie, inmóvil, y dirigió su mirada hacia nosotros. Su alargada sombra se proyectaba sobre el borde del agua. Su rostro tenía el aspecto trágico y feroz de un salvaje pesar y de un mudo dolor mezclados con el miedo de una decisión a medio formular, con la que se debatía. Permaneció de pie, mirándonos inmóvil, y como la selva misma, con aspecto de estar madurando algún designio inescrutable. Transcurrió un minuto entero y entonces dio un paso adelante. Se produjo un débil sonido metálico, un destello de metal amarillo, un bamboleo de atuendos orlados, y se detuvo como si el corazón le hubiera fallado. El joven muchacho que se encontraba a mi lado gruñó algo. Los peregrinos murmuraron a mi espalda. Ella nos miró a todos como si su vida dependiera de la inquebrantable firmeza de su mirada. De repente abrió sus brazos desnudos y los levantó rígidos sobre su cabeza, como presa de un incontrolable deseo de tocar el cielo; y al mismo tiempo las rápidas sombras se precipitaron sobre la tierra, pasaron velozmente sobre el río, rodeando al vapor en un abrazo sombrío. Un terrible silencio envolvió la escena.

      »Se dio la vuelta lentamente, comenzó a caminar por la orilla y desapareció detrás de los matorrales a nuestra izquierda. Sólo una vez antes de desaparecer brillaron sus ojos, vueltos hacia nosotros, desde la penumbra de la espesura.

      »“Si hubiera pretendido subir a bordo creo realmente que hubiera intentado matarla —dijo con nerviosismo el hombre de los remiendos—. He estado arriesgando mi vida a diario durante los últimos quince días para mantenerla apartada de la casa. Entró un día y organizó un escándalo a causa de estos miserables harapos que cogí en el almacén para remendar mi ropa. No le parecía honrado. Debió de ser eso al menos, porque habló enfurecida con Kurtz durante una hora, señalándome de vez en cuando. No entiendo el dialecto de esta tribu. Por suerte para mí creo que Kurtz se sentía demasiado enfermo aquel día para preocuparse; si no, habría habido problemas. No lo entiendo… No, es demasiado para mí. Ah, bueno, ya ha pasado todo”.

      »En ese momento oí la voz profunda de Kurtz desde detrás de la cortina: “¡Salvarme!… querrás decir salvar el marfil. No me digas. ¡Salvarme a mí! Si yo he tenido que salvarte a ti. Ahora estás interrumpiendo mis planes. ¡Enfermo! ¡Enfermo! No tan enfermo como te gustaría creer. No te preocupes. Todavía puedo llevar a cabo mis proyectos: regresaré. Te demostraré lo que se puede hacer. Tú con tus mezquinas ideas de vendedor ambulante. Te estás interponiendo en mi camino. Pero regresaré. Yo…”.

      »El director salió. Me hizo el honor de cogerme por el brazo y conducirme a un lado. “Está muy mal, muy mal”, dijo. Consideró necesario suspirar, pero omitió mostrar su aflicción de una manera coherente. “Hemos hecho por él todo lo que hemos podido, ¿no es así? Pero no hay que disfrazar los hechos, el señor Kurtz ha hecho más mal que bien a la compañía. No veía que el momento no era propicio para actuar enérgicamente. Con cautela, con cautela; ése es mi principio. Todavía tenemos que ser prudentes. El distrito nos está vedado durante algún tiempo. ¡Es lamentable! En conjunto, el comercio se va a resentir. No niego que hay una considerable cantidad de marfil, fósil en su mayor parte. Tenemos que salvarlo a cualquier precio; pero dése cuenta de la situación tan precaria en que nos encontramos; ¿y por qué? Porque el método es erróneo”. “¿Le llama usted a esto método erróneo?”,

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