Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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»Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme después de mi caminata de veinte millas de aquella mañana. Su aspecto, sus rasgos, sus modales y su voz eran vulgares. Era de mediana estatura y de constitución corriente. Sus ojos, de un azul corriente, eran notablemente fríos, y sin duda podía hacer que su mirada cayera sobre uno tan incisiva y pesadamente como un hacha. Pero incluso en estas ocasiones el resto de su persona parecía desmentir tal intención. Por lo demás, únicamente en sus labios había una expresión relajada, difícil de definir, algo furtivo entre sonrisa y no sonrisa; lo recuerdo, pero no lo puedo explicar. Era inconsciente (me refiero a la sonrisa), aunque se intensificaba momentáneamente cada vez que había dicho algo. Aparecía al final de sus discursos, como un sello estampado sobre las palabras, que convertía el significado de la frase más usual en algo absolutamente inescrutable. Era un vulgar comerciante, empleado en esta región desde su juventud; nada más. Se le obedecía, aunque no inspiraba ni afecto, ni fervor, ni siquiera respeto. Inspiraba malestar. ¡Eso era! Malestar. No una clara desconfianza definida; siempre malestar, nada más. No tenéis idea de lo eficaz que puede ser semejante… facultad. No tenía talento para organizar, para la iniciativa, ni siquiera para el orden. Eso se evidenciaba en cosas tales como el lamentable estado de la estación. No tenía estudios ni inteligencia. Su puesto había venido a él, ¿por qué? Tal vez porque nunca estaba enfermo… Había servido tres períodos de tres años allí… Porque una salud triunfante sobre la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su casa con permiso cometía todo tipo de excesos de una manera ostentosa. Marinero en tierra, pero con la diferencia de que lo era sólo en lo externo. Esto se podía deducir de su conversación superficial. No creaba nada; podía mantener la rutina, pero nada más. Sin embargo, era extraordinario. Era extraordinario por el pequeño detalle de que era imposible imaginar qué podía controlar a semejante hombre. Nunca reveló ese secreto. Quizá no había nada dentro de él. Tal sospecha le hacía a uno reflexionar, puesto que allí no había controles externos. Una vez, cuando varias enfermedades tropicales tenían postrados a casi todos los “agentes” de la estación, le oyeron decir: “Los hombres que vienen aquí no deberían tener entrañas”. Selló el comentario con aquella sonrisa tan suya, como si fuera una puerta que se abría a una oscuridad de la que él era custodio. Uno se imaginaba haber visto cosas, pero el sello se interponía. Cuando se hartó de las constantes peleas entre los blancos por cuestiones de precedencia en las comidas, ordenó fabricar una inmensa mesa redonda, para la cual hubo de ser construida una casa especial. Éste era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era la presidencia; el resto no contaba. Era obvio que ésta era su convicción inalterable. No era ni cortés ni descortés. Era tranquilo. Consentía que su boy, un negro joven y sobrealimentado de la costa tratara en su presencia a los blancos con una insolencia provocativa.
»Empezó a hablar en cuanto me vio. Yo había estado mucho tiempo en camino. No pudo esperar. Tuvo que empezar sin mí. Había que relevar a las estaciones del interior. Se habían producido ya tantos retrasos que no sabía quién estaba vivo y quién muerto, y cómo se las arreglaban, etc. No prestó atención a mis explicaciones y, mientras jugueteaba con una barra de lacre, repitió varias veces que la situación era “muy grave, muy grave”. Corrían rumores de que una estación muy importante estaba en peligro, y su jefe, el señor Kurtz, estaba enfermo. Esperaba que no fuera cierto. El señor Kurtz era… Me sentí abatido e irritable. Al cuerno con Kurtz, pensé. Le interrumpí diciendo que había oído hablar de Kurtz en la costa. “¡Ah!, de modo que hablan de él por ahí abajo”, murmuró para sus adentros. Entonces volvió a empezar, asegurándome que el señor Kurtz era el mejor agente que tenía, un hombre excepcional, de la mayor importancia para la compañía; por consiguiente, podía comprender su inquietud. Dijo que estaba “muy, muy intranquilo”. Desde luego, se agitaba incesantemente en la silla; exclamó: “¡Ah! ¡El señor Kurtz!”, rompió la barra de lacre y pareció quedarse atónito ante este accidente. Después quería saber “cuánto tiempo llevaría”… Le interrumpí de nuevo. Como estaba hambriento, y además seguía de pie, me estaba poniendo furioso. “¿Cómo lo podría saber? —le dije—. Ni siquiera había visto los destrozos; varios meses, sin duda”. Toda esta charla me parecía fútil. “Varios meses —dijo él—. Bueno, digamos que pasarán tres meses antes de que podamos empezar. Sí. Eso debería bastar para arreglar el asunto”. Salí precipitadamente de su cabaña (vivía solo en una cabaña de arcilla con una especie de terraza), murmurando entre dientes lo que pensaba de él. Era un charlatán idiota. Después me retracté, a medida que iba comprendiendo con asombro la excepcional precisión con que había calculado el tiempo requerido para el “asunto”.
»Fui a trabajar al día siguiente, volviendo la espalda —por así decirlo— a la estación. Me parecía que únicamente de esta forma podía seguir aferrado a los aspectos gratos de la vida. No obstante, uno tiene que mirar a su alrededor a veces; y entonces vi la estación, aquellos hombres vagando sin objeto en el cercado bajo los rayos del sol. A veces me preguntaba qué significaba todo aquello. Iban de un lado para otro con sus cayados absurdamente largos en la mano, como una multitud de peregrinos sin fe, hechizados dentro de una cerca podrida. La palabra “marfil” resonaba en el aire, se susurraba, se suspiraba. Uno pensaría que la estaban invocando. Un tufo de estúpida rapacidad lo envolvía todo, como el aliento de un cadáver. ¡Por Júpiter! No he visto nada tan irreal en toda mi vida. Y fuera, en el exterior, la selva silenciosa que rodeaba este claro en la tierra se me presentó como algo grandioso e invencible, como el mal o la verdad, esperando pacientemente a que pasara esta fantástica invasión.
»¡Oh, qué meses aquellos! Bueno, qué más da. Sucedieron varias cosas. Una noche, un cobertizo de hierba, lleno de calicó, algodón, estampados, abalorios y no sé cuántas cosas más, estalló en llamas tan repentinamente que cualquiera hubiera pensado que la tierra se había abierto para dejar que un fuego vengador consumiera toda aquella basura. Yo estaba fumando mi pipa tranquilamente al lado de mi desmantelado vapor, y los vi a todos haciendo cabriolas en el resplandor, con los brazos en alto, en el momento en que el robusto hombre de bigotes corrió precipitadamente hacia el río, con un cubo de metal en la mano, y me aseguró que todos “se estaban portando espléndidamente, espléndidamente”; sacó aproximadamente un cuarto de galón de agua y se volvió a marchar con precipitación. Observé que en el fondo del cubo había un agujero.
»Yo me acerqué tranquilamente. No había prisa. Pensad que la cosa había estallado como una caja de cerillas. No había nada que hacer desde el primer momento. La llama había saltado con ímpetu, haciendo retroceder a todo el mundo, lo había iluminado todo y se había desplomado. El cobertizo era ya una pila de ascuas que ardían ferozmente. Estaban azotando a un negro cerca de allí. Decían que él había provocado el incendio de alguna manera; sea como fuere, estaba dando horribles alaridos. Le vi después sentado durante varios días en un poco de sombra con aspecto de estar muy enfermo y tratando de recuperarse; más tarde se levantó y se fue; y la selva, en silencio, le acogió de nuevo en su seno. Al acercarme al resplandor desde la oscuridad me encontré detrás de dos hombres que estaban hablando. Les oí pronunciar el nombre de Kurtz y después las palabras “aprovéchate de este desgraciado accidente”. Uno de los hombres era el director. Le di las buenas noches. “¿Ha visto usted en su vida nada parecido? ¿Eh? Es increíble”, dijo, y se marchó. El otro hombre se quedó. Era un agente de primera, joven, cortés, un poco reservado, con una corta barba hendida y nariz aguileña. Era distante con los otros agentes, y ellos por su parte le acusaban de ser un espía a las órdenes del director. Por lo que a mí respecta, yo prácticamente no había hablado nunca con él. Iniciamos una conversación y, lentamente, nos fuimos alejando de las silbantes ruinas. Después me invitó a su habitación, que se encontraba en el edificio principal de la estación. Encendió una cerilla y noté que este joven aristócrata no sólo tenía un tocador montado en plata, sino también una vela entera para él solo. Precisamente en aquel entonces se suponía que