Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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presa de un abyecto pavor y permitía que aquel tullido vapor se le desmandara en cuestión de minutos.

      »Estaba mirando hacia el palo de sonda y me sentía muy contrariado de comprobar que a cada nueva prueba sobresalía un poco más de aquel río, cuando vi que el encargado abandonaba su ocupación súbitamente y se tumbaba en la cubierta, sin siquiera tomarse la molestia de izar a bordo el palo. Pero seguía sujetándolo, y el palo se arrastraba en el agua. Al mismo tiempo, el fogonero, a quien también pude ver debajo de mí, se sentó bruscamente delante del horno y dejó caer la cabeza hacia delante. Yo estaba asombrado. En aquel instante tuve que mirar rapidísimamente al río, porque había un obstáculo en el canalizo. Palos, unos palos pequeños, volaban alrededor a montones: pasaban zumbando por delante de mis narices, caían a mis pies, iban a estrellarse detrás de mí contra mi garita de timonel. Durante este tiempo, el río, la orilla, el bosque, estaban en silencio, en perfecto silencio. Sólo oía el chapote ante batir de las aspas del timón y el zumbido de aquellas cosas. Esquivamos el obstáculo a duras penas. ¡Flechas, por Júpiter! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente para cerrar el postigo que daba a tierra. Aquel estúpido timonel, con las manos en las cabinas del timón, levantaba las rodillas, pateaba el suelo con los pies, se mordía los labios, como un caballo sujeto por las riendas. ¡Maldito sea! Y estábamos haciendo eses a una distancia de diez pies de la orilla. Me tuve que asomar hacia fuera para engoznar el postigo, y vi un rostro entre las hojas a mi misma altura que me miraba feroz y fijamente; y de repente, como si me hubieran retirado un velo de los ojos, descubrí, en lo profundo de la enmarañada tenebrosidad, pechos desnudos, brazos, piernas, ojos brillantes: la maleza bullía de miembros humanos en movimiento, resplandecientes, del color del bronce. Las pequeñas ramas se agitaban, se mecían, crujían, las flechas salían volando de entre ellas y entonces conseguí cerrar el postigo. “Manténlo en posición recta”, le dije al timonel, que mantuvo su cabeza rígida, con la vista al frente; pero sus ojos giraban y continuó subiendo y bajando los pies suavemente. Tenía un poco de espuma en la boca. “¡Estáte quieto!”, le ordené, furioso. Lo mismo podía haber ordenado a un árbol que no se meciera en el viento. Salí fuera precipitadamente. Debajo de mí se oía un gran alboroto de pies sobre la cubierta de hierro y confusas exclamaciones. Una voz gritó: “¿Puede dar la vuelta?”. Pude ver en el agua una ola en forma de embudo más adelante. ¿Qué? ¡Otro tronco! Estalló un tiroteo bajo mis pies. Los peregrinos habían hecho fuego con sus Winchesters y sencillamente estaban arrojando plomo a chorros sobre aquel matorral. Se elevó una impresionante humareda que fue avanzando lentamente hacia adelante. Blasfemé. Ahora ya no podía ver el tronco ni la ola. Me quedé de pie en la puerta, escudriñando, mientras una lluvia de flechas caía sobre nosotros. Tal vez estuvieran envenenadas, pero parecían incapaces de matar una mosca. La maleza comenzó a ulular. Nuestros leñadores lanzaron un grito de guerra. La detonación de un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Miré por encima de mi hombro, y la garita del timonel estaba todavía llena de ruido y humo cuando me abalancé sobre el timón. El estúpido negro había dejado caer todo para abrir el postigo y disparar ese Martini-Henry. Estaba de pie ante el amplio hueco mirando fieramente; le grité que volviera, mientras rectificaba la repentina desviación del vapor. No había espacio para dar la vuelta, suponiendo que hubiera querido hacerlo; el tronco estaba muy cerca en algún lugar, delante de nosotros, en aquel maldito humo, y no había tiempo que perder; de modo que lo arrimé a la orilla, a la mismísima orilla, donde yo sabía que el agua era profunda.

      »Nos abrimos camino lentamente a lo largo de la maleza que colgaba sobre nosotros en un torbellino de ramas rotas y hojas que revoloteaban. Abajo cesó pronto el tiroteo, como yo había previsto que sucedería cuando se vaciaran los cargadores. Eché hacia atrás la cabeza ante un zumbido centelleante que atravesó la garita, entrando por una abertura del postigo y saliendo por otra. Al mirar más allá de aquel timonel loco, que sacudía el rifle descargado y chillaba en dirección a la orilla, vi formas vagas de hombres corriendo doblados por la cintura, saltando, deslizándose, inconfundibles, incompletas, evanescentes. Delante del postigo apareció algo grande en el aire, el rifle cayó por la borda y el hombre retrocedió con rapidez, me miró por encima de su hombro de una manera extraordinaria, profunda, familiar, y cayó sobre mis pies. Un lado de su cabeza golpeó dos veces el timón, y el extremo de lo que parecía un largo bastón repiqueteó a su alrededor y fue a derribar una banqueta plegable. Parecía como si, después de arrebatar aquel objeto a alguien de la orilla, el esfuerzo le hubiera hecho perder el equilibrio. El tenue humo se había disipado, habíamos sorteado el tronco, y mirando al frente yo veía que unas cien yardas más adelante podría alejar el barco de la orilla, pero sentía mis pies tan calientes y mojados que tuve que mirar hacia abajo. El hombre había rodado sobre su espalda y me miraba fijamente; apretaba el palo con las dos manos. Era el mango de una lanza que, arrojada o empujada a través de la abertura, le había alcanzado en un costado, justo debajo de las costillas; la hoja se había hundido completamente, después de causar una terrible hendidura; mis zapatos estaban empapados; había un manso charco de sangre, de un rojo oscuro brillante, debajo del timón. Sus ojos tenían un resplandor extraño. Estalló de nuevo el tiroteo. Me miró angustiosamente, asiendo la lanza como algo precioso, con aire de temer que yo intentara arrebatársela. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar mis ojos de su mirada y atender al timón. Levantando una mano por encima de mi cabeza, busqué a tientas el cordón del silbato del vapor y tiré de él precipitadamente, produciendo pitido tras pitido. El tumulto de los enfurecidos gritos de guerra cesó al instante, y de las profundidades del bosque surgió un trémulo y prolongado gemido de lastimero temor y absoluta desesperación, como podemos imaginar que sería el que siguiera a la huida de la última esperanza sobre la tierra. Hubo una gran conmoción entre la maleza; la lluvia de flechas cesó; algunos disparos sueltos resonaron agudamente; y siguió el silencio, en el que el lánguido golpear de la rueda del timón llegaba con nitidez a mis oídos. Puse el timón todo a estribor en el preciso momento en que el peregrino del pijama rosa, muy acalorado y agitado, hizo su aparición en la puerta: “Me envía el director… —comenzó en tono oficial, y se detuvo—. ¡Dios mío!”, dijo, mirando al herido.

      »Los dos blancos estábamos de pie sobre él, y su mirada nos envolvió, brillante e inquisitiva. Os aseguro que parecía como si fuera a hacernos en cualquier momento una pregunta en un lenguaje inteligible, pero murió sin emitir el menor sonido, sin mover un solo miembro, sin encoger un músculo. Sólo en el último momento, como en respuesta a alguna señal que no podíamos ver, a algún susurro que no lográbamos oír, frunció pesadamente el entrecejo, y ese entrecejo dio a su negra máscara mortuoria una expresión inconcebiblemente sombría, meditabunda y amenazadora. El brillo de su mirada inquisitiva se desvaneció de prisa en una vacía vidriosidad. “¿Sabe usted llevar el timón?”, pregunté al agente con ansiedad. Hizo un gesto dubitativo, pero lo así del brazo y comprendió en seguida que quería que llevara el timón tanto si sabía como si no. A decir verdad, yo estaba morbosamente ansioso por cambiarme de zapatos y calcetines. “Está muerto”, murmuró aquel sujeto, enormemente impresionado. “No hay duda de ello —dije, tirando como loco de los cordones de los zapatos—. Y, a propósito, imagino que el señor Kurtz también estará muerto a estas alturas”.

      »Por el momento ésa era la idea dominante. Tenía una sensación de enorme decepción, como si acabara de descubrir que había estado afanándome por algo desprovisto de todo fundamento. No me habría sentido más disgustado si hubiera hecho todo este recorrido con el único propósito de hablar con el señor Kurtz. Hablar con…, arrojé un zapato por la borda y me di cuenta de que eso era exactamente lo que había estado esperando con ilusion: una charla con Kurtz. Hice el extraño descubrimiento de que nunca le había imaginado actuando, sino hablando. No me dije a mí mismo: “Ahora ya no le veré nunca” o “Ahora ya no le daré la mano jamás”, sino “Ahora ya no le oiré nunca”. El hombre se me presentaba como una voz. Naturalmente, no es que no le asociara con algún tipo de actividad. ¿Acaso no me habían dicho en todos los tonos posibles de envidia y admiración que él había recogido, trocado, timado o robado más marfil que todos los demás agentes juntos? Eso no era lo importante. Lo importante era que se trataba de una criatura dotada, y que de entre todas sus dotes la que destacaba preeminentemente, la que proporcionaba sensación de una presencia real, era su capacidad

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