Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»La tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal, y los hombres eran… No, no eran inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos. Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas horribles; pero lo que estremecía era pensar en su humanidad (como la de uno mismo), pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado alboroto. Desagradable. Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo bastante hombre, reconocería que había en su interior una ligerísima señal de respuesta a la terrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de que había en ello un significado que uno, tan alejado de la noche de los primeros tiempos, podía comprender. ¿Y por qué no? La mente del hombre es capaz de cualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira, ¿cómo saberlo?, pero había una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo. Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin parpadear. Pero por lo menos debe ser tan hombre como esos de la costa. Debe hacer frente a esa verdad con su propia verdad, con su propia fuerza innata; los principios no sirven. Adquisiciones, ropas, bonitos harapos (que se irían volando a la primera sacudida). No; se necesita una creencia deliberada. ¿Qué hay en ese diabólico alboroto algo que me llama? Pues muy bien; lo oigo, lo reconozco; pero yo también tengo una voz, y, para bien o para mal, la mía es un habla que no se puede acallar. Desde luego, un necio, aunque esté muy asustado y lleno de buenos sentimientos, está siempre a salvo. ¿Quién es el que gruñe? ¿Os asombráis de que no desembarcara para aullar y danzar? Bueno, pues no, no desembarqué ¿Nobles sentimientos decís? ¡Al diablo los nobles sentimientos! No tuve tiempo. Tuve que perderlo con el albayalde y las tiras de manta de lana, ayudando a vendar los escapes de esas tuberías, os digo. Tenía que estar atento al timón, esquivar aquellos troncos y conseguir que ese bote de hojalata marchara por las buenas o por las malas. Había en la superficie de aquellas cosas suficiente verdad como para salvar a un hombre más sabio que yo. Y de cuando en cuando tenía que ocuparme del salvaje que trabajaba de fogonero. Era un ejemplar perfeccionado; podía encender una caldera vertical. Estaba allí, debajo de mí, y, palabra de honor, mirarle resultaba tan edificante como ver a un perro haciendo una parodia con calzones y sombrero de plumas caminando sobre sus patas traseras. Unos cuantos meses de preparación habían sido suficientes para aquel muchacho realmente estupendo. Escudriñaba el manómetro de vapor y el indicador del nivel de agua con un evidente esfuerzo de intrepidez; además tenía dientes limados, el pobre diablo; la lana de su cabeza, afeitada en una forma muy extraña y tres cicatrices ornamentales en cada una de sus mejillas. Hubiera debido estar dando palmas y brincos en la orilla, en lugar de lo cual se esforzaba en su trabajo, presa de un extraño maleficio, lleno de un conocimiento provechoso. Era útil porque había sido instruido y lo que sabía era esto: que cuando el agua desapareciera de aquella cosa transparente, el espíritu maligno que se hallaba dentro de la caldera se pondría furioso por causa de la enormidad de su sed, y se tomaría una terrible venganza. Y así, sudaba, encendía y miraba el cristal temerosamente (con un amuleto improvisado, hecho con trapos, atado a su brazo, y un trozo de hueso pulimentado del tamaño de un reloj, que le atravesaba horizontalmente el labio inferior), mientras las orillas cubiertas de árboles pasaban deslizándose lentamente ante nosotros, el ruidito quedaba atrás, interminables millas de silencio se sucedían, y nosotros seguíamos arrastrándonos hacia Kurtz. Pero los troncos eran gruesos, el agua traicionera y poco profunda, la caldera parecía realmente albergar un demonio hostil en su seno, y por eso ni el fogonero ni yo teníamos un solo momento para asomarnos a nuestros horripilantes pensamientos.
»Unas cincuenta millas más abajo de la Estación Interior nos topamos con una cabaña hecha de caña, un mástil torcido y melancólico con los irreconocibles jirones de lo que había sido una bandera de alguna clase que había ondeado desde él, y una pila de leña hacinada. Aquello era algo inesperado. Llegamos a la orilla, y sobre el montón de leña encontramos una tablilla con algo borroso escrito a lápiz. Cuando quedó descifrado, vimos que decía: “Leña para ustedes. Apresúrense. Acérquense con precaución”. Había una firma, pero era ilegible. No ponía Kurtz, sino una palabra mucho más larga. Apresúrense. ¿Hacia dónde? ¿Río arriba? “Acérquense con precaución”. No lo habíamos hecho así. Pero la advertencia no podía estar pensada para un lugar al que había que acercarse para encontrarlo. Algo iba mal más arriba. Pero ¿qué, y en qué grado?, ésa era la cuestión. Hicimos algunos comentarios adversos a la imbecilidad de aquel estilo telegráfico. La maleza de alrededor no decía nada, y tampoco nos permitía mirar muy a lo lejos. Una desgarrada cortina de sarga roja colgaba a la entrada de la cabaña y aleteaba angustiosamente en nuestros rostros. La vivienda estaba desmantelada, pero se podía ver que no hacía mucho había vivido allí un hombre blanco. Quedaba una tosca mesa: un tablón sobre dos postes; en un rincón oscuro reposaba un montón de basura, y junto a la puerta yo cogí un libro. Había perdido las tapas y las páginas habían sido manoseadas hasta quedar extremadamente blandas y sucias; pero el lomo había sido amorosamente cosido de nuevo, con hilo de algodón blanco que todavía conservaba un aspecto limpio. Era un hallazgo extraordinario. Se titulaba Investigación acerca de algunos aspectos de la náutica, y su autor era un tal Tower, Towson, o un nombre por el estilo, capitán mercante de la marina de Su Majestad. La materia parecía bastante aburrida, con sus diagramas ilustrativos y sus repulsivos cuadros de cifras. El ejemplar tenía sesenta años. Tomé en mis manos esa impresionante antigualla con la mayor ternura posible, no fuera a ser que se desintegrara entre mis dedos. En su interior, Towson o Tower investigaba seriamente la resistencia de tensión de la cadena y de los aparejos de los barcos y cuestiones similares. No era un libro muy apasionante, pero a primera vista se podía ver una dedicación, una honrada preocupación por la manera correcta de ponerse a trabajar, lo que daba a estas humildes páginas, pensadas años atrás, una luminosidad superior a la meramente profesional. El sencillo y viejo marino, con su charla de cadenas y asideros, me hizo olvidar la jungla y los peregrinos con una deliciosa sensación de haber ido a dar con algo inequívocamente real. Que existiera un libro semejante era de por sí bastante asombroso; pero aún más sorprendente eran las notas a lápiz en el margen y que claramente se referían al texto. ¡No podía dar crédito a mis ojos! ¡Estaban en lenguaje cifrado! Sí, parecían estar en clave. Imaginaos a un hombre arrastrando consigo un libro como el descrito hacia este lugar perdido, estudiándolo y haciendo anotaciones ¡y en lenguaje cifrado! Era un misterio extravagante.
»Durante un rato había sido vagamente consciente de un ruido fastidioso, y cuando levanté la mirada vi que la pila de leña había desaparecido y que el director, ayudado por todos los peregrinos, me estaba gritando desde la orilla del río. Me metí el libro en el bolsillo. Os aseguro que abandonar su lectura fue como arrancarme del cobijo de una vieja y sólida amistad.
»Puse el renqueante motor en marcha. “Debe de ser ese miserable comerciante, ese intruso”, exclamó el director, mirando malévolamente hacia el lugar que habíamos dejado atrás. “Debe de ser inglés”, dije yo. “Eso no le evitará meterse en líos si no tiene cuidado”, musitó el director sombríamente. Comenté con fingida inocencia que en este mundo ningún hombre era inmune a las dificultades.
»La corriente era ahora más rápida. El vapor parecía estar a punto de exhalar el último suspiro; la rueda de popa golpeaba lánguidamente, y yo me sorprendí a mí mismo escuchando con suma expectación cada nuevo latido del barco, porque, a decir verdad, esperaba que aquel calamitoso trasto se diera por vencido en cualquier momento. Era como observar los últimos coletazos de una vida. Pero seguíamos arrastrándonos. De vez en cuando elegía un árbol situado un poco más adelante por el que medir nuestro avance hacia Kurtz, pero invariablemente lo perdía antes de pasar por su lado. Mantener la vista fija durante tanto tiempo sobre una misma cosa era demasiado para la paciencia humana. El director mostraba una magnífica resignación. Yo me impacientaba y me encolerizaba,