Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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con pies aplastados llegaban y se iban; un aluvión de artículos manufacturados, algodones de ínfima calidad, abalorios y alambres de latón, era enviado a las profundidades de la oscuridad, y de regreso venía un precioso chorrito de marfil.

      »Tuve que esperar en la estación durante diez días; una eternidad. Vivía en una cabaña dentro del cercado, pero para escapar al caos me metía a veces en la oficina del contable. Estaba construida con tablones horizontales, pero tan mal ensamblados que, cuando el hombre se inclinaba sobre su alto escritorio, todo su cuerpo, del cuello a los talones, aparecía cruzado por franjas de luz. No había ninguna necesidad de abrir los grandes postigos para ver. Además hacía calor allí. Enormes moscas zumbaban endiabladamente, y, más que picar, apuñalaban. Generalmente me sentaba en el suelo, mientras él, con un aspecto impecable (e incluso ligeramente perfumado), escribía, sentado sobre un alto taburete. A veces se levantaba para hacer ejercicio. Cuando colocaron allí dentro una cama de ruedas con un enfermo (algún agente inválido llegado del interior), dio muestras de estar ligeramente contrariado. “Los gemidos de este enfermo —dijo— distraen mi atención. Y sin ella es extremadamente difícil estar alerta ante los errores administrativos en este clima”.

      »Un día comentó, sin levantar la cabeza: “Seguro que en el interior conocerá usted al señor Kurtz”. Al preguntarle quién era el señor Kurtz, respondió que se trataba de un agente de primera clase, y viendo mi contrariedad ante tal información, añadió, despacio, dejando la pluma: “Es una persona fuera de lo normal”. Ulteriores preguntas consiguieron arrancarle que el señor Kurtz estaba en la actualidad encargado de un puesto comercial de gran importancia en la verdadera región del marfil, en “el mismísimo corazón de ella. Nos manda tanto marfil como todos los demás juntos…”. Comenzó a escribir de nuevo. El enfermo estaba demasiado grave para gemir. Las moscas zumbaban en una gran calma.

      »Repentinamente se produjo un murmullo creciente de voces y un gran ruido de pisadas. Había llegado una caravana. Un violento murmullo de extraños sonidos estalló al otro lado de los tablones. Todos los porteadores hablaban a la vez, y en medio del tumulto la voz quejumbrosa del agente principal se oyó, “dándose por vencido” lloronamente por vigésima vez en ese día… Se levantó despacio. “Qué alboroto más espantoso”, dijo. Cruzó la habitación despacio para mirar al enfermo, y al volver me dijo: “No oye”. “¡Qué! ¿Muerto?”, pregunté alarmado. “No, todavía no”, contestó con gran serenidad. Entonces, aludiendo con un movimiento de cabeza al tumulto del patio de la estación, dijo: “Cuando uno tiene que hacer asientos correctos llega a odiar a esos salvajes, a odiarles a muerte”. Se quedó pensativo por un momento. “Cuando vea usted al señor Kurtz —prosiguió—, dígale de mi parte que todo lo de aquí —y lanzó una mirada al escritorio— marcha de manera satisfactoria. No me gusta escribirle a esa Estación Central; con esos mensajeros que tenemos nunca se sabe a quién puede ir a parar la carta”. Me miró fijamente por un momento con sus ojos tiernos y saltones. “Oh, llegará lejos, muy lejos —comenzó de nuevo—. Llegará a ser alguien en la Administración dentro de no mucho. Esos de arriba (el Consejo de Europa, ya sabe) quieren que lo sea”.

      »Volvió a su trabajo. El ruido del exterior había cesado, y poco después, al salir, me detuve en la puerta. En el continuo zumbido de las moscas, el agente, que debía regresar a su casa, yacía sofocado e insensible; el otro, inclinado sobre sus libros, estaba haciendo correctos asientos de transacciones perfectamente correctas, y cincuenta pies debajo del escalón de la puerta podía ver las inmóviles copas de los árboles del bosquecillo de la muerte.

      »Al día siguiente salí por fin de aquella estación con una caravana de sesenta hombres que debía recorrer a pie doscientas millas.

      De nada sirve que os diga lo que fue aquello. Senderos y más senderos por todas partes; una red de senderos hollados que se extendía por la despoblada tierra a través de hierba crecida, a través de hierba quemada, a través de la espesura, por encima y por debajo de frescos barrancos, por encima y por debajo de colinas pedregosas abrasadas de calor; y soledad, soledad, ni un alma, ni una cabaña. La población había desaparecido hacía mucho. Bueno, si un montón de misteriosos negros armados con toda clase de temibles armas se pusiera de repente en marcha por el camino de Deala Gravesend, capturando lugareños a derecha e izquierda para que transportaran sus pesadas cargas, imagino que todas las granjas y las casas de los alrededores se quedarían vacías muy pronto. Sólo que aquí las viviendas también habían desaparecido. No obstante, pasé por varios poblados abandonados. Hay algo patéticamente pueril en las ruinas de muros de hierba. Día tras día, con el pisar y el arrastrarse de sesenta pares de pies desnudos detrás de mí, cada par bajo una carga de sesenta libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el campo, emprender la marcha. De vez en cuando un porteador muerto en servicio, tirado en la alta hierba junto al sendero, con una cantimplora vacía y su largo cayado a su lado. Sobre él y a su alrededor un gran silencio. Tal vez en alguna noche tranquila el temblor de tambores lejanos, apagándose, subiendo, un temblor dilatado, desmayado; un sonido sobrenatural, atractivo, sugerente y salvaje; y tal vez con un significado tan profundo como el sonido de las campanas en un país cristiano. En una ocasión un hombre blanco con un uniforme desabrochado, acampado en el sendero con una escolta armada de desfallecidos zanzíbares, muy hospitalario y festivo —por no decir borracho—, dijo estar a cargo del mantenimiento de la carretera. No puedo decir que viera ninguna carretera ni ningún mantenimiento, a menos que el cuerpo de un negro de mediana edad, con un agujero de bala en la frente, con el que me tropecé tres millas más adelante, pudiera ser considerado como una mejora permanente. Yo tenía también un compañero blanco, no era mal chico, pero era demasiado grueso y con el exasperante hábito de desmayarse en las calurosas pendientes, a millas de distancia del menor indicio de sombra y agua. Os aseguro que resulta enojoso sostener la propia chaqueta como parasol sobre la cabeza de un hombre que está volviendo en sí. No pude evitar preguntarle en una ocasión qué propósito le había impulsado a ir allí. “Hacer dinero, por supuesto. ¿Qué cree usted?”, respondió desdeñosamente. Después le dio la fiebre y hubo de ser llevado en una hamaca colgada de un palo. Como pesaba dieciséis piedras, tuve continuas peleas con los porteadores. Protestaban, se escapaban, se iban a escondidas con sus cargas por la noche: todo un motín. Así es que una tarde pronuncié un discurso en inglés acompañado de gestos que fueron seguidos con atención por los sesenta pares de ojos, y a la mañana siguiente conseguí que la caravana se pusiera en marcha con la hamaca al frente. Una hora más tarde me encontré con todo el tinglado naufragado en un matorral: hombre, hamaca, gemidos, mantas, horrores. El pesado palo había desollado su pobre nariz. Quería a toda costa que yo matara a alguien, pero no había ni rastro de los porteadores en las cercanías. Me acordé del viejo doctor: “Sería interesante para la ciencia observar los cambios mentales de los individuos in situ “. Sentí que me estaba convirtiendo en algo científicamente interesante. Sin embargo, todo eso no viene al caso. En el decimoquinto día volví a avistar de nuevo el gran río, y llegué cojeando a la Estación Central. Estaba en un remanso rodeado de maleza y bosque, con un bonito borde de maloliente barro a un lado y cercado en los otros tres por una absurda valla de juncos. Una abandonada abertura era todo lo que tenía por puerta, y una primera ojeada era suficiente para darse cuenta de que el demonio flácido dirigía aquel espectáculo. Hombres blancos con largos cayados en la mano aparecieron lánguidamente de entre los edificios, acercándose a mirarme, y después desaparecieron de mi vista. Uno de ellos, un hombre robusto, excitable y de negros bigotes, me informó con gran locuacidad y muchas digresiones, en cuanto le expliqué quién era, que mi vapor estaba en el fondo del río. Me quedé estupefacto. ¿Qué?, ¿cómo?, ¿por qué? ¡Oh!, “no pasaba nada”. El “director en persona” estaba allí. Todo estaba “en orden”. “Todos se habían comportado espléndidamente. ¡Espléndidamente!”. “Tiene usted que ir a ver al director general inmediatamente —dijo agitado—. ¡Le está esperando!”.

      »No vi el verdadero significado de aquel naufragio en seguida. Me imagino que lo veo ahora, pero no estoy seguro; no lo estoy en absoluto. Realmente el asunto era demasiado estúpido —cuando pienso en él— para ser natural. Sin embargo… Pero en aquel momento parecía simplemente

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